Cuando
pienso en Etiopía, me la imagino como la piedra angular del gran puzzle de
África: un país con su propia lengua, el Amárico; el primero de África que se
convirtió al cristianismo, si bien en su vertiente ortodoxa, de hecho Haile
Sellassie, considerado como un dios por los rastafaris, y al que Bob Marley
dedicó una canción con profundo sentimiento religioso, significa ‘Santísima Trinidad’; una nación
con su propia historia y uno de los pocos estados que ya eran independientes en
el continente del sur de Europa cuando Naciones Unidas decretó la
descolonización: tan sólo conoció unos pocos años de sometimiento al yugo
europeo durante el fervor fascista; una población cuya etnia merece un capítulo
aparte en los libros de Antropología, hasta el punto de que los etíopes no se
consideran negros, sino europeos con la piel oscura: poco más o menos es así
como se les reconoce científicamente; quintaesencia del esplendor imperial en
tiempos del rey Salomón y concreción del hambre en numerosas fotografías que
todos hemos visto; una posición como vértice de las grandes tendencias
africanas entre lo más semita del norte y lo más negro del sur; etc. En muy
pocas palabras, un país singular, del que al Festival de Cine Africano de
Córdoba que vengo siguiendo estos días ha llegado, dentro de la sección Afroscope, la película Difret (2013), de Zeresenay Berhane
Mehari, que ha obtenido diferentes premios en la Berlinale, Sundance, Montreal
y Amsterdam.
Se trata de
una película cuya productora ejecutiva es Angelina Jolie, según se encargan de
recordarnos los créditos al principio y al final de la proyección, y ese toque
estadounidense se nota en detalles como la simplificación de las situaciones,
el maniqueísmo de telefilme de sobremesa, o las secuencias con perfiles
redondeados. Pero dejando a un lado estos imponderables de la industria,
prefiero analizar lo que en este largometraje hay de africanidad, pues a este
continente pertenecen el director, los actores, la ambientación y los hechos,
que además están basados en hechos reales.
En tal sentido,
he afirmado pocas líneas más arriba que Etiopía es un país singular, pues así
lo pienso si la comparamos con el resto del continente a que pertenece, pero si
la consideramos en sí misma, observamos una profunda división ente el norte,
donde se dan ciudades con monumentos cristianos excavados en roca, como
Lalibela, y el sur, cada vez más virgen de occidente, y cada vez menos etíope
en sus rasgo étnicos hasta el punto de confundirse con Kenia en la zona del río
Omo.
A esa
dualidad esencial, Difret ofrece todo
un juego de contrarios en los siguientes aspectos:
-
La
realidad de los países desarrollados y la de los que están en vías de
desarrollo.
-
El
mundo rural y una gran ciudad como es Addis Abeba. Inolvidable el Mercato.
-
Tradición
y afán de modernidad.
-
La
justicia oficial y los consejos de ancianos, de los que se ofrece en el filme
de Zeresenay Berhane Mehari un vigor tal que hasta el Ministro de Justicia se
pliega a sus designios. Hemos de recordar, sin embargo, que los hechos narrados
en esta película se remontan a 1996 y que cinco años después esos consejos de
ancianos fueron ilegalizados.
-
La
libertad de elección y el rapto con violación como medio de asegurar un
matrimonio.
-
Los
estudios y el analfabetismo.
Todo eso en un país que conserva los
restos homínidos más antiguos que se conocen, bautizados con el nombre de Lucy,
pues se trata de una osamenta femenina, pero que en el largometraje de Zeresenay
Berhane Mehari ofrece una imagen muy negativa con respecto a las opciones de
las mujeres.
El argumento, en efecto, consiste en
una niña de catorce años, Hirut, a la que ha de defender Meaza, puesto que ha
matado a su raptor y violador, siendo así que en el pueblo donde vive Hirut se
considera totalmente lícito raptar y violar a la joven con quien se quieren
casar los hombres, sobre todo si han sido rechazados, no por la propia joven,
que no tiene nada que decir al respecto, sino por sus padres. De hecho, eso fue
lo que le sucedió a la hermana mayor de Hirut, sólo que en este caso, la chica
aceptó el matrimonio como un devenir natural de los acontecimientos.
Una película que denuncia lo
degradante de la condición femenina en determinadas regiones y lo hace mediante
una narración sencilla y lineal: el director se limita a seguir el curso de lo
sucedido. Se trata por ello de un filme en el que se valoran las intenciones,
si bien como producto cinematográfico en sí quizá lo más destacable es el haber
ilustrado la vida en un país, del que nunca nos acordamos como paradigma de la
felicidad.
En Etiopía, en efecto, he visto a
niñas cargando fardos de leña, cuyo peso debe ser superior al de las portadoras;
niños de unos diez años en apariencia dirigiendo rebaños de vacas con un palo
por medio de la carretera; niñas de apenas ocho años cargando a su espalda o a
un costado a un hermano menor; garrafas amarillas para transportar agua y que
pueden requerir desplazamientos de un par de decenas de kilómetros para conseguirlo,
y dirigirse a la fuente a pie; y condiciones de vida, en definitiva que
recuerdan la Edad de Piedra, o como mucho, el inicio de la del Hierro.
Circunstancias todas ellas que deben
ser conocidas por el hombre occidental, al menos para que quienes las padecen
dejen de ser invisibles.
Esperamos, por ello, que precisamente
por haber sido producido por Angelina Jolie y haber sido galardonada en
certámenes importante, la película Difret,
testimonio de la brutal injusticia, goce de la mayor difusión posible.
Francisco Javier Rodríguez Barranco
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