sábado, 6 de febrero de 2016

LOS DOS AMORES DE ANGELINA EN "ANGELINA O EL HONOR DE UN BRIGADIER"



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           Aunque no puede considerarse en sentido propio la primera película sonora, sí que El cantante de jazz (1927), de Alan Crosland, con Al Jolson en el papel protagonista, significó el punto de inflexión definitivo para separar el cine mudo del cine sonoro y un gran éxito de taquilla para su productora, la Warner Bros. De ahí que la década de los treinta conociera el desarrollo definitivo de esa técnica y por ese motivo, así como por la inexistencia del doblaje, un importante elenco de dramaturgos, entre los que destaca Enrique Jardiel Poncela, y actores de habla hispana se desplazaran a Hollywood para poder rodar en español: hacían falta guionistas y actores con esa lengua nativa.


            Dentro de ese contexto se rodó en 1934 en los estudios de la Fox Angelina o el honor de un brigadier, con guion de Jardiel, extraída, evidentemente, de su obra teatral, pero a lo que el escritor añadió algunos diálogos, que han sido publicados por su nieto Enrique Gallud Jadiel dentro del libro El cine de Jardiel Poncela (Málaga, Ediciones Azimut, 2015), que constituye la primera edición de esos textos.

            La película fue dirigida por Louis King y protagonizada por Rosita Díaz, que pocos años después tuvo que exilarse definitivamente de España por ser nuera del Presidente de la República Juan Negrín, y José Crespo, quien conoció una vida de 96 años que abarca casi la totalidad de la centuria pasada. 

            Muchas son las maneras de acercarse al filme que nos ocupa, de las que me quedaré con dos: el absurdo sobre el código calderoniano del honor, representado por piezas como  El médico de su honra o El alcalde de Zalamea, y la dicotomía esencial entre el hombre de acción y el hombre contemplativo.


          En cuanto a lo ridículo de perder la honra en cama ajena, referido sobre todo a El médico de su honra, ya Valle-Inclán había emborronado los perfiles grotescos de la situación en Los cuernos de don Friolera.La cuestión básica es la misma que la planteada por Calderón y la escuela que le sigue[1]: ¿cómo recupera el honor un marido engañado? Y si en el sistema de valores que éstos defienden ello sólo es posible por la inmolación de los infractores, o como mínimo de la casada adúltera, lo que sensatamente cabe preguntarse es: ¿hasta qué punto el adulterio de la esposa empaña el buen nombre del marido, suponiendo que éste posea tal buen nombre?


¿Cómo una brutalidad del calibre de una venganza a sangre y fuego puede entenderse como la catarsis imprescindible? Y ahí sí que don Ramón aplica sin piedad el escalpelo esperpéntico. Recordemos sólo los siguientes detalles: el marido burlado es el teniente Astete, cuya moralidad en el control del contrabando del Cuerpo de Carabineros queda bastante en entredicho; jamona, repolluda y gachona son las gracias que adornan la beldad de la sin par Loreta, la dama casquivana, señora de Astete, mujer fatal que se muestra en todo momento como alguien bastante vulgar: cual Helena de Troya, por ella se moverían guerras en la telebasura de la España actual; y quien completa el trío es un barbero rapa-cadáveres: nada que ver con la arrogancia de un don Juan. Por eso, el marido burlado se lamenta: «¡Este mundo es una solfa! ¿Qué culpa tiene el marido de que la mujer le salga rana? ¡Y no basta una honrosa separación! ¡Friolera! ¡Si bastase!... La galería no se conforma con eso».

            La obra de Jardiel se parece más a El alcalde de Zalamea, por cuanto el supuesto honor perdido es el del padre de la doncella, pero el planteamiento es bastante cómico. Por ello, si tuviéramos que establecer alguna diferencia entre las piezas de Valle y de Jardiel, diríamos que en la obra de aquél la solemnidad de la muerte se ofrece como un juego ridículo de títeres, donde la grandeza de los momentos sublimes se recoge bajo las alas del canijismo, arropado todo ello por una sombra de amargura, mientras que en el teatro y guion cinematográfico de Jardiel, la tragedia no pierde el bueno humor (valga la paradoja) y la comicidad del absurdo se impone soberana.  


            De alguna manera la diferencia en los planteamientos entre Valle-Inclán y Jardiel sobre esa cuestión es la misma que separa los oscuros pesares de la Generación del 98 y el juvenil dinamismo de la del 27.

             La dualidad entre hombre contemplativo y hombre de acción se da en los dos amores de Angelina: Rodolfo, el poeta, y Germán, el seductor; muy clara en un momento central de la película donde ambos, ignorando que el otro está haciendo lo mismo, acuden con sendas escaleras a los balcones de Angelina, que es una monada y no se entera de nada, antecedente, sin duda, del tópico hollywoodiano de la rubia tonta, y mientras Rodolfo se entretiene lubricando los endecasílabos de un soneto, Germán sube a los aposentos de la joven y no cuento más para no desvelar la trama.

            Lo más importante es que la imagen del hombre contemplativo ha sido milenariamente considerada como una especie de primer motor inmóvil que anima la creación de Occidente, desde las visones de Homero, hasta las pesadillas de Poe, o los deseos adánicos de Moro y Swift; pero sólo así se comprende el aliento que vertebra la producción en esta zona del mundo. De lo que se trata es de acercarse al impulso último, generador de la tensión creativa, de esa subespecie de seres humanos a los que, de manera  convencional, denominamos artistas.


            En esos hombres, manteniendo un símil clásico, predomina la bilis negra, o el humor melancólico, pero eso no ha sido reputado por unanimidad un valor positivo, sino que sobre todo en la Edad Media, y con particular claridad Santa Hildegarda de Bingen en siglo XII establecía un contraste radical entre el temperamento sanguíneo que, según ella, se refiere a personas templadas y alegres, que cumplen todos sus deberes felizmente y con mesura, y la persona melancólica que es un tipo descrito con horrible claridad como un sádico arrastrado por un deseo infernal: uno que enloquece si no puede saciar su concupiscencia, y odiando simultáneamente a las mujeres que ama, las mataría con sus abrazos "lobunos" si pudiera.

            De manera que, contemplación vs. acción constituye uno de los grandes debates de la Humanidad desde la antigüedad grecolatina hasta nuestros días y lo que Jardiel acomete en su texto es el flanco hilarante de la situación, permitiendo un enfoque renovador de un tema tan clásico como la cultura misma.

Francisco Javier Rodríguez Barranco


     [1] Recordemos, por ejemplo, el amargo conflicto en que se mueve Don García en Del rey abajo, ninguno, de Rojas Zorrilla, cuando ha de optar entre la lealtad a la corona y el restablecimiento de su honor, que lo cree ultrajado por el monarca, contra quien no puede mover armas. Dice así en un punto del largo y elevado monólogo que cierra la Jornada Segunda, donde Blanca es la mujer del protagonista:

                        que las pasiones de un rey
                        no se sujetan al freno
                        ni a la razón, ¡muera Blanca!
                                   (Saca el puñal)
                        Pues es causa de mis riesgos
                        y deshonor, y elijamos,
                        corazón, del mal lo menos.
                                               (vv. 1647-1652)