Uno
sabe que una película va a ser buena cuando la primera imagen subvierte el
tópico topicazo de los atardeceres en la playa y dos amantes sin ropa abrazados
por otra donde la cámara se gira noventa grados y la persona tendida está en
posición vertical para el espectador. De esa manera, la playa donde descansa
una mujer desnuda ocupa, como mucho, el veinte por ciento en la izquierda de la
pantalla, mientras que el otro ochenta por ciento se reparte entre el cielo
incandescente y el mar. Como
una Venus recién nacida de un testículo de Saturno.
Más hablemos
primero de la parte sólida, dado que uno de los libros más herméticos, pero
también más intensos de Vicente Aleixandre, el Premio Nobel que aprendió a
escribir en Málaga, es Pasión de la
Tierra, que en esencia viene a cantar un deseo incontrolable de fusión
telúrica, una voluntad que permea a lo largo de toda la historia de la
Humanidad, pues no de otro modo podemos entender el culto a la Madre Tierra, la
Pacha Mama en las culturas andinas, con manifestaciones artísticas muy
potentes, como es toda la cultura gaélica, con la música celta a la cabeza.
Los
árboles y su arraigo en la tierra han sido divinizados en ocasiones, como
demuestran los cultos druidas, el árbol de las palabras extendido prácticamente
por toda el África subsahariana y el Sahel, el drago milenario en Tenerife, el
árbol del agua en la isla de El Hierro o el árbol de Gernika en Euskadi.
Pues bien, lo que Djin Sganzerla nos plantea en Mulher Oceano (2020) es la pasión por el agua. Para ello, Djin, que es también coguionista, productora y doble protagonista, establece dos contextos: Tokio y Rio de Janeiro, donde hallamos a dos mujeres brasileñas que comparten un nexo común: su amor por el océano A nadie puede sorprender, pues, la fascinación de Hannah, una de las protagonistas, como no tardaremos en comprobar por la tradición milenaria de las mujeres buceadoras, una actividad que realizan hasta los ochenta años de edad.
No es el único juego binario, ya que podemos añadir el de las dos culturas japonesa y brasileña, pero sí es quizá el de las dos mujeres el más poderoso binomio de esta película: dos lugares y dos mujeres, que comparten su amor por el mar y sus nombres son respectivamente simétricos, es decir duales, pues toda simetría implica dos partes distintas y, sin embargo iguales: Hannah, para quien está en Tokio, y Ana, para el personaje en Río de Janeiro. Igualdad especular de los patronímicos, aunque en algún momento el espectador se siente tentado de considerar a Ana un personaje de la escritora Hannah, una cuestión que se cubre bajo un enigmático velo de misterio y que admite otra posibilidad: Ana es un personaje basado en una persona real, lo que nos sitúa en los dominios de la más metafísica de las dualidades: realidad y ficción.
Y
si de espejos hablamos, no son pocos los momentos en que se ve el reflejo de
Hannah sobre cualquier cristal
En
cuanto a las escenas que se muestran en pantalla, ciertamente, no se trata de
una narrativa al uso, sino que se trata de escenas, tanto en Japón, como en Brasil,
que no desarrollan una trama sino que sirven para mostrar los diferentes
estados del alma de Hannah/Ana, dos (o quizá uno) personajes manifiestamente
melancólicos. Djin, en su faceta como directora asume con valentía el reto de
pintar con imágenes los sentimientos de sus criaturas.
En definitiva,
se trata de una película dual para manifestar el deseo de la protagonista de
ser una con el agua.
Pero si
hablamos de melancolía y dualidades, no tenemos más remedio que recordar que
durante milenios era fue la consideración que merecieron los melancólicos, a
quienes se consideraba capaces de acometer las acciones más sublimes, incluidas
las arte, pero también la más canalla.
Y podemos
recordar también, que el agua era para la antigüedad grecolatina el elemento
característico de la melancolía, siendo así que Saturno era considerado el dios
de la melancolía y gozaba de un doble signo del zodíaco: uno terrestre y otro
acuático: Capricornio y Acuario.
Saturno era el
nombre romano de Krono, dios del tiempo, y de ahí palabras como cronología o cronómetro. Por eso la escena mitológica de Saturno comiéndose a
sus hijos, pintada magistralmente por Goya, no puede ser más que una metáfora
del paso del tiempo devorando a sus hijos, es decir, todos nosotros.
El agua es la
del río de Heráclito, que no permite detener el tiempo. El agua es la de los
ríos, que son nuestras vidas y desembocan en el mar, que es el morir, cantó
Jorge Manrique, uno de los mayores poetas castellanos de todos los tiempos. El
agua es elemento fundamental en La gran belleza (2013), de Paolo Sorrentino, no solo el agua del Tíber, sino cuando
Jepp, el protagonista, cree ver el mar en el techo de su habitación. El mar que
le inunda, al igual que el mar en que anhelan fundirse Hannah y Ana.
Y, bueno, así
han sido las cosas durante milenios: melancólicos y agua eran como dos caras de
una misma moneda. Luego se descubrió la serotonina y se inventaron los
antidepresivos, que sin duda son mucho más científicos, pero también menos
románticos.
¿Tendría nuestra
directora brasileña todo esto presente cuando coescribió esta película y la
dirigió? No he tenido todavía ocasión de hablar con ella y no puedo afirmarlo
con rotundidad. Tampoco he leído nada al respecto, pero mi función como
consiste en realizar un análisis lo más profundo posible.
Ah, casi se me
olvida: inicié esta reseña hablando de la fotografía en Mulher Oceano y quiero finalizar con una consideración semejante,
pues es la tónica habitual durante todo el filme. Fotografías que desafían a
los más elementales dictados de la óptica y que no me sorprendería lo más
mínimo que mañana, cuando se conozca el palmarés del Festival de Málaga, fueran
galardonadas con la Biznaga de Plata correspondiente.
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