Es lugar común hablar del amor platónico como algo
situado en las antípodas del amor carnal. Nada más lejos de la realidad: Platón
consideraba el amor físico como una vicisitud más de la experiencia humana e incluso
el primero de los tres grandes estadios en la persecución de la inmortalidad,
pues de la fecundación biológica se consigue una suerte de eternidad gracias a
algo que entonces no conocía el filósofo ateniense y que hoy denominados ADN,
ácido desoxirribonucleico, que es un término científico en el que seguro que
aparece un étimo griego, como en el sufijo “-ico”.
Así lo afirmó Platón (lo de la
inmortalidad por la procreación, no lo del sufijo del posterior ADN, que como
hemos comentado no se conocía aún en la Atenas clásica) en el diálogo El banquete, o Del amor, si bien ya
hemos adelantado que ello se situaba en la posición más baja de su particular ranking de inmortalidades, siendo el
siguiente la perennidad por la fama, que es el tema central de esta reseña, en
palabras que pone en boca de Diotima: “No lo dudes, Sócrates, y si ahora quieres reflexionar un poco acerca de la
ambición de los hombres, te parecerá poco de acuerdo con estos principios, a
menos que no pienses en lo muy poseídos que están los hombres de crearse un
nombre y de adquirir una gloria inmortal en la posteridad, y que este deseo,
más aún que el amor paternal, es lo que los lleva a afrontar todos los
peligros, sacrificar su fortuna, soportar todas las fatigas y hasta perder la
vida”[1].
Ejemplifica luego Diotima su
afirmación con los casos de Alcestis o Aquiles, cuya fama procede de episodios
sangrientos, por lo que no gozan aún que es la inmortalidad del espíritu.
Continuamos con Diotima: “Los que son fecundos según el cuerpo, aman a las
mujeres y se dirigen con preferencia a ellas, creyendo asegurarse por la
procreación de hijos la inmortalidad, la perpetuidad de su nombre y la
felicidad en el transcurso de los tiempos. Pero los que son fecundos por el
espíritu..., porque hay quienes son mucho más fecundos del espíritu que del
cuerpo para las cosas que el espíritu es llamado a producir. ¿Qué cosas son
éstas que el espíritu es llamado a producir? La sabiduría y las otras virtudes
nacidas de los poetas y de todos los artistas dotados del genio de la inventiva”[2].
Amor
al conocimiento, que es la transcripción directa de la palabra
"filosofía", y como consecuencia de ello, inmortalidad por la
sabiduría, o la creatividad.
Ésa
es la eternidad de que goza Charles Chaplin y las migajas que pretendieron Eddy
y Osman cuando robaron en marzo de 1978 el ataúd de Charlot, que es lo que
recrea Xabier Beauvois en El precio de la fama (2014). Sin embargo, como afirma María Luisa Arcos, ambos
personajillos se nos hacen entrañables por la simplicidad de sus aspiraciones y
por sus planteamientos básicos: supervivencia física, en definitiva.
Y
es que hay mendigos, dicho sea con toda la ternura, que saben que la
menesterosidad no es su lugar en esta vida. Hay otros que no, por desgracia
un colectivo bastante amplio, hay que otros que asumen que su rol es derramar
lágrimas en el valle de lágrimas. Vivir batiendo penas, que provoca actitudes
acomplejadas. No voy a hacer la exégesis de la indigencia, evidentemente, pero
lo que Beauvois ofrece en su película son unos sin techo (viven en caravanas
sin coche) que no se lamentan. No se trata de mantener actitudes desafiantes,
ni tampoco sumisas, ni consiste en una cuestión de dignidad en la pobreza, sino algo mucho más sencillo: la
certeza de que su situación no es la que les corresponde y que la viven como
una dura prueba que han de superar. No hay desgarro, ni rencor, sino la
sensación de jugar la partida con las cartas que tienen, que no es poco y
además nos recuerda al hombrecillo chapliniano en casi todas sus películas y
muy especialmente en La quimera del oro
(1925).
De
las vicisitudes del robo del ataúd en sí, no hace falta detenerse demasiado,
porque realmente son bastante patéticas. Mucho más importante se me antoja el
inmenso homenaje que esta película constituye hacia el genial cineasta inglés.
Guiños muy claros a La quimera del oro,
como acabamos de comentar y a Candilejas
(1952), cuya banda sonora llena la pantalla en los momentos más intensos del
filme, también en la propia estética del largometraje de Beauvois: luces de
vodevil en el de Charlie Chaplin, mitificación del circo en El precio de la fama. No en vano, el
protagonista de Candilejas es un
viejo payaso que salva la vida de una joven y la enseña todo lo que sabe sobre
el teatro, y en el largometraje que nos ocupa, Eddy reconduce su vida empezando
a trabajar como payaso: muy irónicas, por lo tanto, las palabras con que se
inicia el filme, traducidas al español: “Vamos, deja ya de hacerte el payaso”,
dice a Eddy el guardia que acaba de ponerle en libertad.
La
música, pues, la banda sonora, como gran protagonista de una película en la que
Beauvois permite un momento de gloria a los grandes olvidados de la sociedad. Muy
curioso el detalle de que en una ocasión el volumen de la música sube tanto,
que ya no se oyen las voces de Eddy y Osman, por lo que asistimos a un diálogo propio
del cine mudo, valga la paradoja, por si los homenajes al artista londinense no
fueran ya demasiado evidentes en El
precio de la fama.
Sin embargo, dentro de esas reflexiones no
podemos olvidar que Charlie Chaplin, en particular, y la Paramount, en general,
perdieron dos pleitos contra José Padilla, el compositor español de “La violetera”, que se utilizó en Luces de la ciudad (1931) sin el conocimiento previo de su autor, ni mencionarle en los
créditos, lo que también roza el patetismo.
Pero
finaliza El precio de la fama y el
espectador en su butaca, en plena apoteosis de la banda sonora de Candilejas, que obtuvo el Oscar a la
Mejor banda sonora, siente algo muy similar a las escenas finales de Cinema Paradiso (1988). Sensación de
limpieza: otro mundo es posible o el cine como gran dinamizador de los
sentimientos más bellos ¿Por qué no? Con ese mensaje me quedo.
Francisco Javier Rodríguez Barranco
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