“Media
vida nos la amargan los padres y la otra media los hijos” es una predicción
existencial, que viene a unirse a la cita, ya clásica: “Pleitos tengas y los
ganes”. Mas no vamos a hablar de pleitos, sino de familia, que es el tema
central de Julie (2016), según ha
destacado su directora, Alba González de Molina en la rueda de prensa posterior
a la proyección de ese filme en el Festival de Málaga (FMCE).
Y es curioso que tres películas que
tratan sobre temas afines, como es la infancia dentro de la familia, se hayan
dado cita en este certamen costasoleño, puesto que ayer mismo, dentro de la
sección Territorio Latinoamericano, asistí a la puesta en escena de la película
colombiana Mamá, de Phillpe van
Hissenhoven y la brasileña Campo Grande,
de Sandra Kogut, todas ellas, incluida Julie, por supuesto, observando las
relaciones familiares desde un ángulo complejo, sin concesiones a las emociones
epidérmicas de películas que versan sobre cuestiones similares realizadas para
mayor gloria del hermano del norte de Río Grande, o Río Rojo, en la
denominación mexicana.
El largometraje de van Hissenhoven,
cuyo estreno mundial tuvo lugar precisamente ayer en el FMCE, es una obra americana,
puesto que es colombiana, pero su testura, y así lo admitió el director en el
coloquio posterior a la proyección es muy europeo, pudiéramos decir que incluso
iraní, pues hay momentos de sencillez trascendental que recuerdan a lo mejor de Abbas
Kiarostami. Cabe destacar, por lo tanto, la fluidez antimelodramática con que
se desarrolla la narración y las relaciones de tres generaciones, abuela, madre
e hija, cada una con sus particulares problemas personales.
Por
su lado, Campo Grande nos ofrece un
Río de Janeiro que nada tiene que ver con el sambódromo del carnaval para
situarnos ante una de las más lacerantes tragedias de esta megalópolis: los
niños abandonados; pero quiero destacar que la película no se centra en el
mundo de las favelas, que habría sido perfectamente admisible, sino que nos
traslada al seno de una desgastada familia clase media, de tal modo que al
drama de los niños dejados en una puerta se añade el de la desestructuración de
la casa en que son recogidos. Muy destacable, también, la técnica narrativa,
que sigue un hilo fragmentario, donde el espectador ha de jugar un papel activo
para comprender totalmente la trama.
Llegamos
así a Julie, donde la fractura
generacional se produce en todas las generaciones, la que nos precede y la que
nos continúa, pero con ser ése un enfoque correcto, no quiero ahondar en ello,
que ya lo hizo Alba en su rueda de prensa como comentamos, sino dirigir el
comentario hacia el contexto de utopía imperfecta en que se desarrolla la
acción. Al fin y al cabo, ¿qué puede saber la directora sobre su propia
película?
Y
es que lo que vemos en este largometraje es la búsqueda de una Arcadia adánica,
o naif, si se prefiere, donde un grupo de personas han decidido montar una
escuelita libertaria en una región apartada de la civilización en El Bierzo.
Se trata, por lo tanto, de
una isla atemporal dentro de una sociedad occidental, lo cual es algo que
pertenece al imaginario colectivo cultural de nuestro mundo, puesto que la isla ha sido la imagen arquetípica de la utopía
desde el mismísimo momento en que Tomás Moro publicó su libro en 1516, como es
de sobra conocido. La utopía es también el objeto de gran parte de los ensayos
del escritor uruguayo Fernando Ainsa, que ha destacado en Necesidad de la
utopía el carácter de sueño diurno o de soñar despierto que subyace en la
dinámica utópica:
Se trata del acto del “soñar diurno” acompañado del
coraje necesario para tratar que “los castillos en el aire de hoy puedan ser
los palacios de mañana”, como propone el autor de El principio de esperanza[1]
Con respecto al espacio de la
utopía, la región física por excelencia es la isla, como puede colegirse de
ejemplos tomados de la ficción, tanto como de la realidad: en una isla situó
Tomás Moro la acción de su novela y Campanella la de La ciudad del Sol;
a Sancho le mueve la consecución de una ínsula, Barataria; en una isla,
Sicilia, fracasó dos veces el quimérico sistema político ideado por Platón,
etc.
Cabe observar, con todo, que el carácter de insularidad
puede alcanzarse incluso cuando no nos estamos refiriendo a la isla en el
sentido literal de la palabra, sino a regiones “insularizadas”, como pueden ser
la cumbre de la montaña, el desierto o una casa, siempre que garanticen un
espacio moralmente inmaculado, pero es tan poderosa la imagen de región adecuadamente
aislada que se persigue en cada una de las plasmaciones literarias de la
utopía, que utilizaremos el término “isla” en los párrafos que continúan. Hemos
de observar a este respecto, que lo que el pensamiento utópico persigue
esencialmente es la disociación entre el espacio real en el que el hombre se
siente alienado, y el espacio deseado. Lo que verdaderamente se necesita es un
espacio estrictamente delimitado para que pueda establecerse una comunidad
utópica donde fundamentar el sistema de relaciones de la nueva sociedad.
Bueno, todo eso contado de manera muy resumida y además
creo que ya lo he tratado en alguna reflexión pretérita.
Pues bien, ¿qué sucede en la Atlántida de Julie? Poco más o menos que se trata de
un afán utópico, como acontece a todas las utopías que se han intentado hasta
ahora. Para que un proyecto de esta naturaleza prospere hay que preservarlo de
toda contaminación, pero la infección de realidad llega a la escuelita por un
doble cauce: primero la llegada de un elemento perturbador, como es la
protagonista Julie, lo cual puede controlarse mejor dado que se trata de algo
externo a la comunidad. Mucho más difíciles de controlar son las pequeñas
inmundicias que cada uno portamos con nosotros, algo a lo que los profesores de
tan idílica escuela no son ajenos.
En definitiva, aire fresco y una aportación enriquecedora
dentro de un Festival de cine cuya Sección oficial languidecía entre
plasmaciones patéticas de la realidad.
Francisco Javier Rodríguez Barranco
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