A estas alturas de la película,
ponderar las cualidades de un director como Ventura Pons o de una actriz como
Vicky Peña es una inmensa obviedad. Profundizar, en cambio, en el conocimiento
de Mercè Rodoreda, gracias a la acción conjunta de los recién mencionados
actriz y director es un placer muy especial para el espíritu.
Resulta muy curioso e irónico que en
Un berenar a Ginebra Mercè insista en
su poco aprecio para el teatro y en su mayor pasión por el cine, y ello en base
a un argumento tan simple como irrebatible: en el cine los caballos son reales.
Pero digo que resulta muy curiosa e irónica esa opinión, porque a lo que
asistimos en la película de Pons es una creación de marcada textura teatral,
montada casi como un monólogo: el de la escritora catalana, que en 1973 invitó
una tarde a merendar en su apartamento al editor y crítico Castellet y a su
mujer, Isabel. Estas dos personas intercambian miradas de complicidad entre ellos
ante las reflexiones en voz alta de Mercè e intervienen en contadísimas
ocasiones para manifestar sorpresa o para dirigir la charla en alguna
determinada dirección. Doce fueron los días en que se rodó esta película, pero
en su butaca del cine, el espectador tiene la impresión de estar ante la
grabación en directo de una pieza escénica.
Y Mercé habla de su vida, conocemos
detalles de ella, sobre todo las dos guerras que padeció: la civil española y
la mundial. Hasta tal punto es certera su narración, por boca de Vicky Peña,
que yo he tenido una imagen mucho más nítida de los horrores de las guerras que
en muchísimas películas del género bélico: no se necesita ni una sola
explosión, ni un solo disparo para comprender esas atrocidades.
Por otro lado, nos hallamos en un
momento de la vida de la escritora que no se ha recuperado aún de la pérdida de
su gran amor, Obiols, acaecida dos años antes. Lo que le permite manifestar que
“El amor me daba asco”. Además, los dolores en su brazo derecho y su desengaño
general ante la vida, provocan este otro comentario: “La literatura me daba
asco”. Por esos motivos, ha tomado la decisión de retirarse a una vida
solitaria y dejar de escribir: lo primero lo acometería, lo segundo, no, puesto
que empezó a escribir Espejo roto en
1974.
Pues bien, a pesar de los
sufrimientos de las dos guerras que Mercè conoció directamente; a pesar de sus
poco ilusionantes opiniones sobre el amor y la literatura; a pesar de lo dura
que fue su vida en general (no olvidemos, por ejemplo, que Obiols tenía su
esposa legítima en Barcelona), lo que la película de Ventura Pons transmite es
la imagen de una persona que no guarda rencor a nadie, que se ha reconciliado
con el mundo, que ya ha padecido lo que tenía que padecer, y que ha decidido
una vida serena.
En esta película asistimos a una
especie de autobiografía monólogada de la propia escritora, pero asistimos
sobre todo a una visión de la vida, a una actitud ante la vida cuando Mercè
Rodoreda tenía ya sesenta y cinco. Y de ese manifiesto vital, me quedo con el
esperanzador regustillo de la paz espiritual que Un berenar a Ginebra transmite. Una paz que tanto precisaba la
autora catalana, y que puede concentrarse en la siguiente frase, cuya autoría
le corresponde: “Vivir mal humaniza”; a lo que me atrevería a apostillar de mi
propio cuño, siempre y cuando tu alma esté a la altura de esa humanidad. Ésa
fue la grandeza de Mercé Rodoreda.
Francisco Javier Rodríguez Barranco
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