No saquemos conclusiones precipitadas, que esto no es lo que parece, muy
bien podría ser el lema de la película surcoreana New World (2013), de Park Hoon-jung, básicamente una película de gansters con una investigación policial ad hoc, en la que todos, policías y
mafiosos, tienen motivos para ser buenos, y en la que todos, policías y
mafiosos, tienen motivos para ser malos. Son tan sólo las sucesivas vicisitudes
de la narración la que les sitúa a un lado o a otro de la moralidad. Tan sólo
eso sería bastante para situar este filme fuera de las simplificaciones de un
género, así como el de espías, que hace mucho que considero como una metáfora
de la realidad humana y de la relatividad en la que discurre nuestro cotidiano
devenir.
La verdad, la verdadera verdad, valga
la redundancia, que no lo es tanto, de las situaciones, de las
percepciones, de las impresiones e incluso de las conclusiones más sesudas se
tiñe con un vaho de relatividad cuando las examinamos a través de un telescopio con la potencia
suficiente. Ya lo decía Descartes: no podemos estar seguros de que
un geniecillo maligno se empecine una y otra vez en confundirnos hasta para
resolver las cuestiones aritméticas más elementales. Es poco probable, pero no
tenemos la certeza absoluta de que las cosas no sean así, porque improbable no
significa imposible.
En eso creo que radica, como decía,
la dimensión con ribetes trascendentes, con ribetes ontológicos, con ribetes
metafísicos de los dos géneros cinematográficos, también narrativos, arriba
aludidos. En El golpe (1973), de
George Roy Hill, los acontecimientos se desarrollan exactamente así: nada es lo
que parece y diferentes personajes viven diferentes realidades con arreglo a la
porción de verdad que conozcan. No voy a extenderme más en esta película.
Tampoco voy a enumerar una relación de películas de espías, puesto que habría
que enumerarlas todas, dado que una constante de estos largometrajes son los
agentes dobles, o triples, como en Triple agente (2004), la penúltima película de Érich Rhomer, basada además en
hechos reales, donde una especie de hado perverso, ajeno a su voluntad, sitúa
al protagonista al servicio de tres potencias, en uno de los momentos más convulsos y por ende
indefinidos de la Historia de Europa: 1936, con la guerra española recién
iniciada, la Segunda Guerra Mundial en el horizonte y los refugiados del
imperio zarista en París.
Rodada con gran profusión de escenas
sangrientas con agresiones basadas en cuchillos o bates de béisbol, por lo que
el espectador puede llegar a sentirse incómodo en ocasiones, New World es mucho más que una película
de la sangre por la sangre, porque alcanza su verdadera dimensión en el
laberinto propio del juego de lealtades y traiciones. Policías que engañan a
policías, mafiosos que engañan a mafiosos, policías que infiltran policías en
los diferentes niveles de la jerarquía mafiosa, mafiosos que ayudan a policías,
incluso por razones personales de afecto, asesinos que cambian de bando,
policías que obligan a una mujer embarazada a espiar a su marido, que es un
topo dentro de la red mafiosa, porque el padre de dicha mujer embarazada fue un
drogadicto, mafiosos en los niveles tibios del organigrama que cambian de bando
en función de quién se presuma que va a ser el nuevo capo, etc. Desquiciamiento
de identidades, en definitiva, que no me parece demasiado distante de la
naturaleza humana en estado puro.
Y quiero mencionar ahora dos de los
mayores ejemplos de las películas de gansters,
ambas de Francis Ford Coppola, como es de sobra conocio: El padrino (1972) y El padrino II (1974), con la que la película de Hoon-jung sin duda está en
deuda, puesto que el primero de esos dos largometrajes es mucho más factual,
una acción sólida y soberbia, pero con menos penetración psicológica que la
segunda parte, que en este caso sí fue buena y además mejor que la primera.
Don Corleone quiere alejar a su hijo
Mike de todo lo que son los “negocios” familiares, pero Mike acaba erigiéndose
en el nuevo jefe del clan, y para consolidar su puesto experimenta todo un
proceso de envilecimiento interior, que le lleva a matar a quien pueda
ocasionar problemas, incluidos sus hermanos. De la misma manera que Lee
Ja-Sung, un simple chófer de la policía, es infiltrado en la red mafiosa de
Goldmoon, desde los escalones más bajos, es decir, sicario, hasta llegar a
presidente de toda la organización, utilizando métodos que en nada difieren de
los de Mike Corleone.
Todo lo cual goza de un antecedente
literario ilustre, que no me resisto a citar, dado que no es otra cosa lo que
le sucede a Jim Hawkins, el joven de doce años protagonista de La isla del tesoro, de Robert Louis
Stevenson, un libro que necesita una lectura que vaya mucho más allá de un mero
texto infantil o juvenil. Pues bien, la imagen del preadolescente es ésta al
inicio del libro: “Jim, eres la
única persona que vale la pena de aquí”; y ésta la narración que Jim realiza en
la segunda mitad de la novela: “Justo al llegar al palo mayor me detuve, saqué
una pistola del bolsillo, apunté con toda la calma, aunque ya se había vuelto y
se dirigía hacia mí, y disparé el gatillo”.
Piratas en un caso, mafiosos en otro, pero con un
denominador común: emporcamiento del alma, o la muerte para mostrarnos la realidad
misma de la vida.
Francisco Javier Rodríguez Barranco
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