viernes, 20 de septiembre de 2019

IMPRESIONES DEL TIFF 2019




            Palmarés del TIFF 2019

          Una de las señas de identidad del Festival Internacional de Cine de Toronto (TIFF: Toronto International Film Festival) es el enorme protagonismo del público en la entrega de galardones, lo que probablemente le convierte en el certamen más democrático del mundo.
            Sin embargo, uno no puede verlo todo en este inmensa y multicultural ciudad, que se convierte en el epicentro del cine durante los once días que dura el festival. Las colas son enormes, las distancias de uno a otro centro de proyección son significativas y las entradas no son baratas, al menos desde un punto de vista castizo.
            Por ello, asistí a cuatro películas y una deliciosa proyección de cortometrajes realizados por alumnos locales de cine, lo que permite que directores y actores se sienten metamorfoseen entre el público, lo que, una vez más redunda en lo democrático del evento.
           
Nos situamos, pues, entre los largometrajes, de los que el primero, por orden cronológico fue Heroic Losers (La noche de los giles, en su título original), película argentina dirigida por Sebastián Borenzstein, a quien ya conocíamos en España por la reciente a la par que mediocre Kóblic (2016) y la algo más afortunada Un cuento chino (2011), ambas con Ricardo Darín, como protagonista, al igual que el filme que ahora nos ocupa, basado en la novela de Eduardo Sacheri La noche de la usina, premiada en España por la editorial Alfaguara.
            En el coloquio posterior a esa película, el director reconoció lo respetuoso que había sido con el libro de Sacheri, que es coguionista del largometraje a la par que el mismo Sebastián Borenzstein y uno no ha leído aún el texto narrativo, pero sí le queda la sensación de que su versión para la gran pantalla es bastante decepcionante.

           La acción se sitúa en el contexto del “corralito” de 2001, pero no basta con acudir a un tristísimo período social argentino, no basta con basarse en un texto literario premiado internacionalmente y no basta con contar con un elenco de actores excepcional, encabezado por el ya mencionado Darín y, sobre todo por Luis Brandoni hacia quien siento una especial admiración: una película que pretende aguantar una acción, debe sostener dicha acción, captar el interés del público de manera casi permanente, pero la historia decae en numerosas ocasiones y uno se sorprende a sí mismo deseando que acabe la proyección.

      Como muestra, dos botones: la película se nos presenta como una magnífica muestra de humor inteligente, pero dicha supuesta comicidad se basa en algunos gags inconexos e incluso forzados, pues pretender, por ejemplo, que nos riamos con la estupidez de dos personajes que son incapaces de comprender que la mitad de los números telefónicos son pares y la otra mitad impares es exigir demasiado de los espectadores. Pero es que tampoco la tragedia cuando llega es tal tragedia, sino un hito insípido, que se diluye dentro de una historia muy mal construida y, definitivamente, muy poco verosímil.
            Por ello, habida cuenta que uno de los actores, Chino, es hijo de Ricardo, a uno le queda la perversidad de pensar que esta película sirve para continuar la saga Darín y poco más.
            Del impertinente tono de las respuestas de Ricardo al público durante el coloquio posterior a la proyección prefiero guardar un discreto silencio.


          Siempre por orden cronológico, el segundo de mis filmes en el TIFF fue Motherless Brooklyn, de Edward Norton, director, guionista, prota- gonista y coproductor de esta cinta, basada en la novela homónima de Jonathan Lethem publicada por primera vez en 1999. Y, bueno, ya he comentado que fueron sólo cuatro las películas que vi en este Festival y no puedo opinar, por tanto, de lo que no vi, pero este largometraje de Norton se fue del TIFF sin ningún galardón cuando hubiera merecido mejor suerte, a mi humilde entender.
            En primer lugar, por la enorme generosidad de unos actores tan grandes o, al menos, tan conocidos como Bruce Willis, William Dafoe o Alec Baldwin, quienes tenían tanto interés en participar en este proyecto que lo hicieron muy por debajo de sus retribuciones habituales, según desveló Norton en la presentación del filme. 


           
        Pero también por sus cualidades estrictamente cinematográficas, como la excelente fotografía o la excepcional banda sonora, donde el jazz goza de un protagonismo especial. La propia historia sí mantiene el interés del público, a quien el director sitúa en un ambiente de corrupción durante la década de los 50 en Manhattan. Los giros del guion son proverbiales, por no hablar de la actuación de Edward Norton, quien a mi juicio merece, como poco, una nominación para los próximos Oscars. Una película, por lo tanto, que recupera la dignidad del cine negro, incluso renunciando a una de sus características esenciales: la mujer fatal. No es un thriller, pues, en sentido estricto, sino un drama con una inmensa textura cinematográfica.




           Un enfoque totalmente diferente es el de la cinta palestina It Must Be Heaven, de Elia Suleiman, que también es guionista y actor casi único, pues todos los demás, que son muchos, lo hacen de manera esporádica. Cabe mencionar, eso sí, un meritorio cameo de Gael García Bernal. En muy pocas palabras, una vez visto este filme y comprobado su palmarés, no sorprende en absoluto que obtuviera la Mención Especial del Jurado en el último Festival de Cannes, así como el premio FIPRESCI en el mismo certamen.



            El hilo argumental de la película es la búsqueda en clave autobiográfica de Suleiman de una productora para su película en París y Nueva York, pero hay un detalle que no puede pasar desapercibido y es que el protagonista articula toda su actuación con lenguaje gestual, pues tan sólo pronuncia dos palabras en toda la película: “Nazaret” y “Palestina”. Así pues, con tan sólo la expresión corporal de Elia y la sucesión de escenas se construye un eficaz lenguaje para plasmar el absurdo cotidiano, valga la redundancia. París, con su toque chic, y Nueva York, con su amor a las armas, se ofrecen a los ojos del espectador bajo una lupa desmitificante, pero también del conflicto de Palestina se muestran sus flecos incoherentes, sin que ello implique ningunear la tragedia: es sólo que el director quiere ser optimista.
            Es la mirada atónica e impotente ante el ridículo contemporáneo lo que el director-actor de esta película nos brinda, lo cual le relaciona directamente con la actitud impávida de Buster Keaton, así como con otros realizadores que han construido sus particulares antihéroes desvalidos, como Woody Allen, Federico Fellini o Roy Andersson, empeñados todos ellos, Elia Suleiman incluido en reinventar el cine cada día.




            Y si hablamos de absurdo podríamos hacer, aunque sea somera, mención de Ionescu o Beckett, pero no es éste el tipo de absurdo el que interesa a Suleiman, sino el de Kakfa subvertido, pues si la obra del autor checo puede incluirse en las coordenadas de lo absurdo trágico, el del director palestino prefiere lo absurdo cómico.

          
            Por fin, la cuarta de “mis” películas fue la japonesa To the Ends Of the Earth, Kyroshi Kurosawa, quien, pese a su apellido, no está relacionado con Akira.
            No es éste nipón un largometraje fácil de asimilar, ni mucho menos etiquetar. Así en principio pudiera constituir un ejemplo de lenguaje metacinematográfico, pues la historia consiste en la grabación de un documental en Uzbekistán por un equipo japonés: ¿habrá algo más distante del país del sol naciente, constituido por varias islas, que una región olvidada en los confines de Asia, done el mar no se considera ni como un ente de ficción?
Pero hay que trascender un poco de esa circunstancia dado que nos hallamos en una película que hace honor a su título: desde uno de los países más industrializados del planeta, Kurosawa nos traslada a otra, que conoció su momento de esplendor durante los siglos de la ruta de la seda, pero que actualmente permanece anclado a dicho pasado medieval, con un nexo de unión histórico: soldados prisioneros japoneses de la Segunda Guerra Mundial construyeron el magnífico Teatro Navoi en Tashkent cuando Uzbekistán era parte de la Unión Soviética.


           
           Un filme difícil, por lo tanto, bastante difícil, pero no puede serlo de otra manera, pues esta película es una metáfora de la difícil búsqueda de una misma que experimente Yoko, la protagonista, interpretada por Ryo Kase, algo parecido a Into the Wild (2007), de Sean Pean. Incluso la película que nos ocupa parece compartir con la estadounidense el mensaje central: “La felicidad, para ser real, ha de ser compartida”.

           
            Quizá por ello, el film de Kurosawa alcanza su clímax a media cinta y finaliza luego con el “Himno al amor”, cuya versión más conocida sea quizá la de Edith Piaf.
            Y hasta aquí dio de sí la cosa. Uno hizo lo que pudo.


Fco. Javier Rodríguez Barranco