Festival de
Tarifa-Tánger, 2 de mayo de 2023
La
tarde de hoy ha traído a la sección Hipermetropía del FCAT, es decir, la
sección oficial de largometrajes y documentales a concurso, dos magníficas
muestras de los nuevos horizontes que está alcanzado el cine africano, lo cual
no es algo que hay empezado en estos momentos, pero sí una tendencia que se va consolidando
y, con ello, situando al cine de nuestro continente vecino en el lugar que le
corresponde, es decir, uno más de la cuadrilla entre las casi infinitas
posibilidades que permiten las diferentes cinematografías en todo el mundo,
superando de esa manera los clichés que lo han situado tradicionalmente como algo
exótico y naif. Creo que ya va siendo hora de que al cine africano le quitemos
el adjetivo geográfico y empecemos a valorarlo por lo que es, es decir, una
explosión de creatividad tan solo lastrada por la falta de presupuesto y los
problemas políticos y sociales, que estos sí que son males endémicos en África.
La primera de las películas de hoy ha sido la ruandesa Father’s Day (2022), de Kivu Ruhorahoza, que ha pasado por la Berlinale, y la primera, tristísima, pero primera pregunta que surge es: ¿cómo se celebra el Día del Padre en un país como Ruanda donde no hay padres, pues todos ellos fueron exterminado durante el genocidio de los años noventa? Afortunadamente, se trata de una exageración manifiesta, porque sí quedan padres en este país de los Grandes Lagos. Ahora, bien, ¿en qué condiciones han quedado dichos padres sobrevivientes, en particular, y las familias, en general? Pues para contestar a esta pregunta ha rodado Ruhorahoza, cuyo anterior largometraje, Grey Matter (2011), obtuvo la Mención Especial del Jurado en el festival de Tribeca, cuando este director no había cumplido aún los treinta años.
La
guerra, pues, continúa en el interior de las personas, al menos, las secuelas
morales de la guerra como el verdadero problema al que se enfrenta la sociedad
ruandesa de nuestros días, y lo que Ruhorahoza consigue es que las cámaras
penetren en el alma de personas, lo cual es algo que recuerda a ese portentoso
observador de la pena que fue Fassbinder y que hoy también podemos perseguir en
la filmografía de Haneke, por citar solo dos ejemplos ilustres.
Es
por ello que en numerosas ocasiones los silencios se ven aureolados por los
ruidos ambientales de la ciudad o de la naturaleza, un recurso mediante el cual
este director ruandés facilita la introspección y el espectador puede
contemplar las almas desnudas de los personajes, que es la verdadera intención
de Ruhorahoza en esta cinta.
La segunda película de la tarde ha sido la tunecina Ashkal (2022), de Youssef Chebbi, que comienza con una sucesión de textos en pantalla donde se informa que la urbanización Jardines de Cartago era un ambicioso proyecto de construcción de viviendas para dignatarios en Túnez, que se vio interrumpida con el comienzo de la así denominada Primavera Árabe, cuando, en diciembre de 2010, el vendedor ambulante Mohamed Bouazizi se inmoló por fuego tras un abuso policial en la ciudad de Sidi Bouzid, lo cual, a la postre desembocaría en la dimisión de Ben Ali.
Podemos
hablar así del peso de la religión y, por ello, vemos al comisario rezando en
la mezquita, algo que, desde luego, es muy difícil de imaginar en Pepe
Carvalho, por ejemplo, ni siquiera en el interior de la Sagrada Familia de
Barcelona, por no hablar de toda esa legión de policías, guardias civiles y
detectives privados con los que se han familiarizado los aficionados al cine o
a la novela negra.
De
hecho, la investigación policial en sí es bastante básica y se limita a poco
más que observar la escena del crimen e interrogar superficialmente a posibles
testigos circunstanciales.
Así, no
tardamos en comprender que estamos asistiendo a otras cosas, como la soledad de
los personajes o el lento recorrer de la cámara en numerosas ocasiones de los
inconclusos edificios, con sus vigas de hormigón armado donde los hierros
asoman impotentes, desubicados, estériles, en la parte superior, todo lo cual
transmite una imagen de inmensa desolación.
Asistimos
también al inicio de las sesiones de la Comisión de la Verdad y la Dignidad en
Túnez para conocer las violaciones de derechos humanos durante la dictadura
posterior a la revolución de 2011 en ese país, de tal modo que los
investigadores del crimen, es decir, la policía, se convierten en los
investigados de la Comisión. Además, el análisis forense determina que en
ningún caso existen contusiones o marcas de resistencia a morir por fuego de
los inmolados, por lo que diríase que se han quemado voluntariamente.
¿Y a qué apunta todo esto? Pues a que toda la investigación policial no es nada más que un entramado simbólico para mostrar el desaliento de la sociedad tunecina, materializado en el pavoroso abandono de la construcción de los Jardines de Cartago, ante una situación de injusticia social, acerca de cuya superación han perdido toda esperanza los habitantes de este país ribereño del Mediterráneo y ante la cual no cabe otra salida que la inmolación, exactamente igual que hiciera Bouazizi el 17 de diciembre de 2010.
Y si para la
película de Ruhorahoza señalábamos que los sonidos ambientales marcan la pauta
de la penetración anímica, en el de Chebbi, las escenas se acompañan de una
desasosegante música clásica de nuestros días para acentuar la desesperación
nacional en que se inscribe este filme.
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