¿Qué sucede si un actor nuevo interrumpe una escena ya
consolidada? Extraño, extraño, tampoco se trata de un extraño: todo lo extraño
que pueda parecer un alemán en Holanda, si bien estos países guardan aún el
rencor de viejas guerras, como dice la canción de Jarcha, tan viejas como la
paz de Westfalia, tan viejas como las guerras antiluteranas. Pero a lo que
vamos: ¿qué sucede cuando un personaje diferente irrumpe en el panorama de una
familia perfectamente desestructurada?
Básicamente, según mi modo de ver las cosas, cuando alguien
de fuera aparece de ese modo, o bien se convierte en espectador asombrado,
según acontece en las Cartas marruecas,
de José Cadalso, que continúa una tradición de viajeros exóticos en latitudes
europeas bastante común en la literatura francesa del siglo XVIII; o bien ese
actor nuevo se convierte en protagonista, según acaece en Nuevas amistades, de Juan García Hortelano, por continuar con los
símiles novelescos.
Y eso es en esencia el tema central de Eva van End (2012), de Michiel ten Horn, una avanzadilla del cine
holandés en nuestro país, que ha tardado más de dos años en llegar a las
pantallas españolas, aunque ha formado parte de la selección oficial de
importantes festivales internacionales de cine, como es el de Toronto.
De repente un alemán, un joven alemán estudiante de
Secundaria, para mayor detalle, de nombre Veit, en el seno de una familia
holandesa, cuyo principal problema consiste en decidir entre dos flores
idénticas para decorar el jardín donde se celebrarán las Bodas de Plata, cuya
principal inquietud parece ser un concurso de comedores de salchichas.
Pero no se trata de una familia feliz, ni así nos la quiere
presentar ten Horn, puesto que el vértice de la misma lo ocupa Eva,
interpretada por la adolescente Vivian
Dierickx, cuya expresividad consiste precisamente en la falta de expresividad,
siendo así que Eva, a través de la cual llega Veit al hogar, es una chica
anodina, prácticamente inexistente para el resto de sus familiares, compañeros
de trabajo y profesores. Algo así como una muda invisible.
Los
estudiosos de la utopía, y en ese sentido es de justicia mencionar al uruguayo
Fernando Aínsa, sobre todo en su obra Necesidad
de la utopía, saben bien que lo que las comunidades adánicas pretenden es
conseguir un espacio lo suficientemente alejado, inhóspito, insalubre,
inaccesible para evitar, o al menos disuadir, la llegada de elementos que
corrompan la arcadia. En ese sentido, hay que recordar la película El bosque (2004), de M. Night Shyamalan, donde un grupo de
personas deciden aislarse de la podredumbre social, evitar que sus hijos
conozcan ese otro mundo degradado, así como que nadie de él penetre en la
comunidad. Algo parecido sucede también en La zona (2007), de Rodrigo Pla: la construcción de una región inaccesible a
los individuos perturbadores. En sentido contrario, el locus amoenus americano se cercenó bruscamente con la llegada de
los españoles, que además de la espada llevaban los virus de la gripe. El
aliento letal de los españoles, como fue conocido el fenómeno. En la América
británica, como la gripe no es endémica, consiguieron también su propia utopía,
partidarios más bien del método Lynch. Y si bien la situación en casa de los
padres y hermanos de Eva dista de la utopía tanto como el empirismo con respecto a Descartes,
situación es, acomodaticia, de acuerdo, mas con la voluntad de dejar así las
cosas, todos menos para Eva, claro está. Sin embargo, no nos desviemos del propósito
principal de esta reseña: quizá tengamos ocasión de tratar esas cuestiones en
los comentarios sobre otro largometraje.
Autoestima,
pues, en caída libre, que en la joven ya existía y era consciente de ello, pero
no así los demás miembros de la familia, cuyas ficciones de felicidad se
desmoronan a la misma velocidad que la posición de Veit se afianza.
Lo que
sucede es que todo el mundo es bueno. Podemos aceptar, no sin vencer antes
ciertos escrúpulos, ese rousseuano paradigma, pero no todo el mundo es
totalmente bueno. Las cosas como son. Y lo mismo le sucede a Veit, cuya
perfección de bucle rubio se desvanece en un mar de candores crueles. Digamos
que su principal función en el entramado familiar es la de enfrentar a cada uno
de los miembros al espejo de sus más oscuras realidades.
En cuanto a
la técnica de rodaje en sí, ten Horn, el jovencísimo ten Horn, se vale de un
procedimiento bastante inusual como es el de hacer girar la cámara, o al menos
el montaje de las escenas, sobre prácticamente todos los ejes que el espacio
permite y de esa manera acentuar las respectivas inestabilidades de cada personaje.
Lo dijimos con respecto a Xavier Dolan, también jovencísimo director, y su
película Mommy en cuanto al rodaje en
1:1, es decir, en formato cuadrado, y ahora observamos en otro cineasta de su
generación la necesidad de incorporar innovaciones fílmicas. Bienvenidas sean
esas alternativas, porque nos permiten augurar para el cine unas posibilidades
mucho más allá de los simples efectos especiales: un simple giro de la cámara,
como hace ten Horn, es mucho más creativo que dos horas de electrizantes batallas
de luces y sonidos.
En
definitiva, Eva van End se trata de
una crónica de los traumas en clave de humor, y además un análisis del mundo
adolescente con mucha mayor madurez de lo que habitualmente llega a las salas
comerciales. Ni tampoco transcurre por los senderos ya desbrozados en películas como Amelie (2001), de Jean-Piere Jeunet o El erizo (2009), de Mona Achache. La película de ten Horn es más bien una visión nueva de un tema eternamente conocido.
Francisco Javier Rodríguez Barranco
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