Si
tuviéramos que definir lo kafkiano en dos palabras, diríamos que es lo absurdo
trágico, un binomio del que los hermanos Coen se han quedado con el primer
elemento y han construido un cine basado esencialmente en lo absurdo cómico.
Para esta pareja de cineastas hemos de buscar constantemente referencias
literarias, sobre las que no voy a extenderme ahora, a la espera de que llegue
otra de sus películas a las pantallas españolas y entonces sí pueda extenderme
a mis anchas, y de esas referencias librescas tan habituales en el universo
coeniano, creo que las dos que más se aproximan a la película que ahora
comento, es decir, El gran hotel Budapest
(2014), de Wes Anderson, galardonada con el Premio BAFTA al Mejor guion, y cuyo
título debiera ser El Gran Budapest hotel,
pero bueno, son O Brother! (2000),
una personalísima e inspiradísima recreación de la Odisea, de Homero, y Unhombre serio (2009), donde el mundo kafkiano se plasma con el estilo propio
de los Coen, así como el Libro de Job,
de la Biblia, por lo esperpéntico de
la fuga de la cárcel compartido por El gran
hotel y O Brother!, y por la
impasibilidad ante el infortunio inevitable que se da en Un hombre y en el filme de Anderson.
Podemos
buscar otras muchas posibilidades de lo absurdo narrativo casi desde los mismos
orígenes del cine en las películas de los hermanos Marx, y para su complicidad
con la literatura, nada mejor que los guiones cinematográficos firmados por
Enrique Jardiel Poncela, que llegó a trabajar en Hollywood, y a quien pertenece
una de las frases más certeras sobre esta industria, cito de memoria: “Lo único
que importa de una película son los diez últimos minutos”.
Un componente absurdo, con esa
cosilla autodestructiva tan suya, hay en Toma
el dinero y corre (1969), de Woody Allen, como es de sobra conocido, así
como, igualmente conocido es el absurdo de Amelie
(2001), de Jean-Pierre Jeunet; y por supuesto en Amanece, que no es poco (1989), de José Luis Cuerda, que de alguna
manera significó el canto del cisne de la década de los ochenta. El flanco
sangriento del absurdo cómico lo constituye Quentin Tarantino.
Aunque
necesariamente, entre una fecunda filmografía, hemos de poner El gran hotel Budapest en relación con
la otra gran película de Wes Anderson: LosTenembaums. Una familia de genios (2001), tan deliciosamente construida que
cualquier atisbo de racionalidad parecería, por mera subversión de ideas, un
planteamiento absurdo. Repiten reparto dos actores con los que Anderson parece
sentirse a gusto de manera especial:
Bill Murray y Owen Wilson, si bien en el caso de El gran hotel reducidos sus papeles a poco más que cameos, pero ambas
pelis comparten el abundante reparto de actores, aunque no se puede hablar en propiedad de una película colectiva.
La naturalidad social de lo ilógico
en Los Tenembaums se corresponde con
la exquisitez de la incoherencia de El gran
hotel Budapest, una producción que se basa en unos escritos de Stefan Zweig,
por lo que vamos afilando el perfil de lo narrativo fílmico en clave
surrealista, entendido surrealismo no como en sentido propio lo definió André
Breton, sino como la propensión hacia las reflexiones en dimensiones
alternativas. El sello Anderson se aprecia así con claridad.
Básicamente, El gran hotel consiste en la exégesis de Mr.
Gustave, interpretado por Ralph Finney, gobernante del Gran Budapest, cuya personal
visión del mundo consiste en alabar el color de uñas de una duquesa muerta,
heredar un cuadro de dudoso mérito, filosofar-arengar a la plantilla del hotel
antes que empiecen a cenar, dejarse adorar y adorar a señoras de más de ochenta
años, siempre rubias, sexo incluido, o ejercer labores directivas en una
sociedad secreta de colegas en hoteles similares al suyo, arropado todo ello
por un estilo exquisito, algunos de cuyos ejemplos son: desear que tengan un
buen día a unos reclusos a los que acaba de servir un refrigerio; reflexionar
acerca de que una pelea en la que perecen los dos contendientes puede
considerarse como tablas; o saludar de la siguiente manera a la agresividad de
unos soldados, de cuya actitud no cabe esperar nada bueno, entre otras cosas porque
acaban de detener el tren donde viajan Mr. Gustave junto a Zero y Agatha:
—Nunca antes habíamos tenido el honor
de saludar a los Escuadrones de la Muerte.
Como muestra de una educación
primorosa. Sin ironía.
Y ése es otro de los enfoques válidos
para esta película: el trasfondo de la más cruel de las guerras, y es que no
olvidemos que El gran hotel Budapest
se construye sobre textos de Zweig. Sin embargo la película no es un alegato
pacifista, tampoco lo es bélico, evidentemente, sino que el conflicto armado,
así como otras muertes que se dan sino que las hostilidades, o el rigor
primitivo del sistema carcelario configuran el contexto adecuado donde se
despliegan los actos inconsistentes. Pongamos otro ejemplo: en un momento dado
alguien dispara en la balaustrada del primer piso del patio del hotel, lo que
provoca que todos los militares, compañeros en el mismo ejército, salgan de las
habitaciones a disparar, pero disparar por disparar, unos contra otros, hasta
que, sin dar crédito a lo que ves sus ojos, aparece el oficial de más alta
graduación, detiene el tiroteo y pregunta:
—
¿Pero
sé puede saber a quién están disparando ustedes?
De esa manera, cuando la violencia no
es fruto de una maldad deliberada, sino tan sólo la proyección de unas mentes
que no elaboran conceptos con la coherencia que debiera, se refuerza la idea
del ser humano como ente ilógico.
En definitiva, lo que este
largometraje nos ofrece es un profundizar en la naturaleza absurda del
individuo, más que un análisis histórico de la Segunda Guerra Mundial. Es la
persona y no la sociedad lo que interesa al director de este filme, y por ello no
me parece casual que los clientes del hotel sean grandísimos solitarios que
ocupan mesas individuales en el comedor como la cosa más normal del mundo, todo
ello con el estilo Anderson de lo irracional cómico y gran énfasis en esta
ocasión de las maneras exquisitas.
Francisco Javier Rodríguez Barranco
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