Tarifa, 31 de mayo de 2024
Tal y como comentamos para Le fardeau, en mi humilde opinión, se
trata de una ficción documental más que de un documental en sentido estricto,
puesto que muchas de las escenas están guionizadas para mejor mostrar el
mensaje que se quiere transmitir, que es el del horror del terrorismo, en este
caso el islámico de Boko Haram.
Curiosamente, el FCAT ha permitido que
en una misma tarde asistiéramos a dos modos antitéticos de entender el isla: el
componente espiritual en Une porte sur le
ciel, recién comentada, y Le spectre
de Boko Haram, que me propongo analizar a continuación.
Nos centramos así en el filme de Cyrielle
Raingou y lo primero que debemos señalar
es que la acción se sitúa en Kolofata, un municipio al norte de Camerún, en la
frontera con Nigeria que padece incursiones terroristas con regularidad y por
tal motivo el ejército camerunés ha de proteger a la población.
Se trata, pues, de una cinta coral,
aunque hay algunos personajes, que son niños, en los que la cámara se detiene
con mayor frecuencia, en concreto, Falta Souleymane, cuyo padre fue asesinado
en un atentado terrorista, y los hermanos Alilou, Ibrahim y Mohamed, cuyos
padres han desaparecido no se sabe si asesinados o porque se han unido a los
terroristas. A tal punto llega la cosa que el más pequeño, Mohamed, es incapaz
de recordar cómo era su madre si tenía la piel clara u oscura, si tenía el pelo
largo o corto, etcétera. Conocemos también a Adja Aïssatou, otro niño que cuida
de dos cabras, un trabajo que le impide muchas veces ir a la escuela.
La vida transcurre así en esa aldea
carente de todo, donde los niños juegan con los juguetes que tienen, que
básicamente residen en su imaginación; el maestro intenta educarlos en lo más
básico de la lectura o aritmética; las mujeres se ocupan de las tareas básicas
de la casa, mientras los hombres que quedan vivos concentran su actividad en
estar tumbados en la más absoluta molicie; una
niña es diagnosticada con malaria y le aplican un tratamiento de brujería para
sanarla; los pequeños estudiantes hacen figuras de barro; etcétera. Lo típico,
y no es que yo vaya a defender la permanencia de un modo paupérrimo de vida,
pero en ese modelo arcaico no entraba la posibilidad de ser asesinados por no
se sabe quién en defensa de no se sabe bien qué fe.
Todo normal, salvo el despliegue
militar que acontece a diario. Al principio de la película hay una escena, por
ejemplo, en que un niño mira por la ventana de la escuela y lo que ve a un
soldado preparado para intervenir en cualquier momento.
Todo normal, si no fuera por la sombra
amenazadora de los terroristas, que están por ahí y es algo que la comunidad
sabe, y que pueden un atentado en cualquier momento. De ahí el título de la
película, entendiendo “espectro” no como el espíritu de algo muerto, sino como
aliento fétido presente en el día a día. Algo vivo y muy vivo, demasiado vivo,
que viene a endurecer exponencialmente unas condiciones de vida ya de por sí
bastante duras.
Esa es la realidad de los habitantes
en esa región del mundo, donde cada mañana es un regalo, porque no se sabe si
se va a llegar a la noche y el aprender a sumar cantidades sencillas, como
quince más cinco, es quizá la máxima aspiración pedagógica de la aldea.
Por otro lado, hay un momento en que
los soldados cargan en camiones a medio centenar de terroristas detenidos y,
aunque la cámara no se detiene en ellos, en sus rostros, en su aspecto, sí que
permanece el tiempo suficiente para que el espectador comprenda que parecen
personas normales que podrían estar dedicándose al pastoreo, a cultivar la
tierra, etcétera. No hay nada en ellos que les haga parecer diferentes del resto
de la comunidad, pero esos terroristas están dispuestos a inmolarse en
cualquier momento para mejor agradar a un dios que jamás les pidió que
cometieran esas atrocidades.
De hecho, las primeras palabras que se
escuchan en la película son para narrar cómo un presunto vendedor de gallinas
hace estallar un artefacto pegado a su cuerpo ocasionando la muerte de ocho
personas, entre ellas el padre de Falta. ¿Habrá algo más antinatural que un
asesinato colectivo de personas desconocidas en una aparente transacción rural
de venta de gallina?
De manera que, en esencia, la cinta de
Cyrielle Raingou no nos habla del terrorismo en sí, sino de las consecuencias
del terrorismo que deja detrás un reguero de viudas o de niños abandonados a su
suerte, pero sobre todo la sensación de vivir bajo una sombra oscura y densa.
Y no quiero cerrar la reseña de este
documental o ficción documental, si se prefiere, sin mencionar otro
largometraje, este sí plenamente de ficción, que aborda el mismo tema: el
mauritano en su última película Timbuktu
(2014), del director mauritano Abderrahmane Sissako, uno de los grandes nombres
de la historia del cine africano y una película nominada al Oscar a la Mejor
película en lengua no inglesa en la edición de 2015, aunque hay un detalle
esencial que diferencia ambas producciones, además de la genérica de documental
frente a ficción, aunque en el cine africano la frontera entre ambos géneros es
bastante difusa, y es que el filme de Sissako no se centra en los efectos del
terrorismo, sino que aborda la invasión por las huestes fundamentalistas de una
apacible aldea. Raingou analiza los efectos y Sissako la causa.
Timbuktu
es
una película muy respetuosa con la fe musulmana. Es sólo que en ella se
contrapone el amor a la humanidad que debe presidir toda confesión religiosa a
la inhumanidad satánica de los fanatismos y no soy, admitámoslo, una persona de
profundas convicciones místicas, pero sí creo que el filme de Sissako delimita
inequívocamente la esencia universal del ser humano como una imperfección llena
de sentimientos frente a la imposición ciega de un credo cruel. Por eso, la
extrañeza entre la irracionalidad fundamentalista se plasma, entre otros muchos
detalles, en la presencia constante de intérpretes para comprender la lengua de
cuerpos extraños en la sociedad maliense, pero sobre todo en los debates entre el
imán local, que simboliza la interiorización y la palabra, y el jefe de los
integristas, que simboliza la inhumanidad y las armas.
Un problema más de los muchos que sufre
África y es que, creedme, hermanos, cualquier dios que se precie es un dios de
la vida y ningún dios te pide que mates en su nombre.
Francisco Javier Rodríguez Barranco
No hay comentarios:
Publicar un comentario