¿Qué se puede decir de una película que prácticamente
inaugura la Historia del Séptimo Arte, pues no otra cosa es el Viaje a la luna (1902), de Georges Méliès, que también figura en el reparto?
Desde luego no se le pueden buscar referencias fílmicas, porque el cine como
tal no existía, sino que era algo que se proyectaba en las barracas de feria.
De hecho, pocos años después de esta producción de Méliès, dos poderosas
filmográficas, Pathé y Gaumont conseguirían convertir el cine en algo urbano,
burgués, con proyecciones estables en los teatros de las ciudades. Fantômas fue
el gran protagonista de la mutación del cine de arte en industria.
Pero en 1902 lo que se veía en las pantallas era algo
popular, una atracción más junto a los hombres forzudos, las damas barbudas,
los carruseles, etc, etc, etc. Por eso, la gran labor de Méliès
fue la conversión de algo aún por definir en un objeto estético, pues su Viaje a la luna, con sus 16 minutos de
duración, marcaron un hito en la historia del cine, precisamente por su
voluntad de ser una pieza de arte. Sin duda el primer largometraje, pues hasta
entonces, la duración normal de las proyecciones era de 3 minutos.
Mucho le costó al bueno de George convencer a los
feriantes de que incluyeran su filme en el nomadeo habitual de los carromatos. La
excesiva duración del mismo para los hábitos de la época no animaba la
inversión de los profesionales de las ferias, pero cuando eso sucedió, cuando
por fin decidieron apostar por ella la película se convirtió en producto de
culto, uno de cuyos fotogramas, el de la luna tuerta por el impacto del cohete
constituye todavía uno de las imágenes icónicas del cine.
Sin embargo, puesto que no es posible establecer referencias
cinematográficas previas, hemos de buscar su relación con otras artes. La
película narra las peripecias de seis aventureros en un viaje a nuestro
satélite, donde se encontrarán con los selenitas, de aspecto entomológico
bípedo, armados con lanzas y con una estructura social que ha de recordarnos
necesariamente la de los pueblos de África de la época, desconcertados por la
llegada del hombre blanco. A no mucho tardar, los habitantes nativos de este
continente, más que desconcierto sentirían indignación, pero ésa es ya otra
historia.
Pero ese aspecto de los selenitas nos sitúa ya ante una
de las claves del filme de Méliès, que es su vinculación decimonónica,
como no podía ser de otra manera para una producción concebida en mayo de 1902
y estrenada en septiembre de ese año, pues esos pueblos era lo que hallaban los exploradores de Occidente en el XIX. La huella del ochocientos ha
de llevarnos también a un oficial, armado con sable y ataviado con un uniforme
como del Ejército Federal en la Guerra de Secesión de los Estados Unidos de
Norteamérica, que es quien da la orden de disparo del cohete, como si estuviera
dirigiendo un pelotón de fusilamiento en Virginia.
Del XIX han de ser también las referencias artísticas de
este filme, entre las que la crítica no ha dudado en señalar Julio Verne y H.
G. Wells, puesto que ambos eran, en efecto, las principales referencias de la
literatura fantástica del momento. Pero tampoco podemos olvidar el fuerte
contenido teatral de Viaje a la luna,
en cuyos interiores, disposición de los actores, movimientos, etc, se respira
el mundo escénico de las tablas.
Y hasta tal punto son las cosas así, que me permitiría
afirmar que Viaje a la luna no es el
eslabón perdido del teatro en su evolución al cine, si es que tal evolución
existió alguna vez, sino el vértice en que confluyeron novela, dramaturgia y
cine, de ahí el importante papel que este filme significa por sus propios
valores estéticos y por su posición en la Historia del Arte, en general. A
partir de ahí, cada medio evolucionó con su propia voz: todos sabemos cómo se
ha desenvuelto el teatro durante el siglo XX y las cimas que ha coronado; a
nadie se le escapan las innovaciones narrativas del esa centuria (impensable,
por ejemplo, Cien años de soledad en
1900); y el cine ha conocido un desarrollo proverbial, hasta el punto de
convertirse en una referencia esencial del siglo pasado; pero en el momento en
que el largometraje de 16 minutos de Méliès fue rodado todavía posible
encontrar una intersección que no consistiera en el conjunto vacío entre esas
tres disciplinas artísticas.
Méliès investigó también en las posibilidades de los
efectos especiales, puesto que no podría concebirse su película sin ellos; dotó
a los decorados de unas enormes plasticidad y elocuencia; e incluso se permitió
una versión en color pintando uno a uno cada uno de los fotogramas. Inolvidable la escena en que la media luna, una estrella y Saturno velan el sueño de los viajeros. Todo un periplo osado. Toda una
osadía creativa.
¿Que qué fue de George Méliès? Bueno, ya hemos dejado
entrever la competencia voraz de dos importantes productoras de cine, cuya
competencia no pudo resistir, siendo él como era un artesano fílmico. Tampoco
le resultó de gran ayuda todo el desastre de la Primera Guerra Mundial. Viudo,
arruinado y decepcionado, en su peor momento vital, se reencontró con una anterior
actriz, Jeanne D’Alcy, que regentaba un negocio de juguetes y golosinas en la
estación parisina de Montparnasse, con quien se casó y mantuvo dicho negocio,
donde fue reconocido por León Druhot, director de Ciné-Journal, que reivindicó la figura de Méliès hasta que en 1931,
un año antes de su muerte, se le concedió la Orden de la Legión de Honor. En tal acto tomó la palabra Louis Lumière para declarar: “Rindo
homenaje en usted al creador del espectáculo cinematográfico”; lo que con otras
palabras significa que no basta con inventar el cine: además hay que dotarle de
contenido y de arte.
Y para quienes tengan interés y les pille cerca, hasta
mediados de noviembre hay una exposición de Méliès y su obra en la plaza de la
Marina de Málaga, proyección de Viaje a
la luna incluida.
Francisco Javier Rodríguez Barranco
No hay comentarios:
Publicar un comentario