miércoles, 27 de abril de 2016

LA TRAGEDIA COTIDIANA EN "ZOÉ"



https://festivaldemalaga.com/pelicula/ver/1038/Zoe

            Res mirans, a eso ha quedado reducida mi condición humana. El bueno de René (Descartes) afirmaba que lo único que estaba más allá de toda duda era que él era res cogitans, una cosa que piensa, una cosita en condiciones, y a partir de ahí elaboro todo un sistema filosófico mediante el que demostró la existencia de dios sin necesidad de demostrar la existencia del mundo según se especificaba en una o varias de las doce vías tomistas, y así le fue al pobre, que tuvo que refugiarse en Suecia para huir de la falta de sentido del humor y el exceso de hogueras de la Santa Inquisición. Pero yo no llego a tanto, yo me quedo en res mirans, una cosa que mira, desde que empezó en Festival de Málaga. Es lo que hay. Bueno, es que ya no recuerdo ni cómo era mi vida antes de que empezara ese evento, así que si me cruzo con alguien por la calle y no le saludo, que no se lo tome a mal, por favor: es que he perdido todas mis referencias personales previas. Ah, pero luego vinieron (o vino) Ortega y Gasset y pontificaron (o pontificó) la dignidad ontológica de El espectador. Si es que en fondo esto del voyeurismo, incluso el  voyeurismo cultural, también tiene su punto. Vaya tela.

            Y dentro del certamen cinematográfico a que esto asistiendo con la asiduidad recién mencionada, hoy ha sido el día en que dos películas similares se han incorporado a la Sección oficial: Zoé (2016), de Ander Duque, y Callback (2016), de Carles Torras. Similares en cuanto al tema, es decir, la exclusión social, totalmente diferentes en cuanto al tratamiento, pues Zoé se ambienta en un pueblo de Andalucía, mientras que la peli de Torras lo hace nada menos que en la ciudad de Nueva York (preciosa, por cierto, la vista de la línea del cielo desde Hoboken, Nueva Jersey).

            Callback ofrece la realidad brutal del así llamado sueño americano, de lo que existen magníficos ejemplos previos, como Midnight Cowboy (1969), de John Schelisinger, y mucho más reciente American Splendor (2003), de Robert Pulcini y Shari Springer Berman, por citar sólo dos títulos entre casi infinitas opciones, que, por supuesto llegan al mundo de la música, de manera muy destacada en “American Pie”, de Don McLean, como es de sobra conocido. La película de Torras ofrece como elemento más o menos novedoso que trata de la desintegración social de un latino, a pesar de todos sus esfuerzos de engringarse, incluso haciéndose feligrés de una de las cien mil opciones eclesiásticas posibles, cuya realización personal parece consistir en superar un casting para anuncios en televisión. Soledad, marginación y deshumanización son las coordenadas vitales en que se mueve. El Sistema te caga, bro: a lo más que puede aspirar es a que te escupa.

            Iniciamos, pues, la crónica sobre Zoé y lo primero que llama la atención es que ayer mismo, con motivo del coloquio posterior a la proyección de la película cubana El Acompañante (2015), de Pavel Giroud, el director nos contó que la primera norma que aprobó la Revolución fue la ley del cine (también soy res auscultans: algo es algo), precisamente por enorme fuerza propagandística. Luego le salieron directores críticos como Tomás Gutiérrez Alea, pero no se puede estar en todo. Y eso es así: que me perdonen los creadores de todas las demás artes, pero el cine goza de un impacto único en la mente del espectador. Y cine propagandístico han impulsado todas las dictaduras de todos los signos políticos. Me niego a mencionar ejemplos.


            Valle-Inclán en su día rechazaba el arte como virtuosismo (él lo concentraba en los dramas cuya escenografía se configuraba alrededor de mesitas con lámparas de tulipa verde) y por eso inventó Luces de Bohemia: para llevar a las tablas lo que sus ojos veían en la calle. Un poco recargado de pose, afirmaba Jea Paul (Sartre) que la función de la literatura, en particular, y de las artes, en general, es el realismo social y realismo social desnudo hemos conocido en el cine italiano durante varias décadas con títulos que están en la mente de todos hasta que llegó Fellini y arropó su visión de la sociedad con mucha, muchísima, mayor creatividad. No me estoy inventando nada de esto, puesto que durante décadas sectores muy importantes de la intelectualidad europea consideraban que lo que no era proletario no era cine.


            Pero todo lo anterior puede despeñarnos en las simas del folletín panfletario al servicio de la ideología imperante, ni siquiera con valor documental. De ahí que directores muy comprometidos con la izquierda evolucionaran hacia algo menos coyuntural: sin salirnos del cine italiano, ya hemos aludido a Fellini, pero podemos incorporar también a Dino Risi o el mismísimo Pasolini, cuyas retorcidas figuras son poemas: poemas humanos, poemas descarnados.
           
       Dentro de la filmografía hispana, Buñuel retrató la miseria de la vida periférica en la ciudad de México, pero sus grandes momentos creativos hay que buscarlos en largometrajes que son azote de su tiempo, ciertamente, pero aportan algo más que un maniqueísmo plano. Ésos serían los casos de El ángel exterminador (1962), Belle de jour (1967) o El discreto encanto de la burguesía (1972), por citar sólo tres filmes. En muy pocas palabras, y sin abandonar las referencias nacionales, entre dos grandiosas producciones como Calle Mayor (1956), de Juan Antonio Bardem, y ¡Bienvenido Míster. Marshall! (1953), de Luis García Berlanga, yo me quedo con ésta, por no hablar de La escopeta nacional (1978) y otras muchas de este mismo director, puesto que, en mi opinión, no basta con fotografiar la realidad si se quiere lograr un producto artístico: además hay que embutirla en un discurso creativo. Pero que conste que Calle Mayor también me gusta mucho.
           
       Llegamos así a un cine que ha superado el mero realismo social para convertirse en denuncia social, una corriente de la pueden aludirse muchos casos en la cinematografía contemporánea, pero quiero mencionar a un especialista del género: Ken Loach, quien incluso cuando ha construido una comedia, deliciosa comedia, si se me permite, como La parte de los ángeles (2012) ha escarnecido al capitalismo sin renunciar a las posibilidades creativas del cine.

            Y ésas son las coordenadas en las que se inscribe Zoé, de Ander Duque según ya hemos señalado, que plasma una situación tan cotidianamente trágica como es la de una madre, Gema, papel interpretado por Rosalinda Galán, que también es la guionista, que se queda sin empleo y, por lo tanto, no tiene ni techo para cobijar a su hija, Zoé, interpretado por la niña Zoé Gavira, ni comida para alimentarla y para completar el círculo kafkiano, precisamente por tener una hija a quien cuidar, no encuentra trabajo para cuidarla. Nada del otro jueves lamentablemente cuando la sociedad de nuestros días, la sociedad del bienestar, la sociedad del euro y del siglo XXI está haciendo una criba indolente de quienes pueden y no pueden sobrevivir.


            Así, una vez establecida la corriente estética a que pertenece esta película, procede mencionar sus señas de identidad. La primera de ellas es la enorme textura documental de un filme que aspira a ser reflejo de su tiempo. Por este motivo, situaciones en apariencia tan intrascendentes como freír unas barritas congeladas de merluza, o una charla entre amigas mientras se secan las tazas están cargadas de significación: es la pobreza que convive con nosotros. No hacen falta escenas dickensianas para comprender lo durísimo de la situación. El simple hecho de lavar el pelo a Zoé, por citar otro ejemplo, está cargado de significación cuando el espectador comprende que Gema ha tenido que esperar a visitar a una amiga para hacerlo, porque en casa, en la casa de la que la echan, no hay agua caliente y estamos en Navidad.


             El aporte cómico lo aporta una charla con los abuelos de Gema, pero la idea global es la de la impotencia para resolver la situación: incluso la abuela tuvo más opciones en la posguerra para sacar adelante a siete hijos que Gema en nuestros días para sólo una. El Sistema se ha reforzado. El Sistema sabe lo que hace. El sistema no admite fisuras.


            Otro detalle de especial dureza es que los vecinos o los posibles empleadores de Gema en el pueblo no muestran ni rechazo ni dolor por la situación de ésta. No hay personajes cabrones ni abusos de ningún tipo. Es el pan nuestro de cada día, que ya no nos lo da nadie. Es la situación estándar. El mundo en que vivimos. Y el caso es que los comerciantes, la maestra de Zoé, las amigas se muestran cordiales: la cordialidad de lo cotidiano. La cotidianeidad de la exclusión social.


           Todo se desarrolla sin dramatismo durante la película: no vemos borrachos, ni violencia. Nada sabemos de las circunstancias por las que Gema se ha quedado sin trabajo, ni siquiera el nombre del pueblo donde viven. Incluso el deshaucio consiste en un simple cambio de cerraduras en la puerta del piso donde viven Gema y Zoé, asumido como invetable. Tan sólo vemos una sucesión de escenas de carencia de horizontes, asumida dicha carencia con total naturalidad, y amor filial.

            Una película, pues, que hay que ver. Una película que no deberíamos haber visto nunca.

 Francisco Javier Rodríguez Barranco

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