Que sí, de verdad, que a mí
me lo podéis decir tranquilamente, que de mi blog no sale: ¿Cuántas películas
rusas conocemos? Venga, venga, frikazos del cine, que no se diga
¿Cuántas, cuántas? Porque Bye, bye, Lenin (2003) no es soviética, ni
siquiera su acción transcurre en la Unión soviética. Ni tampoco es soviética Doctor
Zhivago (1965). No veo yo a Omar Sharif desfilando en la Plaza Roja, la
verdad. De Taras Bulba (1962), ¿para qué hablar? Y así podríamos seguir
con un largo etcétera de filmes originarios en leyendas o novelas del gran
hermano del este. Tampoco es rusa una película aparentemente tan moscovita como
El concierto (2009), sino oficialmente francesa, en realidad una
coproducción franco-rumano-italo-belga. Su director, al menos, Radu Mihaleanu,
rumano, sí pertenece a la Europa del Este. Por decir algo, vaya.
Ah, por cierto, en adelante, y por simplificar
el texto, utilizaré el gentilicio “ruso” para referirme tanto al cine ruso, en
sentido estricto, como al soviético. Al fin y al cabo, uno de Historia, lo
justito.
Pero yo tampoco soy capaz
de recordar muchas películas rusas, más allá de Sergei Eisenstein. Realmente
sólo una: Moscú no cree en las lágrimas (1979), que obtuvo el Oscar a la
mejor película en habla no inglesa en 1980 y que quizá por ello llegó a las
pantallas españolas: en aquel momento ya se habían restablecido las relaciones
diplomáticas con la Unión Soviética. Posteriormente, en 1994, fue distinguida
con el mismo galardón Quemado por el sol, que reconozco no haber visto.
Aún. Nunca se sabe.
Y sin embargo, en buena
lógica, desde que los hermanos Lumière inventaron el cine en 1896, cabe inferir
que muchos y de gran calidad han sido los largometrajes procedentes de Rusia,
que es una nación que ha dejado grandísimas muestras de creatividad en todas
las disciplinas artísticas oficialmente reconocidas. Y es que en esta nuestra
querida y temida piel de toro es muy poquito lo que se sabe de Rusia: ese
gigante que no está muy claro a qué continente pertenece, si es que no
constituye un continente por sí mismo. Mucho ruso en Rusia, ¿para qué insistir?
Y ahora, así de golpe y
porrazo, resulta que llega a nuestros cines una grandiosa producción: Leviatán
(2014) o Leviathan, en la denominación original, que no en balde ha sido
galardonada con el Premio al Mejor guión en el último Festival de Cannes, y
está nominada a los Globos de Oro en la categoría de Mejor película en habla no
inglesa. La acción de Leviatán se sitúa en una diminuta aldea junto al
mar de Barents, es decir, en un rinconcito del Océano Glacial Ártico, o con
otras palabras, en los confines septentrionales del planeta Tierra. Así que por
ello, y porque ya he admitido mi ignorancia sobre el cine ruso, me voy a
permitir compararla no con otros filmes de su país, sino con la argentina Historias mínimas (2002), de Carlos Sorin, como es de sobra conocido, puesto que se
ambienta en los confines meridionales de la Tierra, concretamente en la
Patagonia. El cine argentino sí que lo conozco un poco mejor.
Pues bien, en la película de
Sorin se entrecruzan una serie de experiencias vitales, que son de todo, menos
gozosas. Se trata de dramas personales, que rayan en el patetismo: Don Justo, un anciano de ochenta años, que es el dueño
de un bar de carretera que regenta su hijo, se ha escapado de casa para buscar
a su perro desaparecido desde hace tiempo; Roberto, un viajante de comercio de
cuarenta años, lleva en su viejo coche una tarta de crema para el cumpleaños
del hijo de la joven viuda de uno de sus clientes; y María Flores, una joven de
25 años, que viaja con su hija en autobús, y
acaba de saber que ha resultado ganadora en un sorteo de un programa de
TV, cuyo premio mayor es un robot de cocina. Pero la mirada del director sobre
todos estos personajes es tierna. Es un enfoque muy amable, que no resta
dimensión al fracaso personal de cada personaje, puede ser incluso que lo
acentúe, pero el enfoque es muy humano y hasta cierto punto esperanzador. De
hecho, oficialmente esta película ha sido calificada como “comedia” y toques
cómicos hay, pero dentro de un dramatismo implícito.
El
enfoque de Andrey Zvyagintsev, director de Leviatán,
sin embargo nos presenta con toda su crudeza la realidad de unas existencias
terminales.
Empecemos por recordar que
la palabra "Leviatán" aparece en los siguientes libros bíblicos:
En aquel día Jehová castigara con su espada dura,
grande y fuerte al Leviatán serpiente veloz, y al Leviatán serpiente
tortuosa ; y mataran al dragón que está en el mar.
Rompiste las cabezas del Leviatán; y lo diste por
comida a las tortugas de mar.
Por allí circulan los navíos y Leviatán que hiciste
para entretenerte.
¿Sacarás tú al Leviatán con el anzuelo, o con cuerda
que le eches en su lengua?
Wikipedia dixit.
De alguna manera ya se da a entender la existencia del
monstruo en el Génesis y desde ese
mismísimo inicio se asocia con Satanás. Y no me parece casual que Zvyagintsev
haya elegido tan diabólica referencia para bautizar su película, pues todo
sucede en la proximidad de uno de los mares más remotos del mundo y todas las
atrocidades a las asistimos durante la proyección cuentan con las bendiciones
eclesiásticas de la iglesia, concretamente de la iglesia ortodoxa, imperante en
Rusia.
Zvyagintsev nos traslada, pues a una región terminal del
planeta, donde el contexto político es lo suficientemente terminal: los
retratos de los anteriores Jefes del Estado hasta Gorbachov, inclusive se
utilizan como blancos para demostrar la puntería de los hombres, y si no se usa
el de Yeltsin es porque ni siquiera eso merece. Una sociedad terminal, donde la
máxima autoridad, es decir, el alcalde, ejerce como gánster oficial, al que se
subordinan todos los demás poderes: la policía, el fiscal, los jueces. Las
referencias a la Justicia tan sólo sirven para que el espectador comprenda el
clima de abusos y podredumbre moral de las fuerzas vivas.
Y en ese campo de cultivo terminal, germinan las vidas
terminales de los personajes, como Pasha, un Policía de Tráfico que complementa
sus ingresos con las mordidas a los conductores; o Roma, un adolescente, cuyo
único aliciente vital consiste en reunirse con sus amigos en una iglesia en
ruinas para beber cerveza; pero sobre todo el trío protagonista: Kolya, padre
de Roma, el hombre que ve cómo sus bienes son confiscados por una limosna con
total impunidad; Dimitri, el abogado moscovita, amigo personal de Kolya, que se
traslada al mar de Barents para representar a su amigo, a quien llama hermano;
y Lylia, segunda mujer de Kolya, totalmente rechazada por Roma, de quien no es
madre biológica, y que forma parte de una cadena de envasado de pescado. Todo
ello con el denominador común del vodka, omnipresente en toda la película. Aquí no se da esa mirada analógica, que se supone que preside la caída del carrito de bebé por la escalinata en El acorazado Potemkin. Aqui todo es real y directo.
Y particularmente interesante me parece el personaje de
Lylia, magníficamente interpretado por Elena Lyadova, a quien el guion no
asignó mucho texto, pero su drama interno, su carencia de horizontes, se
comprende perfectamente con su expresión corporal, especialmente sus miradas.
“¿Te vienes conmigo a Moscú?”, le pregunta Dimitri, una vez que su adulterio ha
sido descubierto y castigado físicamente. “¿No entiendo a qué te refieres?”
(cito de memoria de los subtítulos).
No hay un más allá. No existe un PLUS ULTRA para los
personajes de este largometraje: su vida empieza y termina en la proximidad de
Leviatán.
Francisco Javier
Rodríguez Barranco
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