También
podía haber denominado a esta reseña “Momentos de una vida”, pero es ya de por
sí el subtítulo de la película y no me pareció bien utilizarlo. Porque
realmente Boyhood (2014), de Richard
Linklater, va de eso: imágenes familiares grabadas durante doce años y
“embutidas” en un filme de casi tres horas de duración en el montaje final,
según se ha exhibido, al menos, en las pantallas españolas. Y es que conocidas
creo que son ya, mis debilidades por relacionar cada largometraje que comento
con otros del mismo director o de género similar, pero no soy capaz de
encontrar un parangón exacto para esta producción de Linklater.
Si forzamos mucho
la comparación, podría argumentarse que algo del Warhol que rodó Imperio con una técnica tan simple como
colocar una cámara estática desde el amanecer al anochecer delante de Empire
State Building y que consiguió con ello una película de unas ocho horas de
duración, que para él en una entrevista que escuché era un proyecto totalmente
serio. En tal sentido, Boyhood sería
como una selección de una cámara rodando durante más de diez años. O podemos
relacionar el filme de Linklater con Birdman,
más que nada por el morbillo que provocó saber cuál de las dos películas sería
la triunfadora de los Oscars, siendo así que la de Iñárritu se llevó el gato al
agua: como se recordará, tan sólo Patricia Arquette consiguió el galardón a la
Mejor actriz de reparto en el largometraje estadounidense. Realmente me resulta
difícil concebir dos películas más disímiles, puesto que el mexicano apela a la
fantasía, mientras que Boyhood nos
ofrece fragmentos de realidad.
Así, pues,
lo que Linklater nor ofrece es la vida tal cual es y para ello se vale del
mismo elenco de actores durante todos los años que duró el rodaje, lo cual en
principio, si esta producción no gozara de otros méritos, significaría un
interesantísimo experimento de aproximar el cine a la vida, y no la deformación
fílmica de la vida a la que estamos tan acostumbrados.
Además de lo
anterior, me parece muy interesante que el director parece desaparecer detrás
de los planos y que sean los propios actores quienes hagan su vida, lo que se
traduce en una narración que deja muy atrás la simpleza de las emociones
epidérmicas de los telefilmes o teleseries familiares, pero tampoco pretende
desarrollar una crítica social tan habitual como respetable, de la que existen
infinitos ejemplos, particularmente claro en la filmografía de Sam Mendes con
producciones como American Beauty
(1999) o Revolutionary Road (2008),
con un Leonardo di Caprio y una Kate Winslet reivindicados al fin para la interpretación.
Muy al
contrario de lo anterior, la película de Linklater consiste en mostrar la vida
tal cual, sin moralinas, sin manipulaciones, sin desgarros innecesarios: simplemente
la vida. Tan sencillo y tan complejo como eso: la vida, momentos de vida, según
anuncia el subtítulo y ya hemos mencionado, en cuyo caso, lo que debemos
preguntarnos qué momentos de la vida interesan al director de Boyhood y en realidad descubrimos que la
película narra los eventos de cada día: matrimonios, divorcios, personas que
entran en nuestras vidas, personas que salen, problemas para pagar la hipoteca,
ilusiones, desilusiones, relaciones paterno-filiales, etc. En definitiva, los
hechos de que se compone el humano devenir: tampoco hace falta hurgar mucho
para descubrir una epopeya en cada vida: una de las supervivientes de los
atentados del 11-M comentaba que en el momento de la explosión iba pensando en
las cuestiones habituales: la lista de la compra, que tenía que recoger a los
niños a la salida de la escuela, e inquietudes por el estilo, porque en eso
radica todo, en acometer cada nuevo día con las menudencias que le son
consustanciales: no podemos vivir constantemente en la cresta de la ola.
En un
determinado momento, una profesora comenta a Mason Jr., ante la proximidad de
la universidad de éste, que se trata de un pánico excitante, para acto seguido
recomendarle que no se olvide el hilo dental, y en eso precisamente consiste
esta película: los detalles más cotidianos frente a las situaciones más
trascendentes.
Pero eso nos
permite mencionar otro elemento recurrente en Boyhood: la universidad, que sin duda en esta película constituye
es una metáfora de la vida. La madre, efectivamente, decide rehacer su vida
iniciando una licenciatura (ahora se llaman grados) y posterior master, para
convertirse luego en profesora; uno de sus maridos es profesor universitario;
la universidad se convierte en una escuela para la vida en Samantha, hermana de
Mason Jr; y precisamente las tribulaciones de éste de cara a empezar el College
le permiten iniciar y terminar el primer amor que se le reconoce en la
película.
Otro
elemento interesante son las constantes mudanzas que se dan en esta película,
donde la unidad familiar, por una razón u otra se ve impelida con regularidad a
cambiar de casa, bien por motivos laborales de una ciudad a otra, bien por
motivos económicos dentro de la misma ciudad, si bien todo ello dentro de
estado de Texas, lo cual es un símil del panta
rei heraclitiano: todo fluye y la vida es así: nunca podremos meter dos
veces la mano en el mismo río. Somos tiempo, hermanos, admitámoslo: somos
tiempo y tanta mudanza en el largometraje de Linklater apunta en ese sentido.
Pero, puesto que este filme se
desarrolla íntegramente en Texas, quiero permitirme otra reflexión, y es que
resulta extraño, por no decir molesto, que la única presencia mexicana en él
sea la de un fontanero micro-pícaro, sabiamente aleccionado por la sensatez
anglosajona para medrar en la vida y llegar a maître en un restaurante: los
mexicanos están ausentes en Birdman,
del mexicano Iñárritu, y prácticamente también en la Texas de Boyhood. Bueno, tampoco se puede pedir
que sean películas perfectas.
Donde sí llega con la crítica impasible de quien se limita a
presenta imágenes Linklater es a un momento en que Mason Jr. celebra su
decimoquinto cumpleaños y le regalan: el padre, un traje de chaqueta, camisa
azul y corbata incluidos, uniforme de los presidiarios del sistema; la madre de
la actual esposa del padre, una biblia con su nombre grabado en oro y las
palabras de Jesucristo impresas en tinta roja; y el padre de la actual esposa
del padre, un abuelito entrañable con peto vaquero de granjero, una escopeta
que le enseña a manejar candorosamente. Oro, incienso y mirra de la sociedad
más compleja que ha conocido la humanidad hasta ahora, pero una vez más
Linklater no se ceba en mostrar las pústulas del sistema, sino que se limita a
abrir la cámara y rodar con la naturalidad de quien sabe que las escenas no
necesitan mayor adorno.
Con todo,
adonde quiero llegar es al mensaje esencial de la película, que no es otro que
el de mostrarnos la vida tal cual es, it
is what it is, para transmitir la idea de la búsqueda de un sentido:
—¿Para qué sirve todo esto? —pregunta Mason Jr, a su padre en un
momento dado, precisamente antes de empezar la universidad, a lo que su padre
le aconseja que estudie lo que mejor le cuadre.
—Yo pensaba que había algo más —se lamenta la madre, cuando se queda
sola, para lo que no hay un consejo válido, al menos en la película.
Sin duda son
ésos, madre e hijo, quienes mejor representan la desorientación en este filme,
porque ésa es la idea central de Boyhood:
grabar la vida de cada día para constatar la confusión ante el verdadero
significado de todo esto que pretendemos que sea algo más que un respirar con
regularidad.
Al final,
después de doce años reales de rodaje y casi tres horas de largometraje, se
resuelve todo como una soberbia afirmación del presente y para ello lleva
Linklater a Mason Jr. a la inmensidad de coyote del desierto de Texas en el
primer día de universidad, acompañado de una nueva compañera para subvertir el
planteamiento básico, infinitamente repetido: no se trata del Carpe diem, no se trata de atrapar el
momento, es que el momento nos atrapa a nosotros.
Francisco Javier Rodríguez Barranco
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