Al paño fino
en la tienda una mancha le cayó dice una de las Siete canciones populares españolas, de Manuel de Falla y eso es
precisamente lo que parece que quiere transmitirnos Ruben Östlund con Fuerza mayor (2014), una película
pluripremiada, entre cuyos galardones cabe destacar el Premio del Jurado (“Un Certain
Regard”) en Cannes, o el de la Crítica de Chicago a la Mejor película
extranjera.
La película
consiste en las vacaciones de una familia sueca en los Alpes y se inicia como
cabe esperar que se inician las situaciones en la alta burguesía europea: con
unas fotos turísticas familiares en la nieve (no podemos olvidar que el título
original es Turist). Y se estructura sobre los sucesivos días de
esquí.
Tan simple como eso, tan convencional como eso: padre, madre, hijo e
hija disfrutando de una semana blanca.
Pero con la
misma sencillez que se inicia y se estructura, sucede un hecho, que también
forma parte de la normalidad de las situaciones alpinas: una avalancha,
probablemente provocada, pero que alcanza dimensiones inesperadas, hasta el
punto de parecer una amenaza seria para la vida de la familia, así como de los
demás comensales que toman el lunch
en la terraza de un lujoso restaurante, con una vistas colosales, y no hay nada
que enfatice ese momento que puede ser trágico: ni música inquietante, ni
movimientos a cámara lenta, ni primeros planos de las expresiones de terror.
Nada de eso. De hecho, esa escena, que es la determinante de toda la película
está rodada con una cámara fija desde uno de los ángulos de la terraza, como si
la estuviera grabando un videoaficionado o un turista con teléfono móvil.
Y es que las
cosas suceden así en la vida real: un hecho que te cambia la vida, o que puede
cambiarte la vida, no viene envuelto por música agobiante, ni gestos para la
galería, ni nada por el estilo. Creo que todos hemos conocido algún tipo de
accidente en nuestras vidas, y los siniestros, en la jerga de las compañías de
seguros, suceden de esa manera: de la rutina se pasa a la tragedia sin solución
de continuidad. Personalmente, he conocido varias situaciones que pudieron
haber tenido consecuencias muy graves en la carretera, una de ellas en una
carretera de montaña con nieve, y no recuerdo que ninguna música premonitoria y
trascendental me acompañara en esos momentos. Como mucho lo que estaba
escuchando en el coche cuando se produce el accidente y que, concretamente, uno
sucedido en 1984 era “Los viejos rockeros nunca mueren”, de Miguel Ríos, como
es de sobra conocido. Esperemos que las ya superadas sean las últimas
experiencias cuasi-desgraciadas en la carretera.
Ésa es una
de las características técnicas del filme de Östlund y es que las escenas se
desarrollan con total pulcritud, de manera curiosa, muchas más en los
interiores del hotel, que en la nieve, y es que Fuerza mayor no es una película de peripecias esquiadores, sino de prospección
psicológica.
Y la otra que la música aparece cuando tiene que aparecer: las
personas comen, dialogan, o simplemente observan en silencio, del mismo modo
que ocurre en la vida cotidiana, salvo que estemos adosados a los auriculares
de un micromilimétrico equipo de música. Y dentro de esa música, un tema que se
repite con insistencia para marcar el paso de una escena a otra es El verano, de Vivaldi, lo que no deja de
ser una perversa paradoja del director en una película de ambiente tan
invernal.
Analicemos
ya, pues, el suceso esencial en este largometraje: una avalancha llega a la
terraza de un lujoso restaurante, como dijimos, y el padre huye, mientras la
madre se vuelca en el amparo de la prole, en lenguaje jurídico, lo cual introduce
en la película el debate sobre el miedo y el instinto de conservación, muy
acusado en el padre, subordinado al de protección en la madre.
De manera
que, sobre una situación idílica, sobre un paño fino, aparece una mancha, el
miedo del padre, o simplemente un acto reflejo por sobrevivir, que provoca la
desilusión de la madre sobre un hecho real, pero también un debate en otra
pareja (un colega en la cuarentena, divorciado y con hijos, y su pareja
veinteañera) sobre la hipótesis de cómo habría reaccionado él si le hubiera
sucedido lo mismo.
Sin embargo,
no es ésta una producción en la que se demonice a nadie, ni se pretenda una
dinámica de héroes y menos héroes, por lo tanto, villanos, o como poco
personajillos mezquinos. Nada que ver con una película de catástrofes
norteamericana made in Hollywood,
solucionada normalmente gracias a las portentosas cualidades físicas y morales
de uno de los protagonistas. De hecho, nada ocurre en el alud, nadie muere, ni
resulta herido, ni ocurren más desastres: el miedo se analiza con la misma
blancura que ocupa totalmente la pantalla en determinadas escenas de nieve, con
o sin niebla.
Ni tampoco
existe una moralina o un reproche al padre, que sólo se preocupa de salvar sus
guantes e ipad ante la inminencia de
la avalancha. Ni se quiere especular sobre una inversión de los roles clásicos:
el hombre como sostén y sustento de la familia, la madre…, bueno la madre, ya
sabemos cuál es el rol tradicional de las mujeres en las familias convencionales.
Ni se erige un monumento para mayor gloria del complejo de culpa: las cosas se
plasman tal y como son y el efecto que ello puede tener en una familia de
personas maduras en una película de textura madura. En Fuerza mayor no hay perdón porque no hay acusación. Seres humanos, en
definitiva. Un momento de debilidad, o de insensibilidad en el padre, y las
dudas, desilusión, que esto genera en la mujer.
A partir de
ahí, seguir caminando, continuar viviendo aureolados por nuestras limitaciones,
que nunca dejarán de sorprendernos. Tan sencillo como eso. Y respirar cada día
un aire cada vez menos viciado de dramatismos.
Francisco Javier Rodríguez Barranco
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