miércoles, 30 de diciembre de 2020

VIA CRUCIS AFRICANO EN 'AZALI'

 



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Dentro del panorama fílmico africano actual no podemos ignorar la ghanesa Azali (2018), de Kwabena Gyansah, precandidata para los Oscar en la categoría de Mejor película extranjera y una cinta donde su protagonista, una adolescente llamada Amina, interpretada por Asana Alhassan, es como una cámara imparcial que recorre gran parte de las lacras que azotan África. Todo arranca con una proposición de matrimonio concertado por parte de un amigo del abuelo, ya muerto, de Amina, que quiere convertirla en su cuarta esposa. A partir de ahí, la joven viaja desde Zebilla, una aldea en la frontera con Burkina Faso hasta Accra, pasando por Tamale, es decir, recorre Ghana de norte a sur, y será testigo de prácticamente todo: la venta de niños, el internamiento sin salida en centros de acogida, la explotación infantil en situaciones que tienen mucho de dickensianas, la prostitución, la violencia, las agresiones sexuales a mujeres, los embarazos no deseados. En resumen, toda una radiografía social de un país que, como tantos otros en África, ha sido condenado por el hombre blanco a la miseria.

        Si nos centramos tan solo en una de esas lacras, las bodas impuestas, sin duda, lo que más repugnancia inspira es la variante de los matrimonios infantiles, de los que se ocupa UNICEF en diferentes artículos e informes, como el titulado “El matrimonio infantil en el mundo”, donde ofrece estadísticas nítidas fechadas el 11 de febrero de 2019[1], y que enumeramos a continuación, referidas no solo a África:

Alrededor de un 21% de mujeres adolescentes se han casado antes de cumplir 18 años.

650 millones de niñas y mujeres que viven en el mundo se casaron siendo niñas.

12 millones de niñas menores de se casan cada año.

El matrimonio infantil prevalece en el África subsahariana, donde un 37% de las niñas se han casado durante su infancia. Ese porcentaje es estremecedor en países como Níger (76%), República Centroafricana (68%) y Chad (67%).

Sí es posible eliminarlo, pues durante la última década se han evitado 25 millones de matrimonios infantiles, sobre todo en Asia meridional.

No obstante, concluye UNICEF que es necesario acelerar el proceso, pues de aquí a 2030 podríamos tener más de 150 millones de niñas casadas antes de cumplir 18 años.



El comité español de la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) también se ha manifestado al respecto mediante el artículo de enero de 2019 “El matrimonio forzado, una lacra en pleno siglo XXI”[2]. Recuerda, por ejemplo que los últimos 100 años han supuesto un avance extraordinario en la extensión de los derechos humanos y, particularmente, en lo referente a la  libertad de las mujeres en casi todo el planeta. Sin embargo, bien entrado el siglo XXI, sorprende ver la pervivencia de prácticas completamente contradictorias con el cumplimiento de los derechos más elementales, como el matrimonio forzado.

Aporta luego unas cifras muy similares a las que veremos luego al tratar los diferentes informes de UNICEF. 14,2 millones de niñas son obligadas anualmente a contraer matrimonio a temprana edad, 39.000 al día. Según, más de 140 millones de niñas menores de 18 años contraerán matrimonio entre 2011 y 2020. 50 millones de ellas tendrán menos de 15 años. Unos números alarmantes que  muestran a simple vista la gravedad de una situación escasamente conocida por el gran público.

Dos ejemplos de agencias internacionales, entre otros muchos que podríamos aportar, que permiten comprender lo espantoso del problema.


De regreso a  Azali, y en cuanto a la técnica cinematográfica, ha de resaltarse la gran belleza visual de las escenas rurales en claro contraste con la degradación que se muestra en la capital, las secuencias cortas, pues es mucho lo que se quiere mostrar y no hay demasiado tiempo para todo, o la escasa expresividad de Asana Alhassan, que quizá era lo que buscaba el director, que insiste una y otra vez en primeros planos de ojos inertes,  para que así este personaje pueda cumplir fielmente su función de espejo social. Amina mira y padece situaciones de extrema injusticia, pero no juzga: eso queda al espectador. Sin embargo, hay en su actitud un aura de impotencia, que no nos resulta demasiado esperanzador.

     El resultado final es una película con una gran carga emotiva. Una ficción con valor documental, algo, por cierto, bastante frecuente en el cine africano, que no pretende, sin embargo, recrearse en la dicotomía simplona de la bondad natural en la aldea frente a la perversión del artificio urbano, puesto que en el medio rural suceden cosas horribles, como los matrimonios concertados de viejos con niñas, la venta de niños o el rechazo de las madres solteras, pero del lirismo con que Gyansah ofrece las imágenes de la aldea, acompañadas por una impecable banda sonora, frente a la putrefacción moral en la ciudad, donde el hombre no es un lobo para el hombre, sino que el hombre ha dejado de ser hombre, el director de Azali pretende, a mi entender sintetizar la realidad del África subsahariana, una gigantesca región del mundo a la que los europeos desposeyeron de sus tradiciones, pero no las sustituyeron por otras nuevas, que dentro de lo malo, no hubiera sido lo peor, sino que los colonizadores dejaron detrás de sí la corrupción humana por los grandes vicios, como el alcohol, las drogas, la prostitución o la violencia, unos virus para los que las gentes de la metrópoli ya estaban inmunizados, pero no así las tribus africanas.


¿Y Amina? ¿Qué tipo de mujer representa Amina? En mi opinión, este personaje es como un lienzo donde se pintan todas las perversiones que lastran a la sociedad africana. Todo ese cúmulo de lacras que enumeramos antes (matrimonios concertados, prostitución, embarazo no deseado, etc.) pasan por su vida. Por eludir un matrimonio concertado, la madre la vende y a partir de ahí su vida es un rosario de desgracias. Una joven impotente ante tanto horror. Una infancia robada. Un chica, pues, a cuyos ojos, de tanto ver, ya solo le quedan lágrimas y a veces ni eso.

Fco. Javier Rodríguez Barranco



[1] Véase en https://www.unicef.org/es/historias/el-matrimonio-infantil-en-el-mundo. Consultado el 29 de diciembre de 2020.

[2]Véase en https://eacnur.org/blog/matrimonio-forzado-siglo-xxi-tc_alt45664n_o_pstn_o_pst/. Consultado el 29 de diciembre de 2020.

 


sábado, 26 de diciembre de 2020

PASADO, PRESENTE Y FUTURO EN 'ADAM'


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             En alguna ocasión anterior hemos comentado la película Sofía (2018), de Meryem Benm’Barek, cuyos hechos se desarrollan de Casablanca y en esta ciudad también se sitúa la acción de Adam (2019), de Maryam Touzani, que lleva a la pantalla una experiencia autobiográfica y comparte con Sofía algo más que la ciudad donde se desarrolla la acción, así como la proximidad en el año de rodaje, pues ambas películas tratan el tema de los embarazos no deseados en Marruecos, una cuestión que pudiéramos extender a los demás países musulmanes. Estas dos producciones también se hallan unidas por ser marroquíes las realizadoras.

Una vez establecido el nexo entre en esta pareja de filmes, procede ahora considerar lo que los diferencia o, por mejor decir, lo que individualiza Adam.


Podemos empezar por el espacio físico de la cinta de Touzani dado que esta directora opta por centrarse en lo más profundo de la medina baidaní, de tal modo que muchas veces el espectador se siente transportado a un momento situado hace varios siglos: apenas la indumentaria masculina en las escasas apariciones de hombres en este largometraje o la de la niña Warda, de la que luego hablaremos, nos sitúan en la actualidad. Una sensación de viaje en el tiempo que se potencia cuando comprobamos que casi toda la trama transcurre en interiores a los que la directora ha dotado de una inmensa plasticidad que recuerda a La lechera, de Johannes Vermeer, o cualquiera de sus pinturas de la intimidad familiar holandesa en el siglo XVII, pues, en efecto, son tonos terrosos los que imperan en Adam con gran protagonismo del marrón, obviamente. La cámara se demora en mostrarnos la fabricación de dulces o las escenas de puertas para adentro: con tanta delicadeza nos muestra la realizadora esos momentos que es como si los propios colores nos contaran la historia.


           Bueno, ¿y quién habita en esta casa? Inicialmente dos personas: Abla, la madre, y Warda, la niña de 8 años a la que ya hemos aludido. A ellas se une Samia, que busca un rincón para bien parir y, quizá porque estoy redactando estas líneas en el mismísimo día de Navidad, algo hay en esa situación que me recuerda la vivida por la Sagrada Familia en Belén, según cuenta el Evangelio, pero sin san José en el caso de Adam.


Y ese es el triángulo en que se inscribe una trama que parece ser alegoría de los tres ejes temporales: el pasado doloroso personificado por Abla, un futuro esperanzador en Warda, que estudia y hace los deberes escolares en casa, como debe hacer cualquier niña en una sociedad que aspire a modernizarse, pero nos hallamos también con el presente nada halagüeño que nos ofrece el personaje de Samia, portadora de futuro, sí, pero de un futuro contaminado por un pecado terrible en el mundo que le ha tocado vivir: un embarazo sin matrimonio. Una situación que recuerda al harén, entendido como rincón íntimo reservado a las mujeres, sin connotaciones sexuales, ni en sentido estricto, pues ellas pueden entrar y salir de casa cuando quieran, pero sí que hay en esa convivencia un ambiente de harén, reducida la presencia del hombre a lo mínimo imprescindible en labores subalternas. Abla es quien menos pisa la calle y desde su posición en la pastelería (un hueco cuadrado en la pared) se limita a charlar con los vecinos que se acercan a comprar dulces y a observar.


      Así, pues, dentro de ese armazón, el personaje que más riqueza de recursos ofrece es  Abla, interpretado de maravilla por Lubna Azabal, de origen marroquí y español nacida en Bruselas y que ha consolidado una carrera internacional en Francia, Estados Unidos e incluso en Todo pasa en Tel Aviv (Tel Aviv On Fire en el título original), una coproducción de Luxemburgo, Francia, Bélgica e Israel, donde da vida a una superestrella en una teleserie palestina de espías. En la película que nos ocupa, Abla se mueve entre la dureza y la ternura, que es lo que poco a poco se va imponiendo. Se trata de una mujer que perdió a su marido en un accidente laboral, por lo que tuvo que ser ella por sí sola quien se hiciera cargo de su vida y de la de su hija, y no es que la sociedad darelbaidí le imponga un sufrimiento perpetuo, algo así como el final de su femineidad, es que ella en su fuero interno no ha superado el duelo por la pérdida del esposo. Sin embargo, la gravidez de Samia le devuelve las ganas de vivir y el deseo de volver a sentirse guapa. Incluso tiene un pretendiente: Slimani, a quien, a fuer de ser sinceros, no concede demasiada importancia.


¿Y Adam? Porque Adam es nombre masculino y además el título de la película. Bueno, Adam, ya lo habrán adivinado ustedes, es el nombre que se pone al recién nacido bebé. Adam, o Adán en español propio, ocupa también una posición privilegiada en el islam, pues se considera que fue el primer ser humano en la tierra y, por lo tanto, el primer nabi o profeta. De manera que judíos, cristianos y musulmanes convergen en una misma persona como origen de la humanidad e incluso en el Islam se habla de Hawa, Eva, la primera mujer, la madre de la humanidad. Pero en esto sí difiere el Islam de las otras dos grandes religiones monoteístas, pues para los discípulos de Mahoma el primer hombre, Adán, es una figura de reverencia.

Sin embargo, mezclando un poco todo eso, Touzani nos ofrece un Adam que desde su concepción acarrea el estigma del pecado original y por ello en todo momento Samia manifiesta su voluntad de entregarlo en adopción y evitar así que  tenga que arrastrar durante toda su vida la vergüenza por las culpas de la madre: de hecho, al principio se niega a ponerle nombre o a darle el pecho para no encariñarse con él. De ahí que la principal tensión dramática del filme se articula alrededor de esa cuestión: si Samia entrega o no a su hijo en adopción y yo, desde luego, no voy a desvelarlo: les corresponde a ustedes asistir a esta magnífica película.



Lo terrible, lo verdaderamente terrible a mi modo de ver, y que separa totalmente dos películas que tratan el mismo tema, Sofía y Adam, es que en la primera la amenaza que pende sobre la protagonista, es decir, la familia, en particular, y la sociedad, en general, se muestra explícitamente en pantalla, mientras que en Adam no se ven las personas que angustian a Samia. Para mayor abundamiento, el guion se construye de manera que nada sepamos de los padres de la joven o del progenitor del bebé, porque Samia se inventa toda una suerte de artimañas para estar lejos de su familia, al menos durante los meses en que el embarazo es evidente, lo cual en una película cargada de simbolismo como es esta ha de tener un valor, que según creo entender consiste en plasmar los terrores internos de la persona, almacenados como una penosa carga genética. Es el pánico a lo que no se ve, pero sentimos como muy real lo que amarga la existencia de los humanos. Un molde atrofiado de vida, un muñoncito de ilusiones contaminadas,  es lo que recibimos en cada gota de leche desde que nacemos y que poco a poco socava cualquier aspiración a la felicidad.

Fco. Javier Rodríguez Barranco

sábado, 12 de diciembre de 2020

EL PRINCIPIO ES MUJER EN 'THIS IS NOT A BURIAL, IT'S A RESURRECTION'

 






              El futuro es mujer defendía Marco Ferreri en la película homónima, pero el principio parece ser también mujer en This Is Not a Burial, I’ts a Resurrection (2019), de Lemohang Jeremiah Mosese, una película cuyo título no se ha traducido aún al español, quizá porque no se prevé estrenar en nuestro país, pero que ha formado parte de la sección Hipermetropía, es decir, la sección oficial, de la 17ª edición del Festival de Cine Africano (FCAT), que, como sabemos, se celebra a caballo entre Tarifa y Tánger y que en 2020, a causa de la pandemia por coronavirus, se ha podido seguir también online.

                Los aficionados a este festival de cine, y debo reconocer que en mi caso es una adicción, pudieron disfrutar en la edición del año pasado de Mother, I Am Suffocating. This Is My Last Film About You, otra película cuyo título tampoco ha sido traducido al español: debe ser que nadie se atreve a tocarle ni una coma, y cuya sinopsis oficial es esta: “Una mujer camina por las calles de Lesoto llevando una cruz de madera sobre su espalda. Esta metáfora sobre un Jesucristo moderno en África es utilizada para llevar a cabo una reflexión sobre el exilio y la emigración en la actualidad”. Con otras palabras, África y la mujer para reflexionar acerca de cuestiones sociales, algo para lo que hallamos un paralelismo en la película que nos ocupa, pues la trama, digamos, tangible de This Is Not a Burial, I’ts a Resurrection consiste en el desalojo de una aldea para la construcción de una presa y el traslado de sus habitantes a la capital, lo que no deja de ser un eufemismo de las deportaciones de toda la vida.


                Esa es, como digo la línea argumental que hilvana la película, pero hay mucho más, porque ya de entrada se nos presenta a la protagonista Mantoa, superlativamente interpretada por Mary Twala, fallecida pocos meses después, concretamente el 4 de julio de 2020, como una anciana que ha perdido a su marido, todos sus hijos menos uno, sus nietos y el único hijo que le queda, trabajador en las minas de oro de Sudáfrica, muere cuando Mantoa le está esperando por Navidad, lo que subvierte la esencia evangélica de las celebraciones en esa fecha y nos sitúa ante la maternidad como el tema central de este filme.

                Mosese se vale para plantear su película de una de las cuestiones teológicas esenciales en Mother, I Am Suffocating.This Is My Last Film About You, según hemos mencionado más arriba, y lo mismo hace con This Is Not a Burial, I’ts a Resurrection, que está llena de elementos cristianos: sin ir más lejos, en una cinta que proclama la resurrección en el título, un jinete asesinado, presuntamente por quienes tienen interés en construir la presa que destruirá la aldea, se llama Lázaro. Pero lo que verdaderamente refleja este director de Lesoto en estos dos largometrajes es el difícil acomodo de los dogmas occidentales en las creencias ancestrales de un continente donde según todos los antropólogos nació el ser humano. Dicha aldea, además, se denomina Nazaret, que no fue donde nació, con arreglo a las Sagradas Escrituras, pero sí donde creció Jesucristo.


                Es la madre, la madre en sentido abstracto cuando esta tiene ya 80 años y su periodo fértil finalizó hace varias décadas, pero es la madre y su potencial gestante lo que interesa a Mosese, todo ello en relación directa con la tierra, pues es la maternidad telúrica lo que verdaderamente protagoniza esta película. Todo ello, en claro contraste con el agua que anegará la aldea y que una vez más muestra el pensamiento subversivo de este director, pues si la Navidad trae la muerte, el agua, que científicamente es el origen de la vida, también.

                La tierra, en cambio, se nos ofrece como germen de vida, una virtualidad para la existencia que se pretende secar con agua, valga el oxímoron.


 

              Desde el punto de vista fílmico, la película se presenta como un relato de alguien que fuma algo en un café. No se trata de una voz en off, sino que cada vez que se concede la palabra a ese narrador, se le muestra en un primer plano de la cabeza, que ocupa toda la pantalla y que nos desvela desde la primera imagen dos cuestiones fundamentales: la zona donde se asiente la aldea era conocida por sus primitivos pobladores como la Llanura del Llanto, que también recuerda a ese Valle de Lágrimas en que penamos los humanos, con arreglo a los preceptos bíblicos, y en ese lugar los muertos entierran a sus propios muertos: desolación y muerte más allá de la muerte, que necesariamente ha de recordarnos a Comala, el llano calcinado y las regiones espectrales de Juan Preciado y Juan Rulfo en la novela Pedro Páramo: un inmenso vacío con toda la fuerza de la maternidad extinta.

                La anciana cuida primorosamente al enterrador agonizante, pues quiere que sobreviva para que cave su (de ella) fosa. De hecho, la razón por la que Mantoa se niega a dejar esas tierras es porque en ella están enterrados los muertos desde que la aldea es aldea, incluidos los que cayeron en las guerras anticoloniales. Muertos que nos hablan y vientres ya inertes: por ello, así como por lo argumentado en los párrafos anteriores, no me parece aventurado sostener que Mantoa es África, alegoría pura de un continente al que se le ha privado incluso de derecho de llorar a quienes les precedieron. De la misma manera, por ejemplo, por traer otro símil de la literatura hispanoamericana, Alejandra es Argentina en la novela de Ernesto Sábato Sobre héroes y tumbas, un contexto legendario y luctuoso que, ya lo hemos mencionado, constituye la idea central de This Is Not a Burial, I’ts a Resurrection.


              En cuanto a la parte técnica, muy poderoso es el azul de las fotografías interiores, un color que evocaba la muerte para Lorca. Por otro lado, la cinta de Mesoso se articula sobre el llanto sin lágrimas de Mantoa y el gran poder de unas imágenes que narran mejor que los diálogos. De hecho, casi que las palabras sirven más que nada para afirmar al espectador en lo que ya ha visto sin texto. Al final de la película Mantoa se ofrece desnuda a la muerte en un diálogo mudo cargado con todas las elocuencias del silencio: es la confirmación de un final que impera desde la primera secuencia. Mas, ¿cómo se puede acabar con lo que nació terminado?

                La conclusión, por lo tanto, no puede ser más evidente: compartimos con Ferreri la afirmación de que el futuro es mujer, pero si no hay principio, si la maternidad se seca, difícilmente habrá futuro. Poco porvenir espera a una sociedad que se desarraiga hasta el extremo de perder sus mismísimos orígenes.

Francisco Javier Rodríguez Barranco