Uno
se crió pensando que lo de Platón y la caverna era un mito, pero los helenistas
prefieren hablar de alegoría, que probablemente es el nombre correcto. Pues
bien, situada la cuestión en sus justos términos, la alegoría de la caverna de Platón se plantea y
analiza en el Libro Séptimo de La República, o el Estado. Muy
sucintamente, consiste en unos seres humanos que viven en una caverna
subterránea que tiene una abertura por la que penetra luz. En esta caverna
viven unos seres humanos, con las piernas y los cuellos sujetos por cadenas
desde la infancia, de manera que ven el muro del fondo de la gruta y nunca han
visto la luz del sol. Por encima de ellos y a sus espaldas, o sea, entre los
prisioneros y la boca de la caverna, hay una hoguera, y entre los cautivos y el
fuego cruza un camino algo elevado y hay un muro bajo, que hace de pantalla.
Por el camino elevado pasan hombres llevando estatuas, representaciones de
animales y otros objetos, de tal forma que estas cosas que llevan aparecen por
encima del borde de la pared o pantalla. Los prisioneros, de cara al fondo de
la cueva, no pueden verse entre sí ni tampoco pueden ver los objetos que
a sus espaldas son transportados: sólo ven las sombras de ellos mismos y las de
esos objetos, sombras que aparecen reflejadas en la pared a la que miran.
Únicamente ven sombras y lo que Platón, por boca de
Sócrates, se pregunta es qué sucedería a uno de estos hombres si lograra
soltarse de sus cadenas y acceder directamente a la luz del sol:
Que se desligue a uno de estos
cautivos, que se le fuerce de repente a levantarse, a volver la cabeza, a
marchar y mirar del lado de la luz; hará todas estas cosas con un trabajo
increíble; la luz le ofenderá los ojos, y el alucinamiento que habrá de
causarle le impedirá distinguir los objetos, cuyas sombras veía antes. ¿Qué
crees que respondería, si se le dijese que hasta entonces sólo había visto
fantasmas, y que ahora tenía delante de su vista objetos más reales y más
aproximados a la verdad? Si enseguida se le muestran las cosas a medida que se
vayan presentando, y a fuerza de preguntas se le obliga a decir lo que son, ¿no
se le pondrá en el mayor conflicto, y no estará él mismo persuadido de que lo
que veía antes era más real que lo que ahora se le muestra?[1]
Ese hombre, finalmente, alcanzaría
la grandeza y la verdad del sol: "Necesitaría indudablemente algún tiempo
para acostumbrarse a ello. Lo que distinguiría más fácilmente sería, primero
las sombras; después, las imágenes de los hombres y demás objetos pintados sobre
la superficie de las aguas; y, por último, los objetos mismos. Luego dirigiría
sus miradas al cielo, al cual podría mirar más fácilmente durante la noche a la
luz de la luna y de las estrellas que en pleno día a la luz del sol"[2]. Nos hallamos, por lo tanto, ante una
alegoría de la ascensión epistemológica platónica, que progresa de los lugares
comunes en que se desenvuelve una humanidad, habitante de un mundo de sombras,
hasta la contemplación directa del sol, como símbolo de la verdad y, por ello
mismo, del puro bien.
De lo que existe una magnífica
metáfora cinematográfica en Alguien voló sobre el nido del cuco (1975), de Milos Forman, basada en la novela
homónima de Ken Kesey, y ahora nos llega El origen del cielo (2015), ópera prima del director chileno David Belmar y
que ha sido el filme que ha cerrado la Sección Territorio Latinoamericano en la
19ª edición del Festival de cine de Málaga, donde se plasma la vida en un
aserradero de la Araucaria, donde las personas arrastran los pies sin ilusiones
un día detrás de otro.
Imperan las imágenes sin palabras e
incluso podríamos hablar de una sinfonía de silencios. De hecho, ésta es la
primera frase que se escucha en el filme sobre un fondo de cucharas sobre
platos de cerámica, cito de memoria:
—Quiero
irme de aquí.
Se
trata de Miguel Sandoval, protagonista del largometraje, que escandaliza a sus
progenitores con una idea revolucionaria. Otras frases en determinados momentos
de la película son igualmente útiles para los fines que persigo en esta
crónica:
—Cuando
te conocí, no eras más que pura sombra —dice la madre de Miguel a Luis, el
padre.
—Si
te vas, no vuelvas —dice Luis a Miguel.
—No
sé cuál mi lugar en la Tierra —lamenta una prostituta que comparte cama con
Miguel.
—Yo
no quería que se fuera —confiesa Luis a Rodríguez, un compañero de aserradero,
referido a Miguel.
De
manera que, Miguel es el preso que abandona la caverna de una existencia sin
horizontes para buscar fortuna en la gran ciudad haciendo un curso de agente
privado de seguridad: ése es el sol al que aspira. Ahora bien, ¿qué es lo que
halla una vez liberado de sus cadenas vitales? Pues, en muy pocas palabras, una
sociedad de la que se siente excluido por cuestiones sociales: su mundo en la
sierra es otro; pero sobre todo personales: sus patológicos problemas de
comunicación.
Y
ésa es la revisión subversiva que Bernal realiza de la alegoría de Platón en El origen del cielo, pues si el
ateniense redactó todo un corpus
filosófico como una vindicación de Sócrates —no es necesario insistir en que el
hombre que escapa de las sombras de la ignorancia es quien fue obligado a tomar
la cicuta—, lo que el director chileno nos muestra es una cueva sin salidas:
presidido por un determinismo sin fisuras, su mensaje es mucho más pesimista,
en absoluto utópico. Para el autor de la República, más allá de la oscuridad está la luz de la
sabiduría, que además nos hace eternos en la contemplación del sumo bien. Para
Bernal, lo negro se mantiene igual de negro, porque puede cambiar el lugar,
pero sigue siendo igual de negro, si no más. Al fin y al cabo, ya lo decía
Aristóteles: lo de Platón no son nada más que invenciones que no demuestran
nada.
Para
ello, se vale Bernal de un lenguaje fílmico soportado por la elocuencia de las
imágenes: ya hemos mencionado lo escaso de los diálogos en el filme. Lo más
fluido que se escucha es una disertación surrealista de la hermana de Miguel
sobre la translocación. Pero el poder de la escena alcanza el clímax cuando lo
único que se ve en la pantalla es el círculo negro de una linterna, cuyo
movimiento sugiere el caminar del personaje. A veces, incluso desaparece ese
mínimo punto ambulante.
Caverna,
pues, sin sombras la que nos ofrece David Belmar, porque para que éstas se den
hace falta que haya luz en algún lugar, siendo así que en El origen del cielo
las oscuridades se superponen como tejidos viscosos.
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