El mundo por sombrero, de Francisco
Javier Rodríguez Barranco
Estructurado
en dos tomos:
-
Del Gran Bazar al mar de Coral
-
De las antípodas a Salvador de Bahía
Ediciones
Azimut
Año de publicación:
2017
880 páginas,
en total, con un extenso reportaje fotográfico
Tal
y como descubrirá con facilidad el aguerrido lector cuando llegue al primer
punto y aparte de esta esforzada historia, esto no es el Lonely Planet. Y si, dotado de un espíritu aventurero sin par,
desbroza la maraña de palabras que se ofrecen a su benevolencia, no necesitará
muchos párrafos para comprender que esto tampoco es un diario de viaje. A ver,
que yo no digo que esto sea una pachanga. Para nada. No, no, ni mucho menos:
esto es un libro muy digno. Es sólo que se ha escrito dentro de unas
coordenadas estéticas que quizá necesiten un comentario somero previo.
Cuatro
son los puntos cardinales desde los que cabe abordar la lectura de este viaje alrededor
del mundo, todo ello dentro de una premisa básica: he huido con especial
cuidado de la descripción de lugares sobradamente conocidos, o que pueden ser
conocidos consultando cualquiera de las guías que la industria editorial pone a
disposición de los ciudadanos. No sé, me pareció que no tenía sentido decir lo
ya dicho. Mas enumeremos sin demora más esos ejes de azimut dentro de los que
se ha inscrito la redacción de estas páginas:
—En
primer lugar, todos los comentarios Facebook mediante los que mantuve
entretenidos —espero— a mis incondicionales seguidores y que no he tenido el
menor pudor en recopilar minuciosamente para integrar el cuerpo de este libro.
Estos pasajes, más o menos sucintos y a los que, si se definieran con una sola
palabra, cabría categorizar como "desvaríos", vienen introducidos por
su propio título y no es raro que acaben con la muletilla "Mis mejores
deseos", o algo por el estilo. Quiero con todo, señalar que cuando a
mediados de mayo de 2014 me puse a copiar y pegar esos comentarios, una parte
significativa de ellos había desaparecido de la red social, ignoro por qué
motivo, así que si algún día coincido con Mr. Zuckerberg en un congreso, o
aunque no sea nada más que una convención de chanclas de playa o flip flops, ya le interrogaré acerca de
tan singular evento.
—Un
segundo bloque de textos lo componen aquéllos que aparecen bajo el epígrafe
LIBRO DE NOTAS y que sí se aproximaría bastante a lo que convencionalmente se
entiende como un diario de viaje, si bien sería, en todo caso, un diario
bastante irregular, muy poco disciplinado en cuanto a las fecha de su
gestación, aunque procuré que todos los grandes bloques de lugares por los que
pasé quedara reflejado en esas páginas. Si hubiera que buscar una categoría
genérica para estas precisiones cronológicas, yo utilizaría el término
"reflexiones".
—Una
tercera posibilidad es la de las narraciones que con mayor o menor fortuna se
me iban ocurriendo mientras transcurría el viaje, también de manera bastante
irregular. Relatos breves e incluso microrrelatos, que fácilmente pueden
etiquetarse mediante el lexema "ficciones".
—Aunque
pueda parecer extraño, desvaríos, reflexiones y ficciones comparten un hecho
esencial, y es el de su nacimiento al calor del paso por los lugares que iba
conociendo, pero me queda aún un cuarto ángulo desde el que han sido observadas
estas vicisitudes viajeras. Se llama Mags, a quien conocí en el centro de mi
aventura en la India y con quien compartí itinerario en el paso por USA, así
como en el recorrido por los Andes centrales, es decir, La Paz, lago Titicaca,
Cuzco y Machu Picchu. Es por ello que las páginas dedicadas a estos lugares
fueron escritas varios meses después de estar en ellos. Ay, ay, ay, qué
momentos, qué momentos en Norteamérica y en Sudamérica. Pero no adelantemos
acontecimientos, aunque estemos en un prólogo.
Configura
todo ello una especie de tubo caleidoscópico desde el que hilvanar una serie de
impresiones personales, que es, en definitiva, de lo que se trata.
¿Que
por qué me gusta viajar? Pues vaya pregunta: facilísimo ¡Ojalá todas las
preguntas fueran así de fáciles! Me gusta viajar porque en esos momentos me
sucede como en los carnavales, sólo que al revés, puesto que en estas fechas la
gente se enmascara en lo físico para desenmascararse en lo psicológico, siendo
así que cuando uno está fuera, rodeado de gente extraña en un contexto que no
es el nuestro habitual, es como si desapareciera súbitamente ese pesado lastre
del papel que se supone que tenemos que cumplir constantemente en nuestras
coordenadas de referencia. Con otras palabras, cuando estamos de viaje, nos
quitamos la máscara psicológica para ser físicamente lo que de verdad nos
apetece ser, sin rendir cuentas a nadie y casi que me siento tentado de afirmar
que cuando nos vemos a solas con nosotros mismos en otros lugares favorecemos
la presencia de ese niño que todos llevamos dentro, pero quizá sea mejor que
contenga aquí el espasmo entusiasmado de mis dedos sobre el teclado. Ligero,
ligero, muy ligero me siento cuando viajo. Los viajes, además, permiten una
perspectiva muy balsámica sobre las inquietudes de la cotidianeidad.
Pero
hay más, porque excepto cuando llevamos nosotros las riendas del vehículo
(conduciendo un coche, pilotando un barco, etc.), los viajes me parecen la pasividad
más activa que podamos imaginar: en las butacas de los pasajeros, que es donde
verdaderamente me apetece estar, los paisajes o las nubes pasan mientras
nosotros no estamos quietos: sentados, pero en marcha. Un inmóvil en
movimiento, que subvierte el postulado aristotélico del Primer Motor Inmóvil.
El mundo, y por lo tanto la vida, pasan ante nuestros ojos, mientras la butaca
delantera sigue ahí, tal cual, en la misma posición relativa con respecto a
nosotros en que estaba cuando ocupamos nuestro asiento, de todo punto ajena a
ese inabarcable cúmulo de intuiciones que pasa por nuestra mente y por nuestro
espíritu en tales momentos: salvo el cuerpo, toda nuestra persona disfruta en
un viaje. Al otro lado de nuestro medio de locomoción, otro mundo, y por lo
tanto otra vida, nos espera. Cada día me gusta más el transporte colectivo.
Lo
bueno del caso es que ahí, en ese nuevo mundo, o en esa nueva vida, la
creatividad se intensifica. Pongamos el ejemplo de la fotografía, que ya sé que
se trata de algo muy obvio, pero es que algo así como el ochenta por ciento de
las fotos que hago se toman cuando estoy de viaje. La vida diaria está llena de
infinitas posibilidades, sobre todo para el tipo de fotografía que mejor se
adapta a mis preferencias, es decir, las escenas callejeras, pero salvo
circunstancias muy especiales sólo hago fotos cuando estoy fuera.
Puede que no
sea más que una manía personal, pero estoy contando las cosas según me suceden.
Aunque no sólo la fotografía: la creación literaria también se acrecienta en
esas circunstancias. Es muy raro que regrese de un viaje sin algún texto nuevo
en el disco duro del ordenador portátil. Si bien igual que digo una cosa,
admito otra, y es que la gran perdedora de todo esto es la lectura, porque la
ansiedad de conocer sitios nuevos, de ver personas diferentes es tan grande,
que me cuesta muchísimo trabajo concentrarme cuando estoy fuera, porque no soy
un viajero de grandes monumentos: más bien de pequeños rincones y gente, gente,
gente, mucha gente diferente. Otras personas vivirán todo esto de otra manera,
me refiero a lo de la no lectura en los viajes. Es lógico. Ya me gustaría que
me sucediera a mí lo mismo
Cuando
estamos fuera, al menos esto sí me ocurre, y nos cruzamos con toda naturalidad
con personas completamente diferentes, sobre todo cuando se viaja a lugares
lejanos, nos sentimos también como piezas naturales de esa diferencia y esta
sensación suele venir acompañada de una gran serenidad. Es lo más parecido a
esa búsqueda de la paz interior y la reconciliación universal que ahora están
tan de moda dentro de todas estas corrientes de espiritualidad alternativa. Un
viaje permite comprender la relatividad de nuestros postulados más arraigados y
la mera intuición de la viabilidad de lo extraño puede ser una de las más
beatíficas experiencias.
Viajar
es también una manera de irse. Hay un cierto componente de desaparición, de
abandono, de ruptura que cada día percibo con mayor claridad, sobre todo cuando
los viajes se piensan sin fecha de vuelta, o al menos sin el deseo de volver.
Un viaje es el no estar, el diluirse. Un viaje es lo evanescente y lo efímero.
La decisión voluntaria de ser otro en otro lugar, porque en el mismo lugar
resulta mucho más difícil. Un viaje implica buscar aires menos viciados para respirar,
sumergirse en las frías, aunque deliciosas, aguas de la ignorancia y el ser
ignorado. Un viaje puede ser un recomenzar, o un lifting psicológico. Un viaje puede venir con el aroma de los
amaneceres a las siete de la tarde o con el estigma de los tiempos perdidos. Un
viaje, pues, puede ser esencia sin existencia, o al menos sin la existencia
conocida.
Francisco Javier Rodríguez Barranco
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