Y ya es
casualidad que precisamente hoy en los Simpsons ha salido una caricatura de Thomas Pynchon. Se trata de un episodio en que Marge ha escrito una novela, busca el
apoyo de escritores reputados y entonces se ve a Pynchon bajo un cartel del
novelista más irreverente de América, tapada su cabeza por una bolsa de papel y
animando a la gente a hacerse fotografías con él. Porque Puro vicio (2014), de Paul Thomas Anderson, está basada en la
novela de Thomas Pynchon, si bien el título original de película y novela es Inherent Vice, lo que traducido al
español sería ‘Vicio oculto’ y se aproxima bastante más a lo que vemos en la
pantalla.
Estamos
acostumbrados a que los títulos traducidos al español de las películas
estadounidenses difieran bastante del original, como sucede en Con la muerte en los talones, cuyo
nombre en inglés es North by Northwest.
Otras veces se aproximan más, como en Loque el viento se llevó, que viene de Gonewith the Wind. Y otras incluso se deja el título tal cual, según es el caso
de West Side Story, por citar sólo
tres ejemplos muy conocidos. En el caso de Puro
vicio, la mala traducción aleja al espectador del verdadero objetivo del
filme, puesto que no se trata de una degradación de los hábitos, sino de vicios
ocultos, defectos intrínsecos, como la fragilidad de los huevos, o
malformaciones consustanciales al ser humano.
De manera que, no es por una
cuestión de puntillismo filológico (Wikipedia lo traduce por ‘Vicio propio’, lo
que me parece mucho más apropiado), sino que verdaderamente quien haya
oficializado el nombre en español ha hecho un flaco favor a este largometraje,
cuya esencia consiste en la inconsistencia de la naturaleza humana.
Nos
hallamos, pues, ante una película, cuyo hilo conductor es una triple investigación:
la del FBI, la de la policía de Los Ángeles y la del doctor Sportello,
psiquiatra de profesión e investigador privado a tiempo parcial. Pero esto no
tiene nada que ver con las novelas y cine negros, donde como ya he comentado en
alguna ocasión anterior, los buenos son malos que se cansaron de serlo; ni
tampoco se parece a los detectives escépticos del tipo Dave Robicheaux, el
protagonista de las novelas de James Lee Burke, para quien resolver un caso es
como apuntalar su turbio concepto de la vida sin esencia, comúnmente conocida
como existencia.
Muy al contrario de todo eso,
Sportello se trata de un hippy consumidor asiduo de todo tipo de drogas, salvo
heroína, que habita en un mundo de visiones esmeriladas, sin una idea clara de
cuál es su misión en la Tierra, y exhibe ufano sus pies negros de roña: por si
alguien tenía alguna duda, hay un primer plano de la planta que lo acredita
fehacientemente.
Interpretado con credibilidad por Joachim Phoenix, este,
digamos, detective (“No me digas que te han dado licencia de investigador”, se
escucha en algún momento del filme), no es ni valiente, ni arrogante, ni
especialmente lúcido, tampoco tonto, tenaz a su manera, pero por encima de
todo, más que un sabueso en sentido estricto, con seguridad en sí mismo y
astucia de lince, es un observador curioso por desbrozar la espesura en que se
mueven sus percepciones. No es un héroe, ni tampoco un anithéroe: simplemente
intenta mantener la dignidad desenfocada que caracteriza a las realidades
relativas.
En Puro vicio —qué me cuesta escribir el nombre en español— nos
situamos en uno de los momentos más críticos de los Estados Unidos de
Norteamérica, puesto que, por un lado, estamos todavía en el primer mandato de Nixon,
con el telón de fondo de la Guerra de Vietnam, tenemos una Hermandad Aria, en
cuyos postulados ideológicos no es necesario profundizar, así como un grupo
ultraconservador denominado California Vigilante, y en el otro extremo, los
Panteras Negras. La acción se sitúa en la costa californiana y tenemos también
una policía aburrida de pisotear derechos civiles y los escabrosos enjuagues
del FBI. Tampoco podían faltar la droga, la pedofilia y la prostitución, además
de los ligeros desajustes con las drogas a que hemos aludido antes.
Pues bien, no se trata de una
película contra Nixon ni contra el FBI, contra los nazis ni los
ultraconservadores, ni hay manifestaciones a favor o en contra de los Panteras
Negras. No hay olas surferas en el Pacífico y, de hecho, la presencia de este
océano en la peli se reduce a lo mínimo imprescindible. Tampoco constituye un
alegato desaforado contra la Guerra del Vietnam, ni existe moralina contra la
prostitución, las drogas o la pedofilia. Bueno, es que si se me apura, tampoco
parece muy relevante que triunfe o no la justicia, que triunfe o no un romance
larvado durante todo el filme.
La historia policial no es nada más
que la excusa perfecta para mostrarnos la sociedad de colgados que, imagino —no
he leído aún la novela—, pretende mostrarnos Pynchon en su libro.
El modo en
que se resuelve el caso se nos antoja poco verosímil, pero descubrimos, en
cambio, todo un enjambre de personajillos con una imagen difusa de la realidad,
en cuyas trascendencias lisérgicas se cruzan pasiones que pudieran ser
brutales, si no fuera porque entre ellas se navega —en este aspecto sí podemos
hablar de surf, aunque sea en sentido metafórico—, como si estuvieran
cabalgando sobre una ola moderada. Nada de grandes agitaciones. Nada de una
excesiva vehemencia. Incluso hay salpicaduras humorísticas, que consisten en
rizar la irrealidad, en momentos a priori
poco proclives para los gags. Y es
que, desde mi punto de vista, hay en el filme de Anderson una vuelta de tuerca
sobre el nihilismo del Nota, el personaje interpretado por Jeff Bridges, en El gran Lebowsky (1998), de los hermanos
Coen.
Lo dijo Descartes: ¿Y si un
geniecillo maligno se obstinara en que los sentidos, incluso mi inteligencia,
me ofrecieran siempre una imagen distorsionada de los objetos o de los
conceptos? Pues una cosa así es lo que transmitir Anderson en este
largometraje: la poca eficacia de la información sensorial, o una especie de
acorchamiento de las herramientas racionales, en un contexto social, donde han
desaparecido los grandes mitos: la película se sitúa en los epígonos del hippismo.
En cuanto a cuestiones técnicas, Inherent Vice se apoya en una sucesión
de primeros planos de Phoenix, con perfiles camaleónicos en ocasiones para
ajustarse al perfil en que se lleva a cabo su, digamos, investigación en
ambientes nocturnos o interiores artificiales. Incluso para las escenas diurnas
de exterior se ha buscado el mayor oscurecimiento posible. Tonos marengo en las
calles, muy alejados del sol radiante que espera uno encontrar en Santa Mónica.
La música también oscila entre los cristales afilados del impresionismo clásico
o las recreaciones psicodélicas, como no podía ser de otra manera en una
película de estas características. Todo ello para conseguir unas vivencias
dislocadas, un zigzag de las emociones, unas sombras que antes fueron hombres.
Será necesario, pues, leer con mayor
detenimiento a Pynchon, que pertenece al llamado Postmodernismo, una generación
surgida tras la Beat Generation, la
de Kerouac. Ginsberg o Burroughs, veteranos de la Segunda Guerra Mundial e
iniciados para la literatura en la posguerra, que a su vez “jubilaron” a la
Generación Perdida, la de Hemingway, Dos Passos o Steinbeck, entre otros
muchos, que conocieron la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión del 29,
pero también las frivolidades y la agitación creativa de los años veinte.
Francisco Javier Rodríguez Barranco
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