miércoles, 27 de septiembre de 2023

ALGUIEN TIENE QUE LEER A LOS CLÁSICOS EN ESTE PAÍS

 


Roberto Vivero y Enrique Gallud Jardiel

Una conversación con Enrique Gallud Jardiel

Ápeiron Ediciones

Año: 2023

108 páginas

 

Planteada la conversación como una serie de preguntas expositivas a las que da cumplida réplica el entrevistado, este libro constituye un poderoso manifiesto estético y uno puede, o no, estar de acuerdo con las opiniones que Enrique Gallud Jardiel (Valencia, 1958), nieto de Enrique Jardiel Poncela e hijo de los actores Rafael Gallud y María Luz Jardiel, vierte en la obra arriba referenciada. No puedo compartir, sin ir más lejos, la poca estima hacia Cervantes, en general, o el Quijote, en particular, quizá porque me he criado en Alcalá de Henares, jugando al fútbol alrededor de su estatua en la plaza homónima. Del autor afirma que se trató de una invención de las potencias culturales europeas para oscurecer a dos grandísimas figuras, como Lope de Vega y Calderón de la Barca. Hacia la novela no ahorra Gallud comentarios minimizantes, por decirlo de la manera más suave posible. Sin embargo, los extranjeros son extranjeros, pero no tontos y si hubieran querido minusvalorar a Lope y Calderón, hubieran encumbrado a alguno de los suyos: pongamos que hablo de Shakespeare/Marlowe o Moliere. Cuando los ingleses quisieron, por ejemplo, ningunear a Elcano, no beneficiaron a Legazpi, otro español, sino que sacralizaron a Drake y a Cook, dos ingleses. Y, bueno, creo que el Quijote se defiende por sí mismo y no hace falta añadir comentarios a lo que durante más de cuatro siglos se ha dicho sobre él en todo el planeta: incluso Montesquieu, el antiespañol más antiespañol de cuantos antiespañoles han existido, sentía admiración por esta novela y no creo yo que cuando escribió las Cartas Persas, 1721, el ilustre barón sintiera amenazado el esplendor cultural de Francia por Fuenteovejuna (1619) o La vida es sueño (1635). Y es que las cosas son así: al Príncipe de los Ingenios le salió una competencia feroz de quien menos se lo esperaba: un cobrador de impuestos, prisionero en Argel, presidiario en España, manco y no sé cuántas cosas más. Una enorme faena, sin duda, pero es que las musas son así de juguetonas. Cervantes viajó y vio mucho; Cervantes leyó y aprendió mucho; y no sé si de Lope se puede afirmar lo mismo, al menos en lo que a los viajes se refiere.

Tampoco comparto con el autor valenciano su desprecio por los montajes teatrales vanguardistas de las obras clásicas. En mi humildísima opinión, esas puestas en escena tan modernas, lejos de degradar los textos de los grandes autores del Siglo de Oro, les dotan de una dimensión universal y atemporal.


Pero de lo que no cabe ninguna duda es que escuchar o leer a Enrique Gallud Jardiel es siempre un momento de intensa calidad humanista. Uno se siente flotar en olor de erudición. Una auténtica gozada que, además, abarca los dos grandes hemisferios del saber, el occidental y el oriental, como si eso fuera tan fácil. Enrique ha sido la única persona del mundo en confeccionar un diccionario hindi-español, una epopeya para la que precisó diez años y leer todo tipo de textos al objeto de acumular el mayor número posible de vocablos procedentes de todos los contextos (jurídicos, deportivos, técnicos, literarios, etc.).


Resulta obvio, por lo tanto, que la India ocupa un espacio fundamental en la conversación que nos ocupa. Un país, un subcontinente, un continente casi en sí mismo, simplificado por la ficción de Julio Verne, que al menos era una ficción digna, o por los estereotipos made in Hollywood, dudosamente soportables. No digamos ya el daño que los indios se han hecho a sí mismos con esa fábrica de hacer salchichas que denominamos Bollywood: quizá sea hora de recuperar para nuestras latitudes el legado cinematográfico de Dadasaheb Phalke, Satyajit Ray, Guru Dutt, Adoor Gopalakrishnan, G Aravindan, Bimal Roy e incluso Shekhar Kapur. Imprescindible, desde luego, la, así denominada, trilogía de Apu, de Ray: Canción del pequeño camino, Aparajito y El mundo de Apu.

Pues bien, de la India, entre otras muchas cosas, Gallud afirma lo siguiente:

Por circunstancias ajenas a mis propósitos, me encontré en la India, me aclimaté, aprendí la lengua, conocí su pensamiento y encontré esa patria que encaja con uno y que no suele ser en la que apareces un día al nacer. Si soy algo, en cualquier orden de cosas, la India es responsable al menos del 60 % de ese algo.

Y además:

La India ofrece el pensamiento más avanzado que conozco (el advaita vedânta), los tratados filosóficos más impresionantes (las upanishads), la lengua más perfecta con la que me he topado (el sánscrito) y una riquísima literatura en ella, la forma musical más creativa (los râga), la danza más elegante que he visto (el bhâratnatyam), la obra literaria más grande y completa (el Mahâbhârata), un universo estético en sus paisajes y monumentos, una sociedad amigable y altamente educada, con un tremendo respeto por la educación, y amistades más genuinas y duraderas que las de otros lugares.

Creo que es difícil expresar con mayor claridad el amor a una región y a su cultura.


Es también fundamental reconocer la influencia de su abuelo, algo que Gallud comenta con singular desenfado: “En cuanto al influjo de mi abuelo, lo divertido es que existe, pero nadie ha sabido especificarlo”. De ahí que ambos enriques compartan la devoción por el humor, pues, entre otras cosas, nadie es capaz de cometer una canallada en el clímax de una carcajada, con una brillante puntualización:

cuando me burlo del poder en la persona de un Fernando VII o un Nerón, no incido en sus injusticias, sino en sus imbecilidades. Como se ha dicho muchas veces, a veces los malos descansan de su maldad, pero los tontos no descansan nunca y eso es lo verdaderamente dañino para el resto.



Gallud encuentra especial acomodo en la parodia:

En cuanto al talento, creo que no lo tengo, en el sentido de creatividad. A mí no se me ocurre ni «usted lo pase bien» (de ahí que me haya especializado en la parodia, en donde el tema lo tienes de antemano). Lo que hago bien es combinar, permutar y, sobre todo, dosificar.


Es su zona de confort, su rincón natural, algo en lo que, querido Enrique, yo ya sé que no es santo de tu devoción, pero esa actitud te emparenta artísticamente con Valle-Inclán, quien exprimió la parodia hasta los límites sulfúricos del esperpento y tampoco andaba bastante sobrado de imaginación para la trama de sus novelas y obras de teatro, pero incluso en las acotaciones de sus piezas escénicas demuestra ser el gran orfebre de la palabra.

Aspiraciones compartidas, por lo tanto, para buscar lo grotesco que, lamentablemente, no goza de demasiada presencia en nuestras letras actuales, y mira que se publican libros al año en España, la inmensa mayoría de ellos perfectamente prescindibles. En opinión de Gallud:

En cuanto a ideas, yo no tengo: no se me ocurren historias nuevas, por lo que me dedico a la parodia, en donde el argumento me viene dado. Pero en este terreno, con perdón por mi soberbia, no hay en España en la actualidad quien me meta mano. He descubierto el filón de comiquizar el mundo y los temas sobre los que puedo escribir son nada menos que infinitos.

Ay, ay, ay, el humor, tan difícil y tan poco valorado.

Nos enfrentamos así inevitablemente al arte con todo lo que esto significa y no es que se pretenda dar una opinión absoluta al respecto, pero el arte nos hace más humanos, incluso cuando se abordan los aspectos más despreciables de las personas:

El arte es un producto del genio individual y no puede hacerse una obra maestra por sufragio universal. El colectivismo, la igualdad, son entelequias, porque los seres humanos somos distintos, aunque las tendencias del mundo quieran unificarnos y que todos en el planeta usemos el mismo tipo de zapatillas de deporte.

El arte, pero, ¿qué es el arte? Probablemente el arte es todo aquello que no sirve para nada, salvo para hacernos sentir mejor. Algo así como el abrazo fraterno de alguien a quien no conocemos en persona y tampoco está ahí, salvo que uno asista al acto inaugural de una exposición o la presentación de un libro con presencia del autor. El placer estético es inconmensurable y casi que lo mejor es que sea así. Casi que lo mejor es conocer la obra y no al creador.

En todo caso, el arte, además de una predisposición natural, requiere un esfuerzo deliberado, un aprendizaje y una técnica, circunstancias estas que no escapan a la perspicacia de Gallud:

Así que en el arte, en cualquier arte, tenemos dos aspectos y nada más que dos (¡cómo me gusta simplificar, sintetizar y resumir!): aprendizaje exhaustivo de las técnicas (de muchas y no de muy poquitas) y un don especial para combinarlas que, si no lo tienes, no puedes ser artista por mucho que quieras.

Pero si el ser humano se compone de una parte física, otra afectiva y, por fin, una tercera intelectual, no podemos olvidar esa parte cognitiva en algo tan complejo como el arte: “Sin ideas, no hay arte ninguno. Sin estilo, no hay arte original, sino mera artesanía repetitiva”. No existe la escritura automática ni los brochazos sueltos justifican una obra de arte. “Inteligencia/ dame el nombre exacto de las cosas”, reclamaba Juan Ramón Jiménez (bueno, realmente, Intelijencia, que ya sabemos la predilección del moguereño por la j y así lo destaca Gallud en el libro que estamos comentando).

Dentro del arte, la literatura es donde se ha desempeñado Enrique:

escribo para escribir, porque el proceso (pensar cómo hacer el libro, estructurarlo, tomar notas, redactarlo, corregirlo luego) me encanta per se y aparte de otras consideraciones de prestigio o crematísticas.

¿Y es que acaso el placer personal, la sensación de ser un pequeño dios que crea el mundo en cada obra no es ya de por sí suficiente satisfacción? ¿Hemos de buscarle otro sentido a la literatura? Sartre consideraba que la función de la literatura era servir a la revolución social; durante milenios se le asoció una función pedagógica; pero todo eso no es nada más que mediatizar una actividad principal que, según comentamos poco más arriba, es la de abrazar a nuestros lectores desconocidos.


Por fin, el teatro, incluso cuando no se está en el escenario: “Sí soy básicamente un hombre de teatro y eso me ha servido para «triunfar» fuera del teatro”. El teatro como compendio de otras artes (literatura, vestuario, escenografía, luces, música, en ocasiones danza, etc.). Todos actuamos en la vida, incluso para pedir un café en un bar. No es que sea una actuación continua, no quiero hacer apología de la insinceridad, pero todos, insisto, todos actuamos en la vida y por ello amar el teatro es amar la vida. Y Enrique sabe muy bien lo que es el teatro. De hecho, nos sería muy difícil encontrar a alguien que conozca mejor el teatro español del Siglo de Oro o el del siglo XX que Gallud, que también es actor y director escénico.

Comienzo aquí el último párrafo de esta reseña y es evidente que no puede resumirse en algo menos de dos mil palabras un libro de ciento ocho páginas, pero sí me parece importante concentrar todas estas reflexiones en una: en unos tiempos como los actuales en los que se han impuesto las tecnologías, el postureo y la inmediatez todavía queda resquicio para las humanidades, gracias a personalidades como Enrique Gallud Jardiel, quien jamás de los jamases podrá ser sustituido por un programa de inteligencia artificial. Y es que, al fin y al cabo, alguien tiene que leer a los clásicos en este país.

 Francisco Javier Rodríguez Barranco