En
la recientísima y española, aunque mayoritariamente en habla francesa, película
de Fernando Trueba, El artista y la modelo (2012), dos son las pruebas irrefutables de la existencia de Dios, según
expone el protagonista: la mujer y el aceite de oliva. En mi soberbia, me
permito ampliarlo y matizarlo, puesto que cinco son a mi entender las
evidencias de la existencia divina: la Gioconda,
de Leonardo da Vinci, los Conciertos de
Brademburgo, de Johan Sebatian Bach, principalmente al caer la tarde en
otoño, el azahar en el corazón de los idus de marzo, el aceite de oliva en
cualquier momento y la piel de la mujer. Compartimos, eso sí, el aceite de
oliva, pero sobre todo la mujer como argumentos ontológicos.
Me quedo así con ese número, porque
gran parte de mis reflexiones sobre Tout ce qui brille (2010) girarán alrededor del dos, desde el mismo momento en que son
dos los directores de la película: Géraldine Nakache y Hervé Minram; y desde el
mismísimo primer fotograma, en el que hayamos dos chicas, Lila (interpretada
por Leila Behkti) y Ely (interpretada por la propia co-directora Géraldine
Nakache) de aspecto post-adolescente,
que hablan de sus cosas e imitan a otras personas u animales, por lo que
introducimos ya el concepto de la “otredad”, que me parece esencial para
comprender esta película.
Los lugares también pueden ser duales,
como sucede con un supermercado, que pierde su naturaleza original para
convertirse en el decorado de una sofisticada fiesta alto standing: la hard discount
party, en una escena digna de figurar con todo merecimiento en cualquier
antología que se hiciera del cine surrealista.
El propio título de la película
apunta ya a lo que es, pero no es, a lo que parece, pero no existe: Tout ce qui brille, Todo lo que brilla, en español, que necesariamente ha de
recordarnos el refrán: no es oro todo lo que reluce, dado que, una y otra vez,
esta película se mueve en una dicotomía de otredades, razón por la cual no
podemos esperar más para abordar los contrastes esenciales de las dos
protagonistas del filme.
De alguna manera, ya hemos sugerido
uno de los mayores: su condición fronteriza entre la adolescencia y la
juventud, su evolución hacia la vida, algo de lo que el espectador es testigo
de lujo. Ambas protagonistas deciden vivir una vida al margen de la suya, una
vida que les transporte de Puteaux, su barrio, un lugar donde la ciudad pierde
su honesto nombre, a Neuilly, uno de los barrios más selectos de París. Para
ello deciden, casi como un juego, habida cuenta de que ninguna de las dos ha
abandonado completamente su condición infantil, fingir una posición social que
no es la suya, ni muchísimo menos, para colarse en una fiesta privada en una
discoteca exclusiva, en la que, en un rasgo de comicidad, hay quien usa botas
para nieve como sello de elegancia. Y hasta aquí llega la complicidad de Lila y
Ely, puesto que ésta comprende lo absurdo de seguir adelante con la farsa y no
se esfuerza mucho por demostrar su carencia de mundo para aceptar un trabajo de
canguro del hijo de Joan, pero Lila conoce a Maxx, con dos equis, se enamora e
intuye que eso es su pista de aterrizaje hacia una vida mucho más glamourosa y,
por lo tanto, según ella, mucho más interesante: conflicto de contrarios entre
la sociedad de plástico que a Lila le es habitual con el lujo que adivina en
otro contexto. Pero es curioso cómo la distancia que se establece a partir de
ese momento entre ambas chicas se subraya incluso mediante detalles menores,
como es un trayecto en taxi en el que, a las preguntas del conductor, una dice
constantemente “Sí” y la otra “No”. Por ello, cuando el taxista les pregunta a
dónde les lleva, una dice que a Puteaux y simultáneamente otra que a Neuilly.
Mantiene Lila, pues, ante Maxx la
ficción de su residencia en Neuilly, y desde ese momento y hasta que el joven
no puede seguir con su ficción personal (recordemos que tiene otra novia), la
chica vive una situación que bien pudiera recordar el cuento de Cenicienta, con
zapato incluido, sólo que en este caso, el zapatito no es de cristal, sino de
firma, color fucsia y un precio de 300 euros. Lila, además, al igual que Maxx,
tampoco ha terminado una relación anterior con Eric. Oscila, pues, la joven
entre la realidad y el deseo, si recordamos el título del libro de Luis Cernuda:
su realidad deja de ser la de su amiga, que ha optado por vivir con los pies en
el suelo, o la de su madre, que canta, pero tampoco canciones reales, sino
karaoke, o la de su barriada. Su mundo ya no es real. Su mundo es ahora un
mundo imaginario: su propio mundo imaginario, hasta que todo se desmorona, como
no podía ser de otra manera, porque la vida no es otra cosa que lo que tenemos
delante. La vida es lo que nos traemos entre manos en cada momento y además no
es posible un concepto uniforme de vida: existen tantas como seres vivos hay en
este planeta (y si hubiera vida en otros planetas, más vidas aún). Esto es lo
que hay, y la hierba en nuestro jardín no tiene por qué ser menos verde que la
que brilla en el jardín del vecino.
Sin embargo, los guionistas de Tout ce qui brille, que son también los
directores, han sido más benévolos que Cervantes con su hidalgo, porque la
apertura de ojos a la realidad de Lila está acompañada de la reconciliación con
Ely y no con la muerte: es increíble hasta dónde llega la actualidad de la
inmortal novela del autor alcalaíno, aunque no fueran los libros de caballerías
los que alteraron el juicio de Lila, sino la fascinación por el lujo frívolo.
Pero ése es otro de los rasgos esenciales de este largometraje, que se desliza
por la peligrosa senda del patetismo televisivo, pero lo supera con oficio para
no caer en la lágrima fácil, en las emociones epidérmicas. Dramatismo sin
cebarse, amabilidad en el planteamiento y desenlace. De hecho, toda esa
experiencia sirve a Lila para crecer interiormente.
Francisco Javier Rodríguez Barranco
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