Enrique
Gallud Jardiel
Ápeiron
Ediciones
Año:
2017
124
páginas
Ustedes me van a
perdonar, pero eso de que Aquiles nunca alcanzará a la tortuga no se le ocurre
a cualquiera. Eso es propio de mentes privilegiadas, porque yo veo a la tortuga
por un lado y a Aquiles por otro y pienso: «No
hay color».
Pero no, mira tú por dónde Zenón de Elea, paladín de la escuela eleática,
postuló todo lo contrario, y sin necesidad de recurrir al famoso talón, como
hubiera sido lo esperable. Mucho más recientemente, David Hume estableció que
no hay una causa directa en que llueva y las calles se mojen y punto estuvo de
acabar con toda la sensiblería de la música contemporánea. ¿Alguien ha visto
que las calles mojadas sean un efecto de la lluvia? Pues eso. Pero hace falta
ser filósofo para comprenderlo, puesto que de otro modo, no hay manera.
Y no paran ahí las paradojas, puesto que Heráclito
conjeturó que el elemento esencial es el fuego, porque todo lo consume e
iguala. ¿Cómo se han quedado? Quizá para compensarlo y refrescar tanto ardor
teorizó acerca de la imposibilidad de meter dos veces la mano en el mismo río,
todo fluye. Pero que si quieres arroz, Catalina, ahí estaba Parménides, que
también era de Elea, para sentenciar que todo permanece, Πάvτα μέvει, panta menéi. Por
no hablar del geniecillo maligno de Descartes, dado que, vamos a ver, si yo
sumo dos más dos, eso no significa que el resultado sea cuatro, sino que quizá
un diosecillo maligno se empeña una y otra vez en que yo adicione así, que ya
se ve que la vida de los diosecillos perversos es muy aburrida y tienen que
entretenerse de como puden. No es muy probable, pero eso no significa que sea
imposible: claro que sí, René. Lo de la glándula pineal, mejor lo dejamos para
otro día.
¿Y todavía nos extrañamos cuando Socrátes pontificó
aquello de que «Sólo sé que no sé nada»? ¿Pero qué se puede saber así?
Uno de los más destacados fue Anaximandro, de quien sólo
se conserva este texto:
El principio (arjé) de todas las cosas es lo indeterminado
ápeiron. Ahora bien, allí mismo donde hay generación para las cosas, allí se
produce también la destrucción, según la necesidad; en efecto, pagan las culpas
unas a otras y la reparación de la injusticia, según el orden del tiempo.
Lo que no es óbice para considerarlo como uno de los
padres de la filosofía y, de hecho, cualquier manual sobre la materia que se
precie dedica, como mínimo, un capítulo a dicha frase. Y es que, aunque parezca
mentira, los filósofos se iniciaron con otra “f”: la de “físico”, habida cuenta
de que lo pretendían era explicar el cosmos que observaban en la esfera
celestial.
Mención aparte merece, desde luego, Platón, que elaboró
todo un conjunto de alegorías para demostrar (como si una alegoría pudiera
demostrar algo, y así lo destacó Aristóteles) para definir su teoría de los
arquetipos inmortales, y no es que uno esté en contra de semejantes ideales,
pero debería reservarse el derecho de admisión, puesto que establecer un
arquetipo inmortal de la belleza o la bondad me parece maravilloso, pero
hacerlo de la estupidez y la ignominia, como que no.
Total, que llegamos a Epicuro, a caballo entre los siglos
cuarto y tercero antes de Cristo, detrás del cual, prácticamente damos un salto
en el vacío hasta el ya mencionado René Descartes en pleno siglo XVII de
nuestra era, es decir, casi dos mil años en los que poco podemos mencionar: San
Agustín, Santo Tomás, hábil adaptador de las doctrinas paganas a las
cristianas, Guillermo de Ockham, Averroes, Maimónides, Plotino y San Anselmo con
su famoso argumento ontológico, que lo mismo te vale para demostrar la
existencia de Dios, que la oscuridad de Darth Vader.
¿Qué ocurrió durante esos dos milenios? O, mejor aún:
¿era necesario volver a las andadas? Al menos Guillermo de Ockham inspiró uno
de los mejores libros de todos los tiempos: El
nombre de la rosa, de Umberto Eco, como es de sobra conocido.
El caso es que los filósofos se han arrogado el papel de
humoristas y éstos, en justa correspondencia, han decidido hacer filosofía. Ése
el caso de Enrique Gallud Jardiel en su obra Historia cómica de la filosofía, que acaba de ver la luz.
Porque alguien tenía que poner orden a tanto desafuero y
de ahí que Gallud ofrezca una obra estructurada en diez capítulos (más una
brevísima introducción y una aclaración imprescindible: “¿Qué es la filosofía,
exactamente?”), que van de la filosofía greco-latina al siglo XX con el rigor
humorístico que le caracteriza.
Pongamos así que consideramos el Idealismo alemán, donde
se aborda nada menos que la Crítica de la
razón pura, un libro de culto que viene a establecer que nunca podremos
conocer cómo es el mundo en realidad. ¿Pero eso no lo había dicho ya Sócrates?
¿A qué seguir mareando la perdiz? Claro que los químicos veneran el Principio
de incertidumbre de Heisenberg, otro alemán, según el cual nunca podremos saber
dónde está exactamente el electrón: ya se ve que el amor a la sabiduría alcanza
su clímax en la ignorancia, lo que puesto «en boca de un profesor de metafísica, no es una afirmación muy
alentadora y nos conduce a pensar que Kant, la filosofía y la Universidad de
Könisberg (cafetería incluida) sobraban», en opinión de Gallud, que no me parece desacertada.
¿Qué considerar con respecto al
siglo XX, donde los filósofos lo mismo se ocupan de la filosofía de la ciencia,
como Husserl, que de las cualidades éticas de los detergentes en polvo?
Mención
aparte merece Henri Bergson, a quien Gallud concede el Premio Nobel de
Papiroflexia, lo que nos permite comprobar una vez más la técnica humorística
del autor (de nuestro autor) (de Gallud) (no de Bergson), uno de cuyos pilares
es la parodia sagaz en clave de cotidianeidad, sin ridiculizar al ilustre
parodiado, sino buscando más bien un flanco desmitificador desde el que
aproximarse.
Algunos pasajes se regodean en el
absurdo, como el que habla de las mónadas, de Leibniz:
Los objetos físicos no son mónadas ni
nada parecido. Existen tan solo porque las mónadas los perciben: son el sueño
colectivo de las mónadas. Esto, que en principio podría parecer un follón
tremendo, lo es, efectivamente.
En
otros, los aforismos se barnizan de naturalidad, como el que habla de la Ilustración,
a la que se considera:
un invento francés, como el bidet y
la tortilla, y se produjo debido a los avances científicos y al racionalismo
crítico, cosas que están muy bien si no se abusa de ellas.
De manera que, ¿Qué es la
filosofía, exactamente? Un galimatías, desde luego. Una curiosa manera de
estrujarse el cerebro, ni que decir tiene, pero acudamos al capítulo homónimo de la
obra que nos ocupa para comprenderlo, donde entre muchas cosas que no es y
otras que sí comparte, hay que indicar que la filosofía «está
vinculada directamente con lo trascendente. La filosofía tiene por objeto la
búsqueda de la verdad última. El hombre es un ente racional cuyo supremo
objetivo existencial es perfeccionar sus habilidades para poder llegar a fin de
mes».
¿No nos parece estar escuchando a don Quijote y Sancho juntos en una misma
frase?, podemos preguntarnos por nuestra parte.
Erudición e ironía, valga la redundancia, en este nuevo
libro de Gallud, como ya es habitual en nuestro autor.
Francisco Javier Rodríguez Barranco
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