El cine cubano
llega a España con cuentagotas, y yo creo que sí se puede hablar de un cine
cubano con unas determinadas señas de identidad, y ahí está la Escuela de San
Antonio de los Baños, que, por cierto, proporcionó una buena selección de
cortometrajes para el Festival Internacional de Cine del Sahara en 2009.
Durante estos días del Festival de Málaga de Cine Español, tuvimos ocasión de
hablar con Gabriel Drak, director de La
culpa del cordero, según hemos comentado en otro lugar, y nos comentó que
realmente no existe un cine uruguayo, sino cineastas uruguayos. Pero cine
cubano, sí. Sí existe un determinado cine cubano, una de cuyas características
básicas a mi modo de ver consiste en la intensidad humana dentro de una
atmósfera densa y de un contexto sociopolítico sobradamente conocido. El
magisterio de Tomás Gutiérrez Alea, después de más de cuarenta años de
ejercicio fílmico, continuado mediante Juan Carlos Tabío no puede ni debe desaparecer
fácilmente. Si bien las actuales generaciones de realizadores trazan ya su
propio camino, pues al esperpento coral de Guantanamera
(1995), de Tabío, co-dirigida por Alea, opone Lechuga los tintes dramáticos de Melaza, siendo así que ambos
largometrajes muestran la misma sociedad.
Pues bien,
dentro de esas escasas producciones del país caribeño que llegan a España, no
pueden ser más difíciles las dos últimas a las que he tenido oportunidad de
asistir: Boleto al paraíso (2010), de
Gerardo Chijona, basada en hechos reales, y Melaza,
de Carlos Lechuga, puesto que dentro de una coyuntura política muy conocido y
tratando como trata una cuestión social tan acuciante como el SIDA, la película
de Chijona carga las tintas en la intimidad de una pareja de adolescentes,
mientras que la película de Lechuga es manifiestamente social, desde el
mismísimo inicio, puesto que la segunda escena es el ruido de una avioneta y un
fajo de periódicos del diario Trabajadores,
que se supone que caen de ella. Pero es una película social sin ser demagógica,
panfletaria ni plantear tampoco una situación de victimarios-victimas. Diríase
que todos son víctimas de la Historia, con mayúsculas. Es como si Lechuga se
hubiera limitado a abrir el objetivo de su cámara de grabación y por delante de
ella hubiera pasado la realidad de un pueblo, la durísima realidad de una
aldea, cuya principal industria, la melaza, desapareció hace tiempo, lo cual no
es privativo de la sociedad caribeña mostrada, sino que en esta nuestra Europa
los ejemplos de reconversión industrial, curioso eufemismo para referirse al
cierre de industrias, fueron habituales en la Inglaterra de Margaret Thatcher y
los efectos son aún visibles en toda la zona centro del país, mientras que en
España, el cierre de astilleros o minas forman parte de nuestra realidad
cotidiana.
Sí quiero
destacar el lenguaje cinematográfico utilizado por Lechuga, puesto que su
película es pródiga en escenas sin diálogos, que, por otro lado, son escenas de
una gran plasticidad. En el cine fórum
posterior a la película, Lechuga comentó que ello fue así porque de otro modo
el largometraje no se hubiera podido grabar nunca: el régimen se considera
mucho más agredido por los diálogos que por las palabras. Pero yo creo que eso
demuestra la fuerza cinematográfica del director, dado que el cine consiste
básicamente en contar historias con imágenes. Imágenes muy elocuentes en Melaza, como pueden ser una clase de
natación en una piscina sin agua, una comprobación del estado de la maquinaria
de un ingenio cerrado o un patético himno cantado por los cuatro “peladitos”
que componen el alumnado de una escuela rural. Mucha plasticidad podemos
observar en los colores externos de la casa donde viven los protagonistas, en
los herrumbrosos y abandonados espacios internos del central e incluso en las
vías del tren comidas por la maleza, por otro lado, detalle curioso este
último, porque el primer tren que se construyó en España se hizo en la Cuba
colonial en 1837 entre La Habana y Bejual.
La elocuencia, por otro lado, no es
privativa de las imágenes, sino también de los sonidos o voces, que no son
plásticas, evidentemente, pero sí muy expresivos. El primer ruido que oímos es
el del ruido de la avioneta más arriba mencionada y es el sonido de una
aeronave renqueante y arcaica, lo que ya nos da idea de la pobreza de medios.
Otros ruidos no menos elocuentes son los programas de radio contando las
glorias azucareras del lugar, o las llamadas por megafonía a concentrarse
contra el imperialismo yanqui, cuando toda la aldea son unas pocas decenas de
seres humanos. No creo yo que eso haga temblar especialmente al águila de
cabeza blanca. La propia música de la película también contribuye a crear ese
ambiente desvencijado, habida cuenta de que no se trata de los coloristas sones
cubanos, sino de bandas de músicos mínimas que interpretan temas desganados.
Ése es el contexto que recrean las
imágenes y los sonidos de Melaza, y
en ese entorno, el protagonista, maestro de escuela, ha de transportar la
pizarra a su casa para intentar clases particulares; este mismo profesor se
arriesga a varias decenas de años de cárcel por vender carne de vaca; los
protagonistas han de alquilar su casa para que se ejerza la prostitución en
ella; ellos mismos han de transportar el colchón hasta la fábrica abandonada
para conseguir un mínimo de intimidad; la protagonista roba un reloj, supuestamente
de oro; la protagonista también ha de prostituirse, mientras su propia madre le
aconseja cómo ofrecer una imagen más seductora; etc.
Como resumen y tal como dice la
protagonista de la película, en Cuba o aprendes a bailar o te mueres en la
pista. Lo cual me parece un planteamiento tan duro como realista.
Es sólo que en la sociedad que nos
muestra Carlos Lechuga es preciso bailar sin mú.
Francisco Javier Rodríguez Barranco
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