Uno pensaba
que sabía lo que era el cine hasta que vio Barry Lindon (1975), de Stanley Kubrick, y entonces supe que no sabía nada. He de
reconocer, con todo, que no vi esta película en el momento de su estreno,
cuando apenas era un adolescente, sino muchos años después, en un reestreno de
la década de los noventa, cuando ya me había instalado cómodamente en la
dinámica de un mínimo de tres películas a la semana, lo que amplificó
exponencialmente mi perplejidad ante la ignorancia fílmica. Música (inolvidable
la sarabanda de Haendel: probablemente una de las piezas musicales donde mejor
se concentra la conciencia del ser humano ante lo limitado de sus logros,
afanes superados por inasibilidad: hay un gigantesco “¿Por qué?” presidiendo
toda la partitura del autor alemán afincado en Inglaterra: nada que que ver,
desde luego con la Música para los reales
fuegos de artificio, desde luego) y literatura al servicio de una de las
películas más logradas de la Historia del Cine.
Y una vez
superado el trauma de mi propio desconocimiento, uno pensaba que sabía lo que
era el cine, hasta que vio La comedia de la vida (2007), Roy Andersson, que constituye la segunda película de la
trilogía de este director sueco sobre la existencia humana, o trilogía
existencial, sencillamente. La primera fue Canciones del segundo piso (2000), que reconozco que no he visto todavía. En este
caso, quiero decir, tras asistir a La
comedia de la vida, el bochorno personal por la falta de sapiencia fue
mucho más llevadero, quizá porque empieza a convertirse en un lamentable
hábito.
Pues bien,
acaba de llegar a las pantallas españolas el filme que cierra la terna,
concretamente Una paloma se posó en unarama a reflexionar sobre la existencia (2014), galardonada con el León de
oro en la última Muestra de Venecia. Reflexiones sobre la existencia, por lo
tanto, donde los seres humanos han sido maquillados excesivamente de blanco,
como si tratara de la palidez de la muerte, lo cual ya da una idea bastante
aproximada de por dónde va la historia, o como si fuéramos figuras de cera, que
también ayuda a comprender de qué va todo esto, al menos según la particular
versión de Andersson. Otros dos detalles que
nos ponen en situación son la poca vivacidad de los colores, rodada casi toda
el largometraje sobre variaciones de beige y verdes apagados, así como la
inmovilidad de la cámara durante las diferentes escenas, lo cual es una
materialización de las inmovilidad de los personajes, de lo que trataremos a
continuación. Quiero resaltar de momento sólo que blancura en las facciones
humanas, colores muertos y estatismo son los tres ejes de coordenadas que definen
el espacio de esta película de Andersson, en particular, y de su universo
fílmico, en general, al menos en las dos películas que he visto hasta ahora.
Decía
Aristóteles, quien sí sabía que sabía algo, que lo que diferencia una roca de
un trozo de coral es que éste puede parecer inerte, pero tiene capacidad de
crecer y, por lo tanto, de vivir. El movimiento era, pues, para el filósofo
estagirita la clave de la vida, pero los personajes de Una paloma acusan una nada saludable inmovilidad física, dado que
todos se mueven con torpeza o, directamente, no se mueven. Hay una escena, por
ejemplo, en que el ritmo difícil de una persona coja es más rápido que los
pasos torpes de una persona que no padece ningún problema en las piernas. Pero
sobre todo, inmovilidad moral, puesto que lo que verdaderamente se aprecia en
la sociedad que retrata Andersson es una pérdida total del impulso vital. Y en
realidad no se trata de resignación, sino de una especie de aceptación natural
y no traumática de que las cosas son así y que los pasos no conducen a ningún
lado, de que el humano devenir no es nada más que un trasunto de la pasividad.
La película
se inicia con tres brevísimos momentos de la muerte, donde esta acontece en
circunstancias totalmente intrascendentes, y se articula luego sobre una serie
de escenas, algunos de cuyos personajes intervienen en varias de ellas,
mientras que otros sólo en una. Ése es el caso de unos vendedores ambulantes de
artículos de broma, teóricamente novedades en el mercado, pero en realidad desfasados
desde hace varias décadas; o un capitán de navío, cuya especialidad, sobre todo
en un país tan marítimo como Suecia, se supone que es la navegación, pero que
nunca está donde tiene que estar, o no llega, lo cual se me antoja una
plasmación del anhelo del ser humano por alcanzar lo inalcanzable, que
desemboca en algo tan viscoso como la melancolía. Creo que ya he hablado en
alguna ocasión anterior de ese pequeño detalle.
Igual de intangible
fue la ambición de la Gran Suecia, o el Imperio Sueco, del enigmático monarca
Carlos XII , cuyo reinado se extiende de 1697 a 1718, quien en la batalla de
Poltova (1709) perdió una parte importante de lo que era Suecia, lo cual es
algo que se recuerda en la película de Andersson en un par de escenas que
recrean el antes y el después de esa batalla en un escenario anacrónico, pues
se fantasea con la idea de la llegada de las huestes y del propio rey a un bar actual
situado en las afueras. En lo que afecta a los propósitos de este comentario,
considero que ese par de secuencias tienen la virtud de extender al plano político
o social lo que tan reiteradamente se muestra en el plano personal: la
inconsistencia de las aspiraciones.
De manera
que, nos hallamos ante una sucesión de secuencias aparentemente inconexas,
habida cuenta de que no parece que haya un hilo conductor que las una. Pero no
es así, porque ese vínculo existe y no es otro que la futilidad del humano
devenir. Somos como pompas de jabón es la conclusión global de este filme, y
esto implica una vuelta de tuerca sobre el famoso aforismo shakespeareano: “Estamos
hechos de la misma materia de la que lo están los sueños”; porque en el
largometraje de Andersson no hay sueños: es la realidad cotidiana, a su manera
de ver las cosas, de la futilidad de la existencia humana, lo patético de los
afanes. Hay algunas escenas agradables, como la de unas niñas haciendo pompas
de jabón, que me parece muy cargada de significado, o la de una madre con su
hijo en el parque, o la de una pareja en la playa, que además es la que se
reproduce en el cartel oficial de la película. Pero el tono general de los
diferentes momentos de este filme es el de individuos inanes.
Sin embargo,
creo que no sería de justicia omitir que el tratamiento elegido por Andersson
no es el del desgarro, ni el de taladrarnos con la tristeza, sino que en esta
película no son raras las secuencias o los comentarios irónicos, humor negro, o
si se prefiere, teniendo en cuenta el color imperante en el filme, humor beige.
Por ejemplo, dos de los tres momentos iniciales con la muerte son
manifiestamente cómicos, mientras que el otro es la escenificación de la
ingravidez de la vida; los dos vendedores de productos de broma, que se sitúan
en las antípodas de la vitalidad, insisten una y otra vez que su misión es
hacer que la vida de la gente sea más agradable; todos los personajes que
hablan por teléfono con interlocutores desconocidos afirman que se alegran de
que le vayan bien las cosas y lo repiten, uno de ellos incluso con una pistola
a punto de suicidarse; el rey Carlos XII, cuando regresa derrotado al bar después
de la batalla de Poltova, no puede ir al cuarto de baño porque está ocupado,
etc. Humor del vacío, por lo tanto.
En
definitiva, una excelente película, aunque no sea la más adecuada para los
amantes de los manuales de autoayuda.
Francisco Javier Rodríguez Barranco
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