La Semana de Cine de Valladolid es un Festival sin
adjetivos. No es un Festival de Cine Africano, como el de Córdoba, y mira que
me gusta el cine africano. No es un Festival de Cine Iberoamericano, como el de
Huelva. No es un Festival de Cine Español, como el de Málaga. No es un Festival
de Cine del Tercer Mundo, como el de Granada. No es un Festival de Cine
Europeo, como el de Sevilla. Es una semana de cine. O si se prefiere, una
Semana Internacional de Cine, como su propio nombre indica y con todo lo que el
término “internacional” implica.
Por eso en un mismo día uno puede ver en un mismo día en
la Sección Oficial una película española, otra finlandesa, otra israelí y otra
canadiense. Y es que la capacidad de concentración de uno no le permite
disfrutar de más de cuatro películas al día, la primera proyección de las
cuales tuvo lugar a las nueve de la mañana, cuando todavía los churros del
desayuno no habían casi iniciado su ciclo natural de metabolismo.
Esa primera película fue el largometraje catalán L’arteria invisible (2015), de Per Vilá
Barceló, y lo que siente uno, sobre todo a las nueve de la mañana, en el pase
de prensa de una película en un festival de cine es que está penetrando en una
selva cada vez menos virgen a medida que los pasos van avanzando. Para el cartel
oficial de la película se ha utilizado el español, es decir, La arteria invisible, que eso no
significa nada. Es sólo que el cartel oficial de la película está en español.
Y en ese filme de Vilá Barceló lo que más llama la atención
es el lenguaje cinematográfico, puesto que cada puesta en escena habla por sí
misma, sin que sea muchas veces sea necesaria la presencia de los actores.
Asistimos así a momentos en los que escuchamos la voces, pero no vemos a los
personajes, o los vemos de espaldas, o vemos a uno sólo, también de espaldas, o
le vemos reflejado en un espejo, o escuchamos sólo los ruidos de fondo
(ladridos, televisión, coches) sin que nadie diga nada en la pantalla, todo lo
cual me parece un alarde fílmico.
La historia en sí no es nada que no sepamos (la dudosa
moralidad de los políticos, los problemas de pareja, la falta de oportunidades
para los jóvenes). Digamos que, lo que constituye algo habitual en el cine de
nuestros días, la trama se subordina a la construcción de los caracteres, pero
sí quiero destacar que la falta de vida de los personajes se materializa en un
embarazo obsesivamente deseado, pero no conseguido.
Otro elemento con el que cuenta esta producción son los “enfrentamientos”
cara a cara de los intervinientes en el filme, que constituye una de las señas
de identidad de la película, puesto que, siendo como es un largometraje coral,
no asistimos a conversaciones en grupo, sino casi siempre entre dos personas,
pero los respectivos ausentes de cada una de esas conversaciones están muy
presentes en palabras de Pere Vilá en la rueda de prensa posterior a la
proyección, y así lo aprecia también el espectador.
La segunda película de la Sección Oficial que he visto
hoy ha sido The Girl King (2015), del
director finés Mikas Kaurismäki, si bien constituye una multiproducción sueco
alemana canadiense finladesa, rodada en este país, pero que reconstruye la vida
de la reina Cristina de Suecia en el siglo XVII, una de las grandes impulsoras
de la Paz de Westfalia, de la que tan poco provecho sacamos los españoles, por
decirlo de la manera menos dolorosa.
Renè Descartes es otro de los personajes, lo que no es
demasiado habitual en el cine mundial y, por cierto, que se muestra en el filme
que su muerte no fue natural, sino que sucedió tras haber sido envenenado con el
arsénico aplicado a una Sagrada Forma con la comulgó. Ni quito ni pongo
iglesia, pero eso es lo que se en la película, donde además se desarrollan
varios juegos de dualidades: la pasión personal frente a la razón de estado, la
intolerancia religiosa frente al racionalismo, o la vida privada frente a los
deberes públicos.
En los corrillos cockteleros se comenta que es la gran
favorita para la Espiga de oro, algo para lo que no poseo todos los elementos
de juicio al no haber asistido a las proyecciones de los días anteriores, pero
si así fuera, me parecería una digna ganadora.
Tras la pausa para la comida, rodada en blanco y negro,
con una técnica propia del cine mudo, pues las escenas hablan por sí solas y se
carece de una banda sonora, hemos asistido a la película israelí Tikkum (2015), de Avisahi Sivan, que ha
dirigido una palabras previas al público para informarnos que se trata de la
segunda de una trilogía, enfocada en este caso a las dudas de fe, a la par que
plantea el conflicto entre ciencia y fe, algo de lo que nos podría hablar largo
y tendido Galileo Galilei, pero mejor no le preguntamos, que bastante tuvo ya
el pobre con lo tuvo y haber pechado con tres siglos en el fuego eterno de los
excomulgados. Creo que ahora su situación es algo mejor.
Si regresmos a Tikkum
en sentido estricto, se trata de una película difícil de seguir por su extrema
lentitud pero que alcanza cotas de vibrante sensibilidad cinematográfica dado
que cada fotograma, como comentaba más arriba, está dotado de de un manual
discursivo.
Particularmente impactante se me antoja un momento en que
el estudiante de las Sagradas Escrituras, un joven en la veintena, en pleno “frenesí”
escandalizante, abre las ventanas de su habitación para dejar entrar el sol y
se sube las mangas de la camisa para sentirlo en su piel, a lo que su hermano
pequeño, un niño, objeta que eso es impúdico. Acto seguido, la madre cierra las
ventanas y las persianas para que no entre ni un fotón. Dicotomía de la ciencia
y la fe, según hemos mencionado, pero dicotomía también de la fe y la vida,
porque la vida, creedme hermanos, mancha. Las cosas son así, y Pablo Neruda lo
plasmó en la revista que fundó en Madrid en la década de los treinta Caballo verde para la poesía, con el
manifiesto de evitar toda tentación de poesía pura.
El agua destilada es mala para la salud, y lo mismo
sucede con las actitudes antinaturales. Muy ilustrativo considero en ese
sentido la equiparación escénica entre las vacas preparadas para el sacrificio
y el alma de los judíos ultraortodoxos.
Por último, en cuanto a la cuarte película vista hoy, si
hay un género del que no me canso nunca, es de los gansters, que es lo que recrea la directora india Deepa Mehta, muy
alejada, por tanto de los tópicos bollywoodienses en la producción canadiense Beeba Boys (2015), cuya acción transcurre en la
British Columbia, concretamente en Vancouver.
Sabido es que Canadá es un país de acogida y que, por
ejemplo, en Toronto se estiman en más de ciento cincuenta lenguas las que se
hablan. Ahora que Harper ha perdido las elecciones y ha triunfado Trudeau como
Primer Ministro la hospitalidad del pueblo canadiense regresará a lo que ha
sido siempre. Pero sabido es también que algunos de estos pueblos han
trasladado a su nuevo país los conflictos de sus lugres de origen, como sucede
con las facciones antagónicas de los somalíes en la capital de la provincia de
Ontario. Y uno ignoraba, por ejemplo, que en la de British Columbia estaba tan
arraigada la mafia india, puesto que la directora indiocanadiense explicita en
su filme que está basado en hechos reales.
Nos hallamos, pues, ante una película de gansters y lo que procede es analizar, o
por lo menos enumerar lo que diferencia Beeba
Boys de otras películas de un género tan fecundo, aunque de irregulares
resultados:
—En primer lugar, la propia
voz narrativa de la directora, que es mujer y no hombre dentro de un género en
el que los realizadores han sido hasta ahora mayoritariamente masculinos. Hay
un marcado interés en diseñar psicológicamente a los hampones mediante perfiles
sin aristas.
—La familia no es la familia
italiana, en la que los clanes del crimen organizado se dotan de una estructura
jerárquica. En el filme de Mehta las familias son familias normales a las que
les han salido hijos mafiosos. De ahí que en un momento dado, por ejemplo, la
madre del jefe de la banda se permita regañarle como todas las madres regañan a
sus hijos.
—De mi viaje por la India
comprendí que los sijs, cuyo atavío natural es el turbante, tienen
terminantemente prohibido hacer el mal, pero en Beeba Boys, la violencia para los sijs es tan natural como las sombreros
de paja para los meses de verano en el campo.
—La estética es muy
colorista, de un color cada traje, sin embargo, pero sin que haya límites en
cuanto a la elección de los colores. Lo ceñido de los trajes y lo corto de los
pantalones, que no llegan hasta los zapatos en algunos casos, dejando una línea
de carne entre el final de la ropa y el inicio del calzado.
—Y por fin, a mí me ha
quedado una idea clara de en qué consisten las fuentes de ingreso de cada grupo
(drogas, alcohol, contrabando, prostitución, etc.). Tan sólo se muestra el
factor de autodefensa de una comunidad que este tipo de organizaciones ofrecen.
Día entero, pues, de cine en Valladolid, que espero
continuar mañana.
Fco. Javier Rodríguez Barranco
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