martes, 26 de abril de 2016

FRAGMENTOS DE UTOPÍA EN "JULIE"




https://www.youtube.com/watch?v=MeguPluyTt0


          “Media vida nos la amargan los padres y la otra media los hijos” es una predicción existencial, que viene a unirse a la cita, ya clásica: “Pleitos tengas y los ganes”. Mas no vamos a hablar de pleitos, sino de familia, que es el tema central de Julie (2016), según ha destacado su directora, Alba González de Molina en la rueda de prensa posterior a la proyección de ese filme en el Festival de Málaga (FMCE).

            Y es curioso que tres películas que tratan sobre temas afines, como es la infancia dentro de la familia, se hayan dado cita en este certamen costasoleño, puesto que ayer mismo, dentro de la sección Territorio Latinoamericano, asistí a la puesta en escena de la película colombiana Mamá, de Phillpe van Hissenhoven y la brasileña Campo Grande, de Sandra Kogut, todas ellas, incluida Julie, por supuesto, observando las relaciones familiares desde un ángulo complejo, sin concesiones a las emociones epidérmicas de películas que versan sobre cuestiones similares realizadas para mayor gloria del hermano del norte de Río Grande, o Río Rojo, en la denominación mexicana.

            El largometraje de van Hissenhoven, cuyo estreno mundial tuvo lugar precisamente ayer en el FMCE, es una obra americana, puesto que es colombiana, pero su testura, y así lo admitió el director en el coloquio posterior a la proyección es muy europeo, pudiéramos decir que incluso iraní, pues hay momentos de sencillez trascendental que recuerdan a lo mejor de Abbas Kiarostami. Cabe destacar, por lo tanto, la fluidez antimelodramática con que se desarrolla la narración y las relaciones de tres generaciones, abuela, madre e hija, cada una con sus particulares problemas personales.

            Por su lado, Campo Grande nos ofrece un Río de Janeiro que nada tiene que ver con el sambódromo del carnaval para situarnos ante una de las más lacerantes tragedias de esta megalópolis: los niños abandonados; pero quiero destacar que la película no se centra en el mundo de las favelas, que habría sido perfectamente admisible, sino que nos traslada al seno de una desgastada familia clase media, de tal modo que al drama de los niños dejados en una puerta se añade el de la desestructuración de la casa en que son recogidos. Muy destacable, también, la técnica narrativa, que sigue un hilo fragmentario, donde el espectador ha de jugar un papel activo para comprender totalmente la trama.

            Llegamos así a Julie, donde la fractura generacional se produce en todas las generaciones, la que nos precede y la que nos continúa, pero con ser ése un enfoque correcto, no quiero ahondar en ello, que ya lo hizo Alba en su rueda de prensa como comentamos, sino dirigir el comentario hacia el contexto de utopía imperfecta en que se desarrolla la acción. Al fin y al cabo, ¿qué puede saber la directora sobre su propia película?


             Y es que lo que vemos en este largometraje es la búsqueda de una Arcadia adánica, o naif, si se prefiere, donde un grupo de personas han decidido montar una escuelita libertaria en una región apartada de la civilización en El Bierzo.

Se trata, por lo tanto, de una isla atemporal dentro de una sociedad occidental, lo cual es algo que pertenece al imaginario colectivo cultural de nuestro mundo, puesto que la isla ha sido la imagen arquetípica de la utopía desde el mismísimo momento en que Tomás Moro publicó su libro en 1516, como es de sobra conocido. La utopía es también el objeto de gran parte de los ensayos del escritor uruguayo Fernando Ainsa, que ha destacado en Necesidad de la utopía el carácter de sueño diurno o de soñar despierto que subyace en la dinámica utópica:

Se trata del acto del “soñar diurno” acompañado del coraje necesario para tratar que “los castillos en el aire de hoy puedan ser los palacios de mañana”, como propone el autor de El principio de esperanza[1]

Con respecto al espacio de la utopía, la región física por excelencia es la isla, como puede colegirse de ejemplos tomados de la ficción, tanto como de la realidad: en una isla situó Tomás Moro la acción de su novela y Campanella la de La ciudad del Sol; a Sancho le mueve la consecución de una ínsula, Barataria; en una isla, Sicilia, fracasó dos veces el quimérico sistema político ideado por Platón, etc.


            Cabe observar, con todo, que el carácter de insularidad puede alcanzarse incluso cuando no nos estamos refiriendo a la isla en el sentido literal de la palabra, sino a regiones “insularizadas”, como pueden ser la cumbre de la montaña, el desierto o una casa, siempre que garanticen un espacio moralmente inmaculado, pero es tan poderosa la imagen de región adecuadamente aislada que se persigue en cada una de las plasmaciones literarias de la utopía, que utilizaremos el término “isla” en los párrafos que continúan. Hemos de observar a este respecto, que lo que el pensamiento utópico persigue esencialmente es la disociación entre el espacio real en el que el hombre se siente alienado, y el espacio deseado. Lo que verdaderamente se necesita es un espacio estrictamente delimitado para que pueda establecerse una comunidad utópica donde fundamentar el sistema de relaciones de la nueva sociedad.

            Bueno, todo eso contado de manera muy resumida y además creo que ya lo he tratado en alguna reflexión pretérita.


            Pues bien, ¿qué sucede en la Atlántida de Julie? Poco más o menos que se trata de un afán utópico, como acontece a todas las utopías que se han intentado hasta ahora. Para que un proyecto de esta naturaleza prospere hay que preservarlo de toda contaminación, pero la infección de realidad llega a la escuelita por un doble cauce: primero la llegada de un elemento perturbador, como es la protagonista Julie, lo cual puede controlarse mejor dado que se trata de algo externo a la comunidad. Mucho más difíciles de controlar son las pequeñas inmundicias que cada uno portamos con nosotros, algo a lo que los profesores de tan idílica escuela no son ajenos.


            En definitiva, aire fresco y una aportación enriquecedora dentro de un Festival de cine cuya Sección oficial languidecía entre plasmaciones patéticas de la realidad. 

Francisco Javier Rodríguez Barranco


     [1] F. Ainsa, Necesidad de la utopía, Montevideo, Comunidad del Sur-Edinor, 1990, p. 32. Se refiere Ainsa a Ernst Bloch en su obra El principio de esperanza, París, Gallimard, 1983.

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