Hace
tiempo leí que la principal causa de las guerras es que quien las declara no
las hace, y lamento no poder precisar más esta cita, pero uno tiene sus
limitaciones. En todo caso me parece de un sentido común apabullante. Sí
recuerdo que esta otra es de Clausewitz, un, digamos, pensador entre los
siglos XVIII y XIX: “La guerra es la continuación de la política por otros
medios”. Por otros medios asquerosos, me atrevería a apostillar. Pertenece a su
libro De la guerra y la considero,
pues, una frivolidad insoportable para tratar algo que encierra en sí
tres, y a veces los cuatro, jinetes del apocalipsis: la propia guerra, hambre y
muerte. Ahora bien, ¿qué sucedería si conociéramos al soldado que tenemos
delante de nuestro punto de mira, sus aficiones, sus inquietudes, sus
esperanzas? ¿Le dispararíamos? ¿El Jefe del Estado de nuestro país le
declararía la guerra? ¿Nos parecería una opción diplomática válida? Pero no
adelantemos acontecimientos, porque de eso es de lo que trata precisamente Mandarinas, del director estonio Zaza Urushadze,
rodada en 2013, si bien ha llegado a las pantallas españolas en la primavera de
2015, aunque estuvo nominada al Oscar, así como en los
Globos de Oro y premiada en los Satellite Awards, todo ello en la misma
categoría: Mejor película en habla no inglesa.
Recordemos
antes que la denuncia de la violencia nace casi con el propio cine, pues durante
la Primera Guerra Mundial apareció Intolerancia (1916), de David Wark Griffith. En años posteriores se desarrollaría un amplio abanico de filmes antibelicistas basados en esa contienda con películas Cuatro de Infantería
(Westfront 1918 en el título original) (1930), de George Wilhem Pabst, Sin novedad en el frente (1930), de Lewis Milestone, basada en la novela homónima de Erik María Remarque,
Adiós a las armas (1932), de Frank
Borzage, basada también en otra novela, en este caso de Ernst Hemingway, o La gran ilusión (1937), de Jean Renoir. Como curiosidad comentar que el primer
Oscar de la Academia se concedió a Wings
(1927), de William A. Wellman, en su versión muda, una historia de amor
ambientada en la Gran Guerra, con una inconmensurable Clara Bow en el papel de
Mary Preston, y un bisoño Gary Cooper. Los
largometrajes pacifistas ambientados en este conflicto brutal, inspiraron una
segunda versión de Adiós a las armas (1957),
de Charles Vidor; Johnny cogió su fusil (1971), de Dalton
Trumbo, basada en la novela del director, que también fue el
guionista, y finaliza con la ironía de este aforismo latino: DULCE ET DECORUM
EST PRO PATRIA MORI, ‘Dulce y honorable es morir por la patria’; Gallipoli (1981), de Peter Weir, que a los espectadores
europeos nos introdujo en la participación de Australia y Nueva Zelanda en las
grandes contiendas; y, por supuesto, la grandiosa Senderos de gloria (1957), de Stanley Kubrick, en la que la dignidad nacional francesa se basa en la ignominia judicial. INTER ARMAS SILENT
LEGES, ‘En la guerra callan las leyes’, se afirma en La conspiración (2010), de Robert Retford, inspirada en el
asesinato de Abraham Lincoln, y ése es el lema de la película de Kubrick recién
mencionada.
La
Segunda Guerra Mundial, en cambio, alumbró todo un género
bélico, pero bajo una óptica de heroísmo y propaganda, sin entrar en los desgarros
de las masacres, mucho menos crítica con el belicismo que la Primera.
Todo lo contrario: sirvió como homenaje a los combatientes antinazis y quizá se
deba a que la Guerra del 14 fue una barbaridad sin precedentes, cuya antesala
fue la famosa Paz Armada, pero no el genocidio judío. Plenamente asentada la
industria del cine, las producciones norteamericanas durante casi tres décadas
glosaron la heroicidad de sus compatriotas. Recordemos, por ejemplo, que La batalla de Inglaterra, de Guy
Hamilton, rodada por cierto con aviones y pilotos españoles, que eran los
únicos capaces de hacerlo en ese momento, es del año 1969, cuando ya las ansias
de paz mundiales se dirigían hacia Vietnam. Ha habido sí numerosas películas
que recogieron la degradación de los fascismos, como La caída de los dioses (1969), de Luchino Visconti, o Novcecento (1976), de Bernardo Bertolucci,
cuyas escenas más degradantes son precisamente las que se refieren a ese período
de la historia de Italia. El holocausto judío, claro, ha sido retratado y
oscarizado en La vida es bella (1997),
de Roberto Benigni, o en La lista deSchindler (1993), de Steven Spielberg, por citar sólo de dos de los más
conocidos ejemplos. Sin embargo, en cuanto a los horrores del conflicto en sí,
tan sólo soy capaz de recordar un filme muy reciente de Clint Eastwood: Cartas desde Iwo Jima (2006), donde se
narra el pánico de las tropas japonesas a puntos de ser exterminadas por las
estadounidenses. Se calcula que en ese islote murieron 20.000 soldados nipones.
Porque Banderas de nuestros padres (2006),
del mismo director, como es sabido, apunta sus dardos más bien hacia el sistema
de propaganda.
La
guerra de Vietnam, ni que decir tiene, así como la de Irak, han sido la
dolorosa inspiración de filmes inmensos, como El cazador (1978), de Michael Cimino, Apocalypse Now (1979), de Francis Ford Coppola, Platoon (1986), de Oliver Stone, o En tierra hostil (2008), de Katryn
Bingelow, entre un larguísimo etcétera de denuncias de degradaciones propias en
contextos injustificables..
Es inabarcable, por lo tanto y por fortuna, mencionar todas las películas con fines antibelicistas que se han gestado en los últimos cien años, por eso la primera pregunta sobre Mandarinas sería: ¿qué aporta este largometraje a una trayectoria fílmica con tan amplio corpus? A contestar esta pregunta dedicaré las siguientes líneas y lo primero que cabe decir es que la película de Urushadze permite una producción estonia en las pantallas españolas, lo cual ya de por sí sería motivo suficiente para tenerla en consideración, puesto que no soy capaz de recordar ninguna otra proyectada en nuestro país. Probablemente la haya, pero yo no la he visto.
Mandarinas se sitúa en la guerra de
1992, auspiciada por Rusia, entre Abjasia, apoyada por mercenarios chechenos, y
Georgia en el Cáucaso, una región que había estado habitada por los estonios
durante un siglo: poco más o menos desde que se empezó a debatir
internacionalmente sobre la soberanía de las Repúblicas Bálticas. Eso es el
marco histórico, pero el marco fílmico se reduce a dos casas en el campo donde
viven dos viejos de origen estonio que se han negado a abandonar su tierra como
han hecho los demás. Uno de ellos cultiva mandarinas. El otro, de nombre Ivo,
que es el protagonista principal, hace cajas de madera para guardarlas. En tan
solitarios parajes ocurre una escaramuza entre dos chechenos y tres abjasios,
de tal modo que el carpintero tiene que cuidar en su casa de los dos únicos
supervivientes, uno de cada nacionalidad. De ahí surge la pregunta que
planteaba al principio: ¿qué sucede cuando conoces personalmente al soldado a
quien quieres matar?
Pues en primer lugar, podemos considerar que las mandarinas, con todas sus evocaciones lumínicas y mediterráneas, con su dulce acidez, simbolizan las aspiraciones de vida de quienes ya lo han perdido casi todo: pasado, familia, vecinos. De la misma manera que en la película Los limoneros (2008), de Eran Riklis, los limones permiten suavizar las relaciones entre dos mujeres una de cada parte del conflicto árabe-israelí.
Y
quiero también mencionar la simplicidad de medios con que está todo filmado,
puesto que para mostrarnos los horrores de la guerra, Urushadze utiliza muy
escasos elementos: textura teatral, dos casas perdidas en el Cáucaso y básicamente
cuatro actores, puesto que todos los demás intervinientes lo hacen de manera
esporádica. Sin grandes explosiones, sin profusión de sangre, sin miembros
amputados, sin cebarse en detalles escabrosos, de hecho, no hay ni uno de
éstos. No hay batallas, ni espectaculares campos de batalla engalanados para la
muerte. Tan sólo escaramuzas mínimas, la primera de las cuales, que es la que
desencadena la historia, ni siquiera se ve, y que
podrían ser incluso patéticas, si no implicaran tanta tragedia.
Cuatro personajes, como dije antes,
que se aferran a la vida, cada uno con su propia idea de ella, y que no es
difícil equiparar con los cuatro humores clásicos: colérico un soldado,
sanguíneo el otro, melancólico el viejo que cultiva mandarinas y flemático Ivo.
Por su parte, la banda sonora es prácticamente nula y se limita a la música
étnica que uno de los soldados sintoniza en la radio. Hasta un simple detalle
como es el poner sal a unos huevos duros está cargado de significado. Y ante
una sencillez narrativa como la que he recién aludido, es de justicia referirse
al cine iraní, y de entre magníficas las películas que ha producido este país
en los últimos veinte años, mi preferida es Elsabor de las cerezas (1997), de Abbas Kiarostami.
De manera que, aunque parezca desconcertante, la dinámica y la simbología de Mandarinas permite conectar el cine de dos países, Israel e Irán, que se hallan desde hace demasiadas décadas, y por decirlo de la manera más suave, en las antípodas de la paz. Bienvenido sea, pues, un film como éste de Urushadze, cuyo antibelicismo trasciende las meras escenas en la pantalla, toca las fibras sensibles del espectador y apela a la armonía entre los pueblos.
El
soldado conocido en Mandarinas, o
cuando el cine se hace hombre.
Francisco Javier Rodríguez Barranco
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