sábado, 1 de junio de 2024

EL LADO FANÁTICO DEL ISLAM EN 'LE SPECTRE DE BOKO HARAM'

 


Pulsa aquí para tráiler

Tarifa, 31 de mayo de 2024


La película camerunesa Le spectre de Boko Haram (2023), de la directora también camerunesa  Cyrielle Raingou, ha sido galardonada con el Premio del Público en la 21 edición del Festival de Cine Africano de Tarifa-Tánger, un galardón que se une a los de Mejor película documental en los festivales internacionales de Rotterdam y Hainan, así como, en la African Movie Academy Awards, todo ello en 2023, además de haber sido nominado al Mejor documental en los de São Paulo, Múnich, Atenas, Nueva York y Guanajuato, también en 2023.

          Tal y como comentamos para Le fardeau, en mi humilde opinión, se trata de una ficción documental más que de un documental en sentido estricto, puesto que muchas de las escenas están guionizadas para mejor mostrar el mensaje que se quiere transmitir, que es el del horror del terrorismo, en este caso el islámico de Boko Haram.

          Curiosamente, el FCAT ha permitido que en una misma tarde asistiéramos a dos modos antitéticos de entender el isla: el componente espiritual en Une porte sur le ciel, recién comentada, y Le spectre de Boko Haram, que me propongo analizar a continuación.



Nos centramos así en el filme de Cyrielle Raingou  y lo primero que debemos señalar es que la acción se sitúa en Kolofata, un municipio al norte de Camerún, en la frontera con Nigeria que padece incursiones terroristas con regularidad y por tal motivo el ejército camerunés ha de proteger a la población.

 


         La película muestra cómo es la vida diaria en esa aldea, de pobreza extrema, donde la presencia de los militares armados hasta los dientes se ha convertido en algo habitual dentro del devenir cotidiano.

          Se trata, pues, de una cinta coral, aunque hay algunos personajes, que son niños, en los que la cámara se detiene con mayor frecuencia, en concreto, Falta Souleymane, cuyo padre fue asesinado en un atentado terrorista, y los hermanos Alilou, Ibrahim y Mohamed, cuyos padres han desaparecido no se sabe si asesinados o porque se han unido a los terroristas. A tal punto llega la cosa que el más pequeño, Mohamed, es incapaz de recordar cómo era su madre si tenía la piel clara u oscura, si tenía el pelo largo o corto, etcétera. Conocemos también a Adja Aïssatou, otro niño que cuida de dos cabras, un trabajo que le impide muchas veces ir a la escuela.



          La vida transcurre así en esa aldea carente de todo, donde los niños juegan con los juguetes que tienen, que básicamente residen en su imaginación; el maestro intenta educarlos en lo más básico de la lectura o aritmética; las mujeres se ocupan de las tareas básicas de la casa, mientras los hombres que quedan vivos concentran su actividad en estar tumbados en la más absoluta molicie; una niña es diagnosticada con malaria y le aplican un tratamiento de brujería para sanarla; los pequeños estudiantes hacen figuras de barro; etcétera. Lo típico, y no es que yo vaya a defender la permanencia de un modo paupérrimo de vida, pero en ese modelo arcaico no entraba la posibilidad de ser asesinados por no se sabe quién en defensa de no se sabe bien qué fe.


Todo normal, salvo por el pequeño detalle de que las mujeres son viudas y los niños, además de realizar un trabajo que no les corresponde por su edad, son huérfanos o medio huérfanos. Algunos ni siquiera pertenecen a la aldea, como es el caso de Ibrahim y Mohamed, mas la comunidad se ocupa de ellos.

          Todo normal, salvo el despliegue militar que acontece a diario. Al principio de la película hay una escena, por ejemplo, en que un niño mira por la ventana de la escuela y lo que ve a un soldado preparado para intervenir en cualquier momento.

          Todo normal, si no fuera por la sombra amenazadora de los terroristas, que están por ahí y es algo que la comunidad sabe, y que pueden un atentado en cualquier momento. De ahí el título de la película, entendiendo “espectro” no como el espíritu de algo muerto, sino como aliento fétido presente en el día a día. Algo vivo y muy vivo, demasiado vivo, que viene a endurecer exponencialmente unas condiciones de vida ya de por sí bastante duras.

          Esa es la realidad de los habitantes en esa región del mundo, donde cada mañana es un regalo, porque no se sabe si se va a llegar a la noche y el aprender a sumar cantidades sencillas, como quince más cinco, es quizá la máxima aspiración pedagógica de la aldea.

          Por otro lado, hay un momento en que los soldados cargan en camiones a medio centenar de terroristas detenidos y, aunque la cámara no se detiene en ellos, en sus rostros, en su aspecto, sí que permanece el tiempo suficiente para que el espectador comprenda que parecen personas normales que podrían estar dedicándose al pastoreo, a cultivar la tierra, etcétera. No hay nada en ellos que les haga parecer diferentes del resto de la comunidad, pero esos terroristas están dispuestos a inmolarse en cualquier momento para mejor agradar a un dios que jamás les pidió que cometieran esas atrocidades.



De hecho, las primeras palabras que se escuchan en la película son para narrar cómo un presunto vendedor de gallinas hace estallar un artefacto pegado a su cuerpo ocasionando la muerte de ocho personas, entre ellas el padre de Falta. ¿Habrá algo más antinatural que un asesinato colectivo de personas desconocidas en una aparente transacción rural de venta de gallina?

De manera que, en esencia, la cinta de Cyrielle Raingou no nos habla del terrorismo en sí, sino de las consecuencias del terrorismo que deja detrás un reguero de viudas o de niños abandonados a su suerte, pero sobre todo la sensación de vivir bajo una sombra oscura y densa.

Y no quiero cerrar la reseña de este documental o ficción documental, si se prefiere, sin mencionar otro largometraje, este sí plenamente de ficción, que aborda el mismo tema: el mauritano en su última película Timbuktu (2014), del director mauritano Abderrahmane Sissako, uno de los grandes nombres de la historia del cine africano y una película nominada al Oscar a la Mejor película en lengua no inglesa en la edición de 2015, aunque hay un detalle esencial que diferencia ambas producciones, además de la genérica de documental frente a ficción, aunque en el cine africano la frontera entre ambos géneros es bastante difusa, y es que el filme de Sissako no se centra en los efectos del terrorismo, sino que aborda la invasión por las huestes fundamentalistas de una apacible aldea. Raingou analiza los efectos y Sissako la causa.

Timbuktu es una película muy respetuosa con la fe musulmana. Es sólo que en ella se contrapone el amor a la humanidad que debe presidir toda confesión religiosa a la inhumanidad satánica de los fanatismos y no soy, admitámoslo, una persona de profundas convicciones místicas, pero sí creo que el filme de Sissako delimita inequívocamente la esencia universal del ser humano como una imperfección llena de sentimientos frente a la imposición ciega de un credo cruel. Por eso, la extrañeza entre la irracionalidad fundamentalista se plasma, entre otros muchos detalles, en la presencia constante de intérpretes para comprender la lengua de cuerpos extraños en la sociedad maliense, pero sobre todo en los debates entre el imán local, que simboliza la interiorización y la palabra, y el jefe de los integristas, que simboliza la inhumanidad y las armas.

Un problema más de los muchos que sufre África y es que, creedme, hermanos, cualquier dios que se precie es un dios de la vida y ningún dios te pide que mates en su nombre.

 


Francisco Javier Rodríguez Barranco

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