lunes, 4 de enero de 2021

UN FEZ PARA FREUD EN 'UN DIVÁN EN TÚNEZ'

 



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      La directora Manele Labidi Labbé vertebra gracias Un diván en Túnez (2019) un artificio de observador foráneo, en una película que discurre bajo la atenta mirada de Freud ataviado con el típico fez del norte de África, también turco, dado que la protagonista es una joven psicoanalista, francesa de primera generación, que decide regresar al Túnez de donde salieron sus padres y nos permite un magnífico ejemplo de migración de retorno en clave de comedia con algunos flecos dramáticos, pero sí, en esencia se trata de una comedia.

Sin embargo, no es un ejercicio de psicoanálisis lo que se muestra en el filme de Labbé, sino socioanálisis (¡chúpate esa herr Sigmund!), donde el papel principal corresponde a Selma, interpretada por Golshifteh Farahani, quien protagoniza, entre una amplia filmografía a pesar de sus escasos años, Paterson (2016), de Jim Jarmusch, lo que da una idea de la gran variedad de registros de esta actriz.


    En sentido propio, no se trata de una viajera extranjera en tierra extraña, aunque a efectos prácticos, así es, pues la familia de Selma es de origen tunecino, pero las referencias vitales de la joven pertenecen a París, adonde se fue a vivir cuando tenía diez años y de donde decide regresar a la tierra de sus antepasados en virtud de algo los sociólogos denominan migración de retorno. Su lengua es ya el francés, todo el mundo le recuerda que es francesa, cosmopolita y sofisticada, pero que no se casará nunca porque tiene tatuajes en los brazos. Desde esta posición, desde ese estar, pero no estar, y gracias a su formación académica, Selma observa e incluso participa en una vida a la que le cuesta trabajo adaptarse.

Y entre la galería de personajes que pasan por su improvisado gabinete, destacamos los siguientes, entre los masculinos:

Mourad, el tío de Selma, que bebe alcohol a escondidas porque lo necesita para superar el miedo que todavía le queda de la primavera árabe.

El imam depresivo que vive en la casa vecina, tiene aspecto de Woody Allen y no logra superar el duelo por el abandono de su mujer, ni la intransigencia de los salafistas que le afean lo blando que ha sido con su mujer, que no se deje barba, ni tenga zabiba, es decir la mancha oscura en la frente por golpear la cabeza contra el suelo en las oraciones, algo para lo que se precisan décadas, pero ya hay jóvenes en Egipto que la tienen. Por eso se hace una herida en la frente e intenta ensuciarla con ajo. Finalmente, es cesado como imam y sustituido por Fethi, el carnicero del pueblo.

Raouf, una mujer encerrada en el cuerpo de un hombre que aspira a recuperar su identidad femenina.


Naim, el policía interpretado por Majd Mastoura, que protagonizó Hedi (2016), de Mohamed Ben Attia, y que si nos atuviéramos al patrón convencional de chico-chica como binomio protagónico, sería el coprotagonista de Un diván en Túnez, pues hay aquí  un conato de relación afectiva, pero realmente la presencia de Naim no es tan importante en el largometraje de Labbé: se limita a transmitir un cierto  aire de disconformidad con su vida y una determinada, no excesiva, curiosidad por el mundo de renovación que Selma personifica.


    Pero quizá sean más interesantes los femeninos, entre los que encontramos a la coprotagonista real: la adolescente Olfa, que se cubre la cabeza para que no se vea la chapuza de tinte que le hizo la peluquera cuando quiso ser como Rihanna. En un destello de astucia decide casarse con un homosexual nacido en Lyon para poder salir de Túnez.

Otro personaje femenino interesante es Baya, la dueña del salón de belleza, a quien aparentemente todo le va bien, pero no ha superado los traumas con su madre y los somatiza en náuseas.




       Y podemos citar también a la funcionaria del Ministerio de Sanidad, cuyo nombre se explicita, que no hace más que comer, usa fotos de Demis Roussos, Burt Reynolds o Julio Iglesias como fondo de pantalla en su ordenador y vende ropa interior femenina o pañuelos de Turquía. Otro detalle cómico alrededor de este personaje es que todos los días espera el mismo señor con sombrero, gafas, bigote y una carpeta en la mano no se sabe a qué, ni él pregunta.

De todos ellos inferimos que esta película no desarrolla un régimen falócrata, ni se interpretan los sueños. Tampoco se debate sobre las faenas mutuas entre Eros y Tánatos: si es que, seamos realistas, más allá de Sófocles y su Edipo rey también hay vida. La vida de cada día, que no aspira a ser la mejor vida de todas las vidas posibles, sino la vida, esa porción de existencia, con sus luces y sus sombras que a cada nos ha tocado vivir. La vida que vivimos y la vida que compartimos con otras personas. Una vida a la que tenemos que agradecer, como declara Violeta Parra en su conocidísima canción que nos haya dado la risa, pero también el llanto. Mientras vas y vienes, vida tienes, sostiene un aforismo popular. Pues eso, que a Sigmund le sienta muy bien un fez en la cabeza.


      Por lo tanto, en el diván de Selma descubrimos personas de los dos sexos que conviven con sus pequeños o grandes traumas en una sociedad extranjera de sí misma, pues ya no encaja en los moldes tradicionales, pero no se resigna a su suerte, sino que aspira a un cambio de rumbo y, desde luego, que en todo ese proceso puede ser fundamental el papel de los migrantes de retorno. Y es que no puede parecernos extraño que, como sabemos, fuera en Túnez donde se iniciara la así llamada Primavera Árabe hace diez años y una vez más hemos de recordar Hedi para constatar que en ambas películas, esta con director masculino, Un diván en Túnez con realizadora femenina, son las mujeres quienes mejor representan los valores nuevos.

Pero el tono de Labbé es amable. La directora no demoniza a nadie, sino que busca más bien un esguince cómico para resolver las diferentes situaciones con la Selma se topa. Al fin y al cabo, estuviera o no estuviera Freud de acuerdo, reírse de uno mismo es la mejor terapia.


Fco. Javier Rodríguez Barranco

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