sábado, 21 de noviembre de 2015

FILÓSOFOS DE BOLERA EN "EL GRAN LEBOWSKI"




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Cuando uno lee a Dostoyevski siente que está en una posición como de adoración al autor. Decía Valle-Inclán que la Historia de la Literatura se componía de tres grandes etapas: uno en el que el escritor miraba al personaje de rodillas, sintiéndose insignificante ante las proezas narradas: éste era el momento de la épica y de los grandes cantares de gesta de Homero, Virgilio o los anónimos escritores, probablemente juglares, del Poema de Mio Cid. El siguiente gran momento de la literatura correspondería a los Siglos de Oro en el que el autor miraba a los personajes cara a cara, sabiendo que compartía con ellos grandezas y miserias: no de otro modo cabe entender las obras de Shakespeare y Cervantes. Por fin, el tercer gran hito del mundo de las letras sería aquel en que el escritor miraba a sus personajes de arriba hacia abajo, como si fuera un titiritero moviendo sus muñecos o un bululú. El autor sería consciente de lo grotesco de los humanos afanes y se desternillaría con ello: éste sería el gran tiempo de los esperpentos y una fase de la literatura cuya invención se atribuía el propio Valle. Pero es que cuando uno lee a Dostoyevski, se siente como de rodillas ante la grandeza del escritor. Algo hay de las Comedias bárbaras, de don Ramón, en Los hermanos Karamazov, de Fiodor, si bien esta obra es anterior a la española, pero no es éste el momento de detenernos en esas consideraciones.

El caso es que Dostoyevski fue nihilista, se acercó al Círculo de Petraschevski y estuvo a punto de ser ejecutado a la edad de 28 años. En el último momento se le conmutó la pena capital por cuatro años de trabajo forzados en Siberia, que por aquella época no figuraba en los programas de las empresas mayoristas de viajes y creo que ahora tampoco. Y nihilistas hay en El gran Lebowski (1998), lo que nos permite otras opciones de interpretación para una película de culto de los hermanos Coen, valga la redundancia: no sólo Dostoyevski inspira adoración.
Para comprender el cine de los Coen no tenemos más remedio que buscar referencias literarias, en sentido estricto, o culturales, en sentido amplio. Repasemos algunos de sus grandes filmes: la rocambolesca fuga de un penal en O Brother, Where Art Thou? (2000) no es otra cosa que una reinterpretación de la Odisea y para mayor claridad la producción de los Coen se inicia con una cita del primer verso del gigantesco poema de Homero: inolvidable John Goodman en su papel de tuerto, es decir, de cíclope ; el amor imposible de un abogado de divorcios con la parte contraria, es decir, la mujer de su defendido, en Crueldad intolerable (2003) es una plasmación modernizada y en clave de comedia de la tragedia Romeo y Julieta, de Shakespeare.
The Ladykillers (2004) es un remake de El quinteto de la muerte (1955), de Alexander Mackendrick, pero también un homenaje a Edgar Allan Poe; No es país para viejos (2007), basada en la novela de Cormac McArthy, son fragmentos de apocalipsis; el patético personajillo en Un tipo serio (2009) no es otra cosa que una versión agridulce de la tortura kafkiana y el bíblico Libro de Job; y, entre otras referencias que sin duda se me escapan, True Grit, basada en la novela de Charles Portis, es algo más que una película del Oeste: es una representación de la Santísima Trinidad: Padre (Jeff Bridges, que además tiene sólo un ojo, según es habitual en las imágenes de dios en el mundo cristiano), Hijo (Matt Damon, a quien hacen pasasr a una pasión los forajidos) y Espíritu Santo (la niña interpretada por Hailee Steinfeld). También tenemos en True Grit, o Valor de Ley en la traducción española del título, a los pecadores, personificados por Tom Chaney, el personaje a que da vida Josh Brolin, pero no quiero extenderme más en estas consideraciones.
Pues bien, El gran Lebowski, anterior a todas las arriba mencioandas, está arropado por el entramado filosófico materialista que caracterizó a gran parte del siglo XIX, sobre todo a su segunda mitad, y que todavía sigue vivo en sectores muy importantes de las sociedades contemporáneas. Que vamos a ver, que yo no pretendo derribar la lectura literal de esta película, un argumento que la ha convertido en uno de los grandes iconos del freakismo, pero si un largometraje se inicia con la voz en off de una madeja rodante de espinos en el desierto de California, que además se erige en la voz narrativa de los acontecimientos, necesariamente hemos de pensar en algo que vaya más allá de lo que las escenas en sentido estricto nos muestran.

Desde luego, como digo, no figura entre mis intenciones el derribar las sugerencias que los hechos en sí han despertado y siguen vivos entre los clubes de adoradores de esta película, pero creo que hay algo más. Creo que las diferentes acciones que se suceden en El gran Lebowski obedecen a esa voluntad tan coeniana de vincular sus filmes con los grandes momentos del pensamiento o de la creación.


 Porque, vamos a ver, ¿a quién nos recuerda la estética de Jeff Bridges en su papel del Lebowski Nota? Obviamente a Carlos Marx, cuyo antagonista, el desencadenante de toda la trama es el Lebowski Capital. De hecho, en el primer encuentro que mantienen ambos, el Capital le dice al Nota: “Tu revolución ha terminado”, siendo así que en la elegía que Friedrich Engels dedicó a Marx le consideró como la encarnación del espíritu revolucionario. El desprecio, en las palabras y en las acciones, del Nota al capital también me parece muy elocuente. Por ello, en la primera escena le vemos firmando un talón de 0,69 dólares en un supermercado por un cartón de leche, que ya se ha medio bebido, vestido con albornoz y gayumbos, lo que me parece una burla ingeniosa del sistema. Nada que ver con el prêt-a-pòrter.
Con todo, conviene que nos situemos en lo que los hermanos Coen pretenden, puesto que no se trata de trasladar estrictamente a las pantallas de finales del siglo XX la efervescencia ideológica de la segunda mitad del XIX. No se trata de una adaptación a nuestros días de las vicisitudes filosóficas y vitales de los grandes pensadores decimonónicos. Lo que estos cineastas acometen en este filme, así como en gran parte de su producción, según hemos enumerado más arriba, es una fantasía inspirada en grandes obras, corrientes de pensamiento o personajes que han significado algo así como puntos de inflexión en la Historia de la Humanidad. 


Pongamos un ejemplo de todo punto esclarecedor, pues en determinado momento, en la bolera donde se sucede gran parte del filme, como si de la Acrópolis ateniense se tratara, se suscita una confusión explicita entre John Lennon y Vladimir Ilich Uliánov, alias Lenin, cuando el Nota afirma que si buscas a la persona que se beneficia de algo, entonces descubrirás quién ha causado una situación. Lenin-Lennon: tampoco estuvieron tan lejos ideológicamente.


De manera que, los Coen se inspiran muy libremente en el caldo de cultivo que constituyeron las filosofías positivistas para desarrollar su película y si Marx estuvo acompañado durante toda su andadura socialista por Engels, el Nota lo está por Walter Sobchack, interpretado por John Goodman. Pelo corto y barba larga muestra Engels en las fotografías que se conservan de él, pelo a cepillo y barba corta Walter en el filme. Eternos descontentos ambos, partidarios también de la acción directa contra las injusticias cotidianas. Alemanes fueron Marx y Engels, alemanes son los nihilistas de El gran Lebowski, y alemanes son los sueños eróticos del Nota, que se pueblan de algo tan nibelungo y tan wagneriano como las walkirias.

Demasiadas coincidencias se me antojan como para ignorar la proyección filosófica de la película que nos ocupa, recreación libre de las ideas que bulleron en la Europa del XIX.
Podemos seguir con las referencias culturales que sostienen esta producción, puesto que no podemos ignorar la raíz judía del comunismo. Recordemos simplemente que tanto Marx como Engels eran judíos y que Walter en El gran Lebowski profesa de manera radical esa fe hasta el punto de observar rigurosamente el descanso de los sábados, que tan sólo puede vulnerar en casos de vida o muerte.


El Nota y Walter forman equipo de bolos junto a Donny, constantemente inseguro incluso de las cuestiones más obvias. Pues bien, ¿quién fue el gran compañero de pensamiento de Marx y Engels? Hegel, cuyo bucle dialéctico, tesis más antítesis nos da una síntesis, muy bien puede haber sido parodiado por los Coen en la fragilidad mental de Donny.

Debemos aludir asimismo al crack de la bolera, al superhombre del torneo, interpretado por John Turturro, que funciona a caballo entre Zaratustra y el vértigo de situarse más allá del bien y del mal, todo lo cual ha de recordarnos a Nietzsche. No en vano se llama Jesus y viene aureolado por una de las más repugnantes perversiones sexuales: la pederastia; lo cual enlaza con el Anticristo, que es el título y el tema de otro de los libros del controvertido filósofo alemán: “Sin música, la vida sería un error” es una de las citas más amables de esa obra y la música, precisamente el “Hotel California”, de los Eagles en la versión libérrima de los Gipsy Kings, es quien preside la escena cuando Jesus derriba de manera infalible todos los bolos en su turno de juego. Esa canción, además, constituye algo así como la columna vertebral de los temas de la película de Ethan y Joel Coen: coguionistas, Ethan productor, Joel director. Sin olvidar que la estética de Turturro es bastante mefistofélica: si es que al anticristo Jesus sólo le falta coserse el nombre boca abajo en la camisa.


¿Por qué esa canción en concreto fue la elegida como eje de la banda sonora? Pues quizá porque todo transcurre en Los Ángeles, es decir, en el estado del oso sereno, bucólico. Quizá porque se quiso ofrecer una imagen de California como metáfora del mundo. Quizá porque esa versión en concreto, con marcados destellos flamencos, simboliza la fusión de las dos grandes corrientes culturales en el estado cuyo lema es “Eureka”, extensible a todo el sur de los Estados Unidos: la anglosajona y la hispana. Quizá nada más que porque les gusta a tan creativos hermanos. O quizá un poco por todo lo anterior.
Ya hemos mencionado a los nihilistas, que en la película de los Coen aparecen ataviados con estética ninja, y podemos aludir también a otros movimientos ideológicos importantes de finales del siglo XIX o principios del XX, como fueron las mujeres sufragistas que se plasman en la libertad artística y vital de Maude, interpretada por Julianne Moore, e incluso creo apreciar un guiño a Freud y el psicoanálisis en la estética fálica de Jackie Treehorn, productor de películas pornográficas, interpretado por Ben Gazzara. Un nombre totalmente intencionado, puesto que “tree” en inglés singifica ‘árbol’, mientras que  to be horny” es una manera coloquial en Norteamérica para decir ‘estoy calentorro’ o ‘tengo una erección’.
No encuentro referencia alguna en El gran Lebowski a la encíclica Rerum novarum, de León XIII, pero quizá es que no he sabido verlo, como sin duda se me habrán escapado otras muchas opciones y referencias a lo que ha sido la cuna ideológica de la sociedad actual, recreada de manera libérrima por los Coen.
Ah, bueno, sí, un detalle más cabe añadir al análisis de ese grandioso filme, pero éste ya de ámbito general, que he mencionado de pasada en los párrafos anteriores, y es que de la misma manera que los griegos tuvieron una Acrópolis para inventar la democracia y los gimnasios para debatirla; los romanos, el Foro; los árabes, los baños, auténticos centros sociales y de poder de la época; y, en fin, en el té de las cinco en la sociedad victoriana, o los castizos casinos hispánicos en la península; los Coen han cometido la osadía de trasladar el epicentro de su diálogo trascendental a una bolera, muy populares todavía a finales del siglo pasado, prácticamente desaparecidas en la actualidad, y bien que lo siento.


Como una piedra rodante, es la imagen existencial de Bob Dylan. Como una bola rodante, la de los Coen. La vida gira como esa bola y derriba bolos con aspecto antropomorfo.
Por todo ello, considero que El gran Lebowski es la manera personal y cotidiana que eligieron Ethan y Joel Coen para configurar en nuestros días lo que fue el nacimiento de las sociedades occidentales tal como las entendemos hoy.


Francisco Javier Rodríguez Barranco

viernes, 6 de noviembre de 2015

ARIGATO GOZAIMASHITA EN "UNA PASTELERÍA EN TOKIO"



            Cuando uno está en el otro extremo del mundo, no exactamente en nuestras antípodas, pero sí bastante lejos (“En el Japón, miá questá lejoh el Japón”, como decían los de No me pises, que llevo chanclas), es el mes de diciembre y hace un frío que pela, vosotros me vais a disculpar, queridos hermanos, pero lo que más se agradece es una sonrisa de oreja a oreja multiplicada por el número de camareros que tenga la cafetería o el restaurante, una sonrisa coral, por lo tanto, y estas palabras: “Arigato gozaimashita”. Acto seguido, como por arte de birlibirloque aparecerá delante de tu entumecido rostro un té, pidas algo o no pidas nada. Simplemente por el hecho de haber entrado en esa cafetería (salvo que sea un Starbucks) o restaurante (salvo que sea un McDonald’s). Luego pides algo, pues claro que pides algo, si lo que tú quieres es que esa amabilidad no se acabe nunca.

            Y puede que sí, que vale, que no se trata de una sonrisa sincera, y que probablemente detrás de ella se ocultan estrategias comerciales. Probablemente, no: seguro. Pero cuando, insisto, estás en la condiciones supradicta, lo que más se agradece es un gesto de cordialidad. Porque en Japón ocurren esas cosas, que la más rabiosa modernidad cohabita con las modalidades más tradicionales de vida. Muy ostensible en Kioto, pero también en Tokio, donde una misma zona, el barrio de Harajuku, donde el barroquismo cospley comparte espacio con un parque donde se celebran las bodas de siempre, con sus kimonos y trajes de toda la vida. Tan ricamente.
 
           Bajo esas premisas, acaba de llegar a las pantallas españolas Una pastelería en Tokio (2015), de Naomi Kawase, que abrió el Festival de Cannes, dentro de la sección “Una cierta mirada”, y ha formado parte del Festival Internacional de Cine de Toronto (TIFF), así como de la Semana Internacional de Cine de Valladolid (SEMINCI), donde fue galardonada con la Espiga de plata a la Mejor dirección, un dato que, por la proximidad en el tiempo, no ha sido posible trasladar aún a la cartelera del filme.

            Sin embargo, no ha sido en Valladolid donde pude verla, puesto que se proyectó en el la primera mitad de la SEMINCI, siendo así que yo me incorporé en la segunda, sino ya en las pantallas una vez que ha iniciado su andadura en la exhibición en nuestro país.

            Varias son las maneras de aproximarse a esta película, que además serían válidas, como un análisis de tres generaciones diferentes personificadas por la anciana Tokue, Sentaro, el encargado de una microtienda de dorayakis, que debe andar por la treintena, y una adolescente escolar, con su uniforme académico incluido. Nos hallaríamos así ante un entramado que conjuga pasado, presente y futuro, respectivamente, totalmente aceptable, como digo, lo cual además nos permite una estructura alrededor de los tres ejes cartesianos esenciales. Pero prefiero abordar mi análisis desde otro punto de vista.


             Y es que, efectivamente, ¿qué cabe espera de una película que se inicia con el esplendor de los cerezos en flor en un barrio de Tokio? Belleza, belleza y belleza, es decir, belleza, que no sé si he mencionado ya. Porque el argumento se puede resumir en muy pocas palabras: una anciana de 76 años que padeció una terrible enfermedad en su adolescencia (no voy a desvelar cuál) empieza a trabajar en un minicafetería de dorayakis, cuyo encargado es el treintañero al que hemos aludido más arriba, y una de sus más fieles clientes es la escolar, de la que también hemos dicho ya algo. Y ya está: a pesar de que el filme está basado en una novela de Durian Sukegawa, el guion básicamente no tiene más acciones que las anteriores.

  
          Ahora bien, si Kawase ha sido galardonada con la Espiga de plata de Valladolid es por algo, y ese algo es, por ejemplo, el rodaje en primerísimos planos, más próximos a los actores que los de Yasujiro Ozu, quien, como es de sobra conocido rodaba mediante un objetivo exclusivo de 50 milímetros, que es lo que más acerca la óptica fotográfica al ojo humano. Algo hay de esto en Una pastelería en Tokio, pero los planos son mucho más cercanos y se graban en no pocas ocasiones de abajo arriba, puesto que la cámara tiene que buscar su ángulo en un espacio mínimo, como es el establecimiento donde Sentaro hace sus dorayakis.
  
          La película se sostiene sobre la poderosa presencia del repostero, que no prodiga precisamente en palabras, sino que su elocuencia se transmite en la mirada, los gestos, su actitud, en general. El texto más largo que le recuerdo es el de una carta que escribe a Tokue, que no es un diálogo, evidentemente.

            Muchos planos, así mismo de hojas de árboles que van cambiando de aspecto según transcurren los meses, porque esta es la lectura con la que me quiero quedar: “Estamos aquí para ver y para escuchar”, manifiesta Tokue en un momento dado, y de la plasticidad del filme se infiere fácilmente que se refiere a ver y escuchar la naturaleza. Acompañado todo ello por una maravillosa banda sonora a cargo de David Hadjdaj.


          Porque este largometraje podría ser muy plañidero, dado que nada más plañidero que una historia plañidera. Sin embargo, no es ésa la intención de Kawase. Nada más lejos de la realidad: la directora japonesa recoge una historia tristísima para sublimarla en un poema de amor a la vida, fusión telúrica, pequeños placeres naturales, incluso en una de las ciudades más tecnificadas del planeta, si no la que más.

            Confieso que he vivido se titulan las memorias de Pablo Neruda y ése es el objetivo final que al que nos dirigen los textos de autoayuda (confieso que he leído uno) (sólo uno) (no voy a decir cuál). Con otras palabras, que la conciencia de la muerte nos anime a vivir mientras esto dure, que al final de nuestros días podamos mirar hacia atrás y comprender que hemos vivido, la vida que nos ha tocado vivir, pero vivido.


            Eso es, en definitiva, lo que quiere transmitirnos Kawase en Una pastelería en Tokio: el sentimiento hermoso de la vida.

            ¿Polvo somos y en polvo nos convertiremos? Ja, ja, qué risa, tía Felisa. Perdona, pero no: naturaleza somos y en naturaleza nos convertiremos.


Francisco Javier Rodríguez Barranco