lunes, 1 de mayo de 2023

LA VOZ DE ÁFRICA EN EL FESTICAL DE CINE AFRICANO DE TARIFA-TÁNGER

 



30 de abril de 2023

               La tarde se ha iniciado con la película burkinesa, aunque rodada cuando Burkina Faso era todavía Alto Volta, Wênd Kûuni (1982), de Gaston Kaboré, que obtuvo diez Premios César, entre ellos, el de Mejor película francófona, y que dentro del FCAT se ha incluido en la sección “Es al final de la vieja cuerda que se teje la nueva”, que es una manera que tiene este festival de cine de celebrar su vigésimo aniversario: ha pedido a cinco cineastas españoles y cinco cineastas africanos que elijan un filme clásico y otro de nuestros años más próximos, puesto que el lema que da nombre a esta sección retrospectiva es un proverbio de África Occidental que viene a significar algo así como la conservación de la memoria colectiva de generación en generación, de tal modo que las innovaciones sociales, culturales o de cualquier tipo que se produzcan en nuestro continente vecino no olvide cuáles son sus orígenes o, al menos, sus antecedentes más inmediatos.

              Y eso es precisamente lo que plantea Kaboré en este filme: recuperar la identidad del continente y las raíces africanas, pervertidas por la llegada del hombre blanco y alguna que otra cultura foránea, como las religiones monoteístas, de las que luego hablaremos, y la omnipresencia china de nuestros días, a la que también dedicaremos unas líneas en este artículo.

               Para ello este director que hoy es burkinés vertebra su largometraje sobre un niño mudo al que le ponen el nombre de Wênd Kûuni, pero que está aureolado de valor alegórico, pues representa a las jóvenes repúblicas africanas, jovencísimas en 1982, que han perdido la voz por el feroz colonialismo europeo y la pésima descolonización posterior. De hecho, para Kaboré, la voz es un don divino, que es exactamente el subtítulo de este filme: El don divino.

               A partir de ahí, la película se desarrolla en un poblado, cuyo modo de vida se ajusta a los cánones más tradicionales, por lo que no disponemos de ninguna referencia externa para saber en qué período histórico de África nos hallamos: es la vida en África tal cual, atemporal, según pretende defender el director de este filme.

               Para mayor abundamiento, la estructura de esta cinta se ajusta a los preceptos básicos del cine africano en sus orígenes, según los cuales, los directores deben ser como los griots, es decir, narradores de historias, en las comunidades rurales. Incluso en ocasiones una voz en off  ofrece información al espectador.

 


              Las familias, por lo tanto, viven en cabañas y hay una diferencias sexual de las tareas, según la cual las mujeres y niñas se encargan de todo lo que tenga que ver con el hogar, e incluso en circunstancias extremas tienes que padecer acusaciones de brujería, mientras que los hombres y niños se dedican a las labores externas de la casa, como la venta en el mercado, la caza o el pastoreo, y nadie discute el poder del brujo: no se trata, por lo tanto, de un modelo social igualitario, pero sí una manera de empezar a reconocerse a sí mismos los africanos y, a partir de ahí, avanzar en libertad hacia situaciones más justas.

               Y Wênd, quien, como ya hemos dicho es una alegoría de África, por la manera sorpresiva en que es encontrado en medio del campo, es considerado el niño del destino y de él se afirma que su destino es muy raro, lo que tampoco me parece demasiado distante de la realidad de África poscolonial. 

              Por fin, el niño habla y entonces el espectador comprende, porque así se muestra en escena, que Wênd nació con voz, pero la perdió ante el hecho traumático de la muerte de su madre, tras haber perdido recientemente a su padre, y la recupera ante otro hecho traumático: un señor ya bastante madurito, aunque no propiamente anciano, mata a su rebelde mujer y luego se ahorca, siendo así que es Wênd quien lo descubre colgando de un árbol.

               El valor simbólico de la pérdida de la voz es bastante evidente: la madre es una alegoría de las tradiciones y el niño se queda sin voz cuando ella muere. ¿Y la recuperación de la palabra? Bueno, pues probablemente quede a juicio del espectador la interpretación de ese hecho, dado que no es mucho lo que este filme desvela al respecto; así que me voy a aventurar a facilitar la mía: si la falta del don divino de la voz es una alegoría de todo aquello de lo que se ha privado a África, este continente volverá a ser África después de mucho dolor y mucha muerte.

               La segunda película de la tarde, dentro también de la sección “Es al final de la vieja cuerda que se teje la nueva”, ha sido Bamako (2006), de Abderrahmane Sissako, uno de los principales cineastas africanos de todos los tiempos, nacido mauritano, nacionalizado maliense, quien en 2015 sería nominado al Oscar a la Mejor película en habla no inglesa por Timbuktu.

 


              En cuanto a Bamako, que ya estuvo en el FCAT de 2007, constituye un poderoso alegato de denuncia contra el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, el G8 e instituciones similares, que han perdido totalmente el norte del espíritu por el que fueron fundados y, en vez de ayudar a los países más desfavorecidos, se han convertidos en los más decididos instrumentos opresores del África, favoreciendo el neocolonialismo, la neoesclavitud y, en definitiva, la pérdida de soberanía de las neorepúblicas de nuestro continente vecino.

               ¿Cómo logran esas instituciones, en general, y el Banco Mundial, en particular, que es contra quien principalmente se dirigen las invectivas de este filme, tan siniestros objetivos? Pues mediante dos vías a cual más pavorosa: primero, mediante la descomunal deuda exterior, que se autoalimenta y no para de aumentar, por lo que el Producto Interior Bruto africano se dedica exclusivamente a ese concepto, sin que la población de este continente tenga acceso a nada; y, segundo, mediante la privatización de servicios públicos básicos, como el ferrocarril, la educación o la sanidad, lo cual provoca que piezas que esenciales para cualquier sociedad queden en manos extranjeras y, con ello el analfabetismo de dos tercios de la población africana, una descomunal mortalidad infantil, etcétera. 


              ¿Cuáles son las principales lacras, además de las recién mencionadas, del continente que propicia el Banco Mundial? Pues, el empobrecimiento estructural de la población, la emigración, incluso a través del desierto del Sahara sin comida ni bebida, la destrucción de los valores tradicionales y, por supuesto, la corrupción, acerca de la cual se realiza un curioso razonamiento: si existen corruptos es porque hay corruptores, que, lógicamente, han de ser muy ricos, pero el dinero no está en el sur, sino en el norte, es decir, en Europa y Estados Unidos, como queríamos demostrar.

               Destaca mucho la puesta en escena de este filme, pues Sissako diseña una especie de tribunal, con abogados defensores del Banco Mundial, entre los que destaca un letrado francés, pero cuenta con un importante equipo de togados africanos, y acusación particular, entre la que destaca otro abogado francés, así como una letrada africana. Durante las diferentes sesiones se van llamando a testigos, que son personas que han sufrido alguna de las miserias arriba descritas: emigración, pobreza, privatización de las infraestructuras, corrupción, carencias sanitarias, etcétera. En determinado momento, se levanta un anciano de aspecto menesteroso cantando a estilo tradicional para no sufrir en silencio, para que se escuche la voz de la tradición.

               Otro matiz que permea durante toda la película es el de las religiones monoteístas, principalmente el islam y el cristianismo, venidas de fuera, pero arraigadas con fuerza en África y que, desde luego, no ayudan demasiado a resolver la situación. 


              Para mayor abundamiento, quizá para que el tribunal sepa bien lo que está juzgando, la sala no se sitúa en una corte de justicia, digamos, estándar, sino en el patio de una comunidad tercermundista de vecinos, con todo lo que eso implica de gallinas correteando a sus anchas, cabras atadas a la pared, suelo de tierra, casas de adobe, en una de las cuales pena sin esperanza un enfermo, ropa tendida, bebés poco menos que abandonados a su suerte, etcétera. Y legajos, montañas de legajos por todos lados, incluido por el suelo, pero que más que documentos con virtualidad jurídica parecen formar parte del atrezo del tribunal, pues da la impresión de que se distribuyen al buen tuntún. Todo lo cual tiene un toque esperpéntico, aunque, por desgracia, trágicamente esperpéntico.

               Muy significativo es el caso de Melé, interpretada por Aïssa Maiga, que obtuvo el Premio César a la Mejor actriz. Melé es una joven que canta en un bar y de vez en cuando se ve obligada a bailar con algún parroquiano, y su camerino es la misma sala donde los jueces y magistrados cuelgan sus togas tras las sesiones. Melé canta y llora simultáneamente. Delante del tribunal se dirige hacia su trabajo embutida en un vestido muy sensual y delante del tribunal se hace atar por detrás las cintas del vestido.


               Sissako se permite también el sarcasmo de intercalar el fragmento de un Western, con todas las convenciones del género, al que titula Death in Timbuktu, ‘muerte en Timbuktú’, como prueba de que hay cosas inequívocamente americanas: la invasión y la destrucción de otras culturas que no lo son afines, o incluso aunque le sean afines.

               ¿Y el veredicto? ¿Es condenado finalmente el Banco Mundial? Me van a permitir que conteste con otra pregunta: ¿alguien conoce alguna condena en firme o alguna exigencia de reparación contra el Banco Mundial?

               El caso es que la película se inicia con Chaka, interpretado por Tiécoura Traoré caminando por unas calles miserables, donde encuentra un perro moribundo de color negro, y finaliza con el suicidio de Chaka, que de esa manera vendría a simbolizar la falta de esperanzas del continente africano.

               La tercera película de la tarde, en esta ocasión dentro de “Hipermetropía”, es decir, la sección oficial a concurso del FCAT, ha sido Nossa Senhora da Loja do Chinês (2022), ‘Nuestra Señora de la tienda de los chinos’, del director angoleño Ery Cláver, que forma parte del colectivo Geração 80, quienes intentan desarrollar el cine en esta antigua colonia portuguesa contra viento y marea.


          Nossa Senhora es una película tremendamente vanguardista y experimental, lo cual demuestra cuán claros tienen los conceptos los miembros de Geração 80 y cómo van abriendo camino, pues no llegan a diez los largometrajes rodados en Angola durante toda su historia independiente y no pueden, por lo tanto, apoyarse en una tradición previa, sino que son ellos quienes van abriendo camino.

               Los primeros planos de Cláudia Púcuta, en el papel de Domingas, son soberbios por el enorme talento de esta actriz, concentrado en su mirada, pero sobre todo destacaría cómo las imágenes se van mezclando sin seguir un orden coherente para mostrarnos diferentes aspectos de la sociedad luandesa, como la megalomanía de los poderosos hasta sobrepasar con creces lo ridículo, los abusos sexuales, la pobreza, la santería atávica, la milagrería cristiana y, desde luego, la omnipresencia china en este país africano: en toda África, en general. Así, por ejemplo, estructurado el largometraje en tres capítulos y un prólogo, se coloca este después del segundo capítulo y no donde le correspondería con arreglo a la preceptiva académica.

                Y muy reseñable resulta la voz en off en chino que narra con gran intensidad lírica unas escenas tomadas de la realidad más real, así como el protagonismo del agua y su presencia durante casi todo el filme, pues es este el elemento asociado milenariamente a la melancolía y su descenso a las regiones más profundas de la pena humana. 


                    Sin embargo, el desenlace no vendrá por el agua, sino por el fuego y de ese modo, la virgen que venden los chinos cambiará su rostro de blanco a negro, que es un color más propio del continente africano.


               En charla posterior a la proyección del filme, Cláver desveló que en Angola, modos de vida propiamente angoleños hay apenas un veinte por ciento, correspondiendo el ochenta por ciento restante al pasado colonial o al presente chino, con su paciente expansión por el planeta de manera similar a cómo el agua horada la piedra.

               Una tarde, en definitiva, dedicada a reclamar la voz africana, amenazada desde muy diferentes puntos de vista, según hemos comentado en este capítulo.


Francisco Javier Rodríguez Barranco


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