Si no existiera el concepto de terror psicológico, habría que
inventarlo para una película como Babadook
(2014), de Jennifer Kent. Se trata de una producción australiana que ha
significado el debut como directora de Kent y que ha obtenido importantes
premios internacionales, entre ellos el del Jurado de la edición de 2014 del
Festival de Sitges.
No voy yo, por lo tanto, a descubrir esta película, pero sí
quiero analizar las coordenadas estéticas en que se sitúa. Cabe señalar en
primer lugar que la directora en un país tan luminoso, incluso tropical en su
parte más norte como es Australia ha elegido para la acción las oscuridades
propias de la provincia de Australia del Sur, ennoblecidas por las de una
ciudad tan sofisticada en su vecina provincia Victoria. Y ello no es casual: las
ropas, los exteriores, los interiores, los bichos que aparecen (cucarachas y
lombrices, sobre todo) y por supuesto el monstruo Babadook, tienen un tono
negro, o como mucho gris marengo. Para mayor claridad, hay una escena en que la madre vomita bilis negra. No es casual, como digo, y para ello hemos de
recordar la teoría de los cuatro humores: la flema, la sangre, la bilis
amarilla y la bilis negra, siendo así que la bilis negra, producto, según la
medicina de la antigüedad greco-romana, consiste en una mala combustión de la
bilis y en quienes predomina este humor, siempre según los preceptos clásicos,
se producen alteraciones anímicas extremas, que van de lo sublime a lo canalla,
del abandono a la agresividad.
La propia palabra “melancolía” tiene su raíz etimológica en
el término griego “melan”, es decir, lo negro. Hoy día se sabe que las
depresiones se ocasionan por una escasez de serotonina, pero este
descubrimiento es muy reciente y durante siglos se apeló a la bilis negra como
la causante de la tristeza. Amelie, por ello, interpretada por Essie Davis y distinguida
con el premio a la mejor actriz en el recién mencionado Festival de Sitges,
vive devorada por la depresión ocasionada por la muerte trágica de su pareja en
accidente de tráfico cuando la lleva a dar a luz, y esta situación traumática
se agudiza por la enfermiza fantasía de su hijo Samuel, interpretado por Noah
Wiseman. Una vez llegados a este punto, sabido es la visión distorsionada de la
realidad de los depresivos, lo que constituye el hilo conductor de la película.
Jennifer se adentra, pues, en la imagen milenaria con que se
etiquetó a los melancólicos y parece conocer muy bien el tratado Anatomía de la melancolía, del autor
inglés Robert Burton, publicado en la primera mitad del siglo XVII y traducido
al español y editado en 1999 por la Asociación Española de Neuropsiquiatría. Y
ello es así porque nos muestra en pantalla algunos de los elementos que Burton
considera en su libro, como es el erotismo en calidad de bálsamo para la
tristeza (en una escena Amelie se masturba con un consolador), la música con
idéntica función paliativa (en otra escena Amelie se acuesta abrazada a un
violín), la vejez como condensación de la tristeza (Amelie trabaja en un
geriátrico), y el número siete como referencia a Saturno, señor de la
melancolía (véase esa cuestión en numerosos pasajes de la monumental obra Saturno y la melancolía, de Klibansky,
Panofsky y Saxl), pues son siete los años que cumple Samuel. Citemos a Burton
hablando, por ejemplo, de la música: “La música es la mayor medicina de la mente, un poderoso golpe contra
la melancolía para elevar y reavivar un alma lánguida, afectando no sólo a los
oídos, sino a las propias arterias, los espíritus vitales y animales, eleva la
mente y la agudiza”.
Asimismo hemos de dedicar una atención aparte a Samuel, el
niño, puesto que es él quien mete en la mente de su madre el terror mortífero
por Babadook y su nacimiento es el que ocasiona la muerte de su padre. Causa involuntaria
de ese fallecimiento, obviamente, pero causa y ello relaciona a este niño con
la teoría de los putti, que son los niños
que simbolizan la muerte asociada a la melancolía y así se representaron con
especial énfasis en los grabados y pinturas de Alberto Durero y Lucas Cranach,
el viejo, de quien reproduzco una de sus melancolías: una dama acompañada por
toda un grupo de putti y manejando un cuchillo, lo cual es un arma que también utiliza Amelie en un momento de la película que estamos comentando.
Y es inevitable mencionar a este respecto Melancolía (2011), de Lars von Trier, o
por mejor decir, la primera parte de este filme, puesto que la segunda tan sólo
puede ser interpretada como una metáfora del ineludible dolor moral, es sólo
que para ser una metáfora ocupa demasiado tiempo del metraje. Destacamos, pues,
la primera parte de esa obra de von Trier, que parece seguir minuciosamente
todo lo establecido por Robert Burton en su tratado, muy especialmente la
dualidad saturniana, encarnada por el padre de la novia, magníficamente
interpretado por otro inglés: John Hurt, que va camino de repetir la historia
de Peter O’toole, como eterno candidato al Oscar nunca consguido, salvo uno
como reconocimiento a toda su carrera, que se negó a recoger, como es de sobra
conocido.
De manera que, la película de Jennifer Kent nos traslada a
los padecimientos más angustiosos del sufrimiento depresivo en un personaje Amelie,
que ofrece las dos posibilidades características de los trastornos bipolares:
la acedia y la agresividad extrema, en un entramado estético que hunde sus
raíces en los mismísimos inicios de la cultura occidental, donde unas veces los
melancólicos fueron vistos como héroes (Heracles, Ayax y Belerofonte entre
ellos), y otras como la escoria más abyecta de la sociedad.
Francisco Javier Rodríguez Barranco
No hay comentarios:
Publicar un comentario