Valladolid, 28 de
octubre de 2015
Hace
tiempo que albergo la idea de que lo bueno de ser un autor inédito, literato o
cineasta, es que puedes escribir o rodar lo que te dé la gana, porque de todas
maneras nadie te va a leer o ver. Pero, claro, las cosas no son así, o no
deberían ser así: uno escribe porque le gusta ser leído, quizá por aquello de
que las palabras vuelan, pero lo escrito permanece; y uno rueda películas
porque le gusta ser visto en una pantalla.
La
Semana Internacional de Cine de Valladolid (SEMINCI) incluye así la sección “Inéditos”,
donde, cito literalmente del programa oficial, se “reúne en un ciclo los
primeros trabajos de grandes cineastas de nuestro tiempo. Trabajos que no pudimos
en su día y que marcan el inicio de grandes carreras”. Referido todo ello a los
directores del circuito de cine de autor, que es a quien se dedica esta Semana
Internacional de Cine desde ahora exactamente sesenta años.
Dos
han sido las películas que he podido disfrutar hoy: la tailandesa Dokfah Nai Meu Maan (2000), es decir, Objeto misterioso al mediodía, de Apictatpong
Weerasethakul, y la rumana Occident
(2002), de Cristian Mungiu.
En
cuanto a la primera, su planteamiento es tan sencillo como compleja es la
esencia de la vida humana. Consiste en un documental para crear la ficción, o
con mayor detalle en un equipo de rodaje que se desplaza a unas aldeas del
norte y del sur de Tailandia, donde se propone a sus habitantes que cuenten una
historia acerca de una maestra y un niño inválido, y la inclusión en la sección
“Inéditos” de la SEMINCI se justifica plenamente si reparamos en que
filmaffinity, que una página de referencia a mi entender, sólo incluye cuatro
críticas sobre ella: una desde Inglaterra, otra desde Estados Unidos, otra
desde las Islas Fiji, y la última desde nuestra Galicia, concretamente desde
Lugo, todas ellas de carácter particular, y por lo tanto, ninguna de ellas
procedente de un medio de comunicación, en general, o revista cinematográfica,
en particular.
Ahora
bien, lo verdaderamente destacable de este filme, a mi modo de ver, es que
reinterpreta a su manera el viejo eslogan literario de que toda la vida es
sueño y los sueños son, de Calderón de la Barca, como todos sabemos, o el
shakespeariano aforismo de que estamos hechos de la misma materia que los
sueños. Adolfo Bioy Casares en el relato “Otro punto de vista” fantasea con la
posibilidad de unos dioses que están sentados en la sala de un cine viendo en
la pantalla el desenvolvimiento de la vida humana y, sin querer extenderme
demasiado a este respecto, Giovanni Papini recrea en “La última visita del
Caballero Enfermo”, dentro de libro El trágico
cotidiano (1906) la idea central de la existencia como sueño como eje
central de su argumentación.
La
principal aportación de la película de Weerasethakul es que la realidad de la grabación
de un largometraje se traslada a la invención de una ficción hablada, que luego
se rueda y forma parte del filme, que de esta manera constituye un falso
documental, una falsa ficción, valga la paradoja, una realidad que influye en la
ficción o una ficción que influye en la realidad: todas esas interpretaciones
permite Dokfah Nai Meu Maan, que se
inicia con una realidad brutal: una niña que es vendida por sus padres a unos
tíos para comprar los billetes de vuelta en autobús; y que en ocasiones tiene
de delicadeza, como el pasaje en que la historia de la maestra y el inválido es
inventada por dos niñas que utilizan el lenguaje de los sordomudos, mientras en
la pantalla se superponen sus palabras en los bellos caracteres de la lengua
siamesa.
Desde
el punto de vista técnico, señalar que se ha buscado una fotografía desgastada, como si asistiéramos asistiendo al nacimiento del cine. Como si
asistiéramos al nacimiento de un nuevo género fílmico, o como mínimo
a la expansión del cine hacia regiones ignotas.
Occident por
su lado, para la que en filmaffinity en el momento de redactar esta reseña, sólo
hay tres críticas y ninguna de la prensa especializada, es una narración
agridulce con todos los ingredientes de la comedia, con todos los ingredientes
de la tragedia. Si nos fijamos en lo primero, me parece evidente la vinculación
de este largometraje con lo mejor de la comedia italiana previa, muy
particularmente con los filmes de ese género protagonizados por Marcello
Mastroniani, algo así como una especie de inmigración a la italiana, sólo que
rodado por un director rumano en Rumanía con actores rumanos.
Podríamos
hablar incluso, porque en la película de Mungiu hay toda una gama de amores y
desamores que se cruzan y se descruzan (no voy a revelar el final) en las tres
partes que componen este largometraje de la deuda contraída con Manuale d’amore (2005), de Giovanni
Veronesi, si no fuera porque la producción rumana es tres años anterior a la
transalpina.
Pero
sí, sí que hay rasgos de la gran comedia italiana en ella, quizá porque, según
se afirma en Occident, aunque desde un
punto de vista meramente lingüístico, que a mí me parece cargado de toda
intención, las lenguas rumana e italiana son hermanas. De hecho, el nombre de
Rumanía en rumano es Romania, lo que no puede ser más evidente.
Elementos
propios de la filmografía italiana, como el fatalismo cómico, la narración
coral, o el surrealismo familiar se desglosan generosamente en la película de
Mungiu, con su chispita de hunmor negro, por lo que, de alguna manera, al menos en lo referente a la
construcción cinematográfica, sí que se ha producido la migración del arte al
oeste, o la influencia de occidente en oriente.
Pero
estamos ante uno de los principales dramas del ser humano en la actualidad,
como es la búsqueda de la supervivencia en otros países, siguiendo la ruta del
sol poniente, algo que ya iniciaran, por cierto, los fenicios cuando
abandonaron su Tiro y su Sidón hace tres mil años en números redondos. No puede,
por tanto, Occident ser una comedia
plena, y en ese sentido, con un lenguaje cinematográfico diferente, pero con la
misma cuestión de base, no me parece descabellado observar en esta obra de
Mungiu un vínculo con Lamerica
(1994), de Gianni Amelio, un vínculo dramático, evidentemente.
Francisco Javier Rodríguez Barranco
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