martes, 11 de agosto de 2020

LA INSISTENCIA DEL AZAR EN 'COLISIÓN'

 


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            Nos hallamos así ante Colisión (2016), la segunda película de Marc Fàbregas y cabe preguntarse lo que comparte y lo que la diferencia de Cuinant (2014). Una diferencia es muy evidente: Cuinant se rodó en catalán y Colisión en español, pero es mucho más sugestivo si seguimos el juego propuesto a través de argumentos meramente fílmicos.

            Observamos, por ejemplo, que de los dos actores de Cuinant repite Chus Pereiro, deliciosamente parecida a Isabelle Huppert en lo físico y en lo artístico. Otra característica en común es el enorme peso de las conversaciones: de hecho, ambas películas se articulan sobre los diálogos. La palabra es, sin duda, la herramienta más poderosa de Fàbregas en lo que a la construcción del argumento se refiere. La palabra es lo que intenta dar sentido a las relaciones de pareja, algo en lo que, si han leído ya mi humilde reseña de Cuinant, uno no tiene demasiada fe. La palabra sitúa las cosas para el espectador. La palabra nos habla del pasado y del presente de los protagonistas y nos sugiere el futuro. Coinciden ambos filmes, asimismo, en las unidades de tiempo, lugar y acción, pues la trama dura lo que dura una hora y pico en la vida de cuatro personas reales en contextos muy concretos en base a unos hechos de todo punto verosímiles. El espacio es muy pequeño en ambas películas: la cocina de un apartamento en la primera y los dos asientos delanteros de sendos coches en la segunda.


            En cuanto a lo que separa ambas películas, pues, ustedes me van a perdonar una vez más, pero yo creo que lo que en apariencia las separa es lo que más las une convirtiéndolas en dos caras de una misma moneda: Cuinant se rodó en color dentro de unas paredes muy blancas, mientras que Colisión se grabó en pseudo blanco y negro en un contexto totalmente oscuro, pues es de noche y noche cerrada en una carretera secundaria; el contexto en Cuinant es estático, es decir, una cocina, mientras que en Colisión es móvil, pues consiste en dos coches en movimiento; en Cuinant son dos los personajes y en Colisión, cuatro, como no podía ser de otra manera cuando se habla de dobles parejas. Pero, ¿no nos parece todo eso, insisto, como muy complementario? Una dualidad formal que traza una misma idea de fondo. Se trata, en definitiva, de un modo muy intimista de hacer cine que a mí personalmente me resulta muy atractivo.

            Y como ahora son dos las películas de Fábregas que hemos visto, ya podemos ir trazando las coordenadas en que se mueve este director. Una característica esencial en cuanto a la exposición ya la hemos mencionado: la palabra como eje argumental, lo que no habrá sido fácil para los actores, pues apoyarse en la expresión corporal queda reducido a lo mínimo imprescindible. ¿Y qué es lo que expresa Fábregas mediante esa palabra soberbia? Responder a esa pregunta nos sitúa de lleno en el ámbito de las inquietudes estéticas del cineasta, que no son otras, a mi entender, que un esfuerzo por profundizar en algo para lo que, a falta de un término mejor, denominaremos el alma humana.


            La palabra, y no las acciones, en estos dos filmes de Fábregas sirve para trazar perfiles psicológicos: gracias a ella cada personaje se muestra tal cual es, una apuesta que puede parecer simple desde el punto de vista técnico (y del vestuario), pues no exige grandes alardes de efectos especiales, pero muy arriesgada a la hora de llevarla a cabo: los actores en las cintas de Fábregas son como trapecistas que saltan sin red. Todo queda a la eficacia de sus parlamentos y cuando digo todo me refiero a los momentos tensos y distendidos, serios y humorísticos, veraces y engañosos. Y eso no es fácil: la sutileza, como su propio nombre indica, es evanescente y hay que lograrla mediante el correcto uso de los medios: los actores no pueden quedarse cortos, pero tampoco pueden extralimitarse.

            Cuando Gregory Peck recibió el Oscar al mejor actor protagonista por Matar a un ruiseñor (1962), de Robert Mulligan, muchos se sorprendieron que no le hubieran concedido el galardón a Peter O’toole por Lawrencede Arabia (1962), de David Lean. Sin embargo, hubo quien, a mi entender dio en la tecla: la Academia había valorado la dificultad interpretativa de un abogado equilibrado, vestido en un traje de lino blanco. Es indudable que O’toole hizo un grandísimo trabajo, pero la contención y el equilibrio que impuso Peck a su personaje están reservados a muy pocos. No, no es fácil saltar sin red.



             Dos aspectos quiero mencionar de Colisión antes de terminar esta reseña. El primero consistiría en preguntarnos si se trata de una road movie, puesto que todo transcurre en la carretera y en sentido etimológico sí se trata de una road movie, puesto que es una película que transcurre en la carretera. Mas hemos de admitir que ese género cinematográfico se inventó para mostrar en pantalla la épica de la carretera y quienes la recorren, que además no ganan para sustos. No es ese el caso de la cinta que nos ocupa donde, aunque parezca un oxímoron, los personajes permanecen estáticos dentro de dos coches en movimiento. La carretera es una modesta comarcal, porque lo que de verdad interesa a Fábregas son las conversaciones dentro del habitáculo. Hasta tal punto son las cosas así que, a mi juicio, el director ha buscado un contexto idóneo para que cada pareja pueda dialogar en su respectivo vehículo, mientras que la carretera, ya lo hemos sugerido, es algo circunstancial, inevitable: los actores hablan en el coche y los coches van por la carretera, así de simple. La carretera no es más que una base física necesaria para que los personajes puedan mostrarse tal cual son.

            La última reflexión que quiero realizar se refiere al azar como el gran factótum de las vidas humanas, algo sobre lo que reflexionó durante toda su carrera Érich Rohmer, según es de sobra conocido. El azar es el que une a cada pareja clandestina en Colisión, pero el espectador no asiste a ello, sino que es un pasado del que se nos habla durante el filme y ambas casualidades comparten una característica: lo subterráneo y con ello me refiero a lo profundo, lo oculto, pues una pareja inicia su relación en un entierro y la otra en el metro. Sobre esos azares, que sí lo son en sentido estricto, la película arranca con los azares planeados, valga una vez más el oxímoron, por las relaciones furtivas: una supuesta prostituta poligonera en un caso y un ataque fingido en la calle, en el otro, todo ello como parte de sus respectivas fantasías eróticas. Pero al azar le ocurre lo que al cauce seco de los arroyos sobre los que se construyen viviendas, que las aguas tarde o temprano quieren recuperar lo que es suyo, de tal manera que el azar, el verdadero azar y no el ideado por los personajes es el que al final acaba imponiendo su ley. Y hasta ahí puedo decir, pues me propuse no hacer spoiler al inicio de esta reseña.

Fco. Javier Rodríguez Barranco


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