sábado, 2 de enero de 2021

EL GRAN SUEÑO EUROPEO EN 'JOY'


 


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El tráfico humano es el tema de Joy (2018), de la directora austríaco-iraní Sudabeh Mortezai, que ofrece el lado de acá, o sea, el país de destino de ese movimiento aberrante de personas. Nos hallamos, por lo tanto, con una película austriaca de tema africano cuya acción transcurre en esa parte de Viena que los turistas nunca visitamos. Y es curioso porque en mi experiencia personal he visto esta cinta por la tarde del día 1 de enero de 2021, siendo así que por la mañana había escuchado/visto por televisión el Concierto de Año Nuevo retransmitido, como siempre, con todo el esplendor  imperial de una Austria que un día soñó con vivir junto al mar en la península de Istria. Así, pues, las siglas ORF (Österreichischer Rundfunk, en español Radiodifusión Austriaca) aparecieron ante mis ojos en dos vertientes bien diferentes: en la misma ciudad en que Riccardo Muti deseaba un feliz año a la humanidad y hablaba de la fraternidad a través de la música, muchas mujeres arrastran unas vidas miserables en condicione indignas.


                Pues bien, en esa Viena que no viene en las guías, al menos en las que se ofrecen en las agencias de viaje, un grupo de mujeres nigerianas, algunas muy jóvenes, ejercen la prostitución, bajo una doble presión y con un denominador común: hacer frente a unas deudas cuyo origen es mágico, puesto que uno de los extremos que obliga a estas chicas a dedicarse a lo que se dedican procede de Nigeria, donde experimentan una ceremonia oficiada por el hechicero, cuyo  objetivo consiste en vincular a estas mujeres a las redes del tráfico de personas: poco más o menos, la cosa consiste en que si le dicen algo a la policía, su familia o ellas mismas sufrirán el juju (pronunciado “yuyu”, que es una palabra que no resulta del todo desconocida en nuestro país, aunque no se documente en el diccionario de la Real Academia). La película se inicia con esas hechicerías y hemos de reconocer que consiguen sacudir al espectador en su butaca nada más ocuparla.

                Esa sería la presión animista, complementada con la económica, pues estas mujeres que viajan a Europa, teóricamente para trabajar como limpiadoras, han contraído una deuda brutal con los traficantes de carne humana, lo que significa la otra vertiente de la tensión que sufren y se aplica ya en Europa, en este caso Viena. También se menciona una vez Salzburgo en Joy, una localidad que normalmente se evoca bajo los acordes de la exquisitez musical, todo lo cual evidencia la voluntad de la directora de sacarnos de nuestra zona de confort estético con zarpazos de realidad.

                De manera que se trata de una doble soga alrededor del cuello de estas mujeres, que ni siquiera trabajan para ganarse la vida, sino para pagar sus deudas y enviar dinero a Nigeria.

                Así las cosas, comprobamos que la textura del largometraje de Sudabeh Mortezai recuerda mucho el de Lizzie Borden, directora de un magnífico ejemplo de cine independiente estadounidense titulado Chicas de Nueva York (1986), que obtuvo el Premio Especial del Jurado en Sundance, pues ninguna de las dos construye un argumento con su planteamiento, su nudo y su desenlace, como marcan los cánones: no se trata de definir una trama con el trasfondo de la prostitución en la gran ciudad, sino que ambas películas, Joy y Chicas de Nueva York, se concentran en mostrar cómo es la vida de estas personas. Ambas gozan por lo tanto de un gran tejido documental: de hecho, la sinopsis oficial de Chicas de Nueva York se reduce a una línea sin demasiada complejidad sintáctica: “Un día en la vida de varias prostitutas en un burdel de lujo de Manhattan”: creo que es la primera vez que leo un resumen película que no usa ningún verbo.

Ambas películas definen universos distópicos, algo bastante acusado en la filmografía de la directora norteamericana, llamada originalmente Linda Elizabeth Borden y que a la edad de once años decidió adoptar el nombre de la asesina de Massachusetts Lizzie Borden, quien en la década de 1890 fue acusada de matar a hachazos a la mitad de su familia. Sin embargo, Chicas de Nueva York se sitúa en un lugar determinado durante un día en concreto, mientras que en la película de Mortezai  los contextos espacial y temporal son mucho más amplios, todo ello para mostrarnos diferentes secuencias de la vida de estas mujeres nigerianas condenadas a ejercer la prostitución en Europa.


        Por lo tanto, somos testigos de la explotación por la madame, también nigeriana, pero sin el más mínimo sentido de la fraternidad patriótica; del ambiente sórdido de la calle; de las agresiones a las chicas; de la angustia por enviar dinero a Nigeria; de la presencia espesa del juju que atenaza las voluntades; de la, digamos, ceremonia de iniciación de la recién llegada Precious, es decir, una violación doble por los gorilas de la madame; de la posibilidad constante de deportación como una espada de Damocles; de la crianza clandestina de los hijos; de la imposibilidad de alcanzar una vida normal; de la inoperancia de las oenegés, que tan solo tienen buena voluntad, pero nada pueden prometer para mejorar la vida de estas mujeres. Pero sobre todo, asistimos a la contagiosa perversión de las almas, pues en un momento dado la madame vende, así como suena, a Precious a otra red de prostitución, en este caso en Italia, y dispone que sea Joy, la prostituta veterana, quien acompañe a la joven al punto de encuentro, algo que se cumple con actitud profesional, sin dramas morales, porque no hay nada personal: Joy no siente ni afecto ni desprecio por Precious, a quien ha ayudado hasta donde ha podido, pero si tiene que entregarla a sus nuevos explotadores, la entrega a sus nuevos explotadores con total desapasionamiento. Es solo una cuestión de dinero. “Este trabajo es muy duro”, se queja Precious varias veces al inicio de su actividad. En realidad no se trata de un trabajo: es una esclavitud.


Y esa es la carga emotiva que Mortezai quiere transmitir: fragmentos de la dureza con que estas chicas desarrollan sus vidas como si todo ello estuviera presidido por un determinismo existencial básico, incuestionable, frío. Para mayor abundamiento, el espectador tiene todavía la oportunidad de comprobar el despilfarro obsceno en Nigeria del dinero enviado desde Europa.

Hay otra cosa llamativa y es que teniendo en cuenta que la película describe el submundo de la prostitución, no hay ni una sola escena ni de sexo ni de violencia: no vemos la violación a Precious, pero sabemos que está ocurriendo, y no vemos la agresión a Joy, pero sabemos que ha sucedido: la cámara salta del momento previo al ataque al momento posterior. De hecho, la calificación moral de esta película en Netfix es para mayores de doce años.

Y quiero señalar por último un detalle que no me parece menor, pues la directora elige para su película actrices sin experiencia escénica, un procedimiento del que tenemos grandes ejemplos en el neorrealismo italiano, como es el caso de Ladrón de bicicletas (1948), de Vittorio de Sica, o en la filmografía del colombiano Víctor Gaviria en películas como La vendedora de rosas (1998) o La mujer del animal (2016), entre otras. Además, en Joy, sin duda para eliminar la barrera convencional entre realidad y ficción, el personaje Joy se llama Joy Alphonsus al otro lado de la pantalla y Precious, Mariam Precious Sanusi. Por cierto, que Joy Alphonsus obtuvo el Premio a la Mejor actriz en el Festival de Sevilla.


Fco. Javier Rodríguez Barranco


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