Tráiler oficial
Reseña:
Las implicaciones mutuas entre el deporte y el cine son casi tan antiguas como el cine mismo y por ello resultaría enojoso, pero sobre todo imposible, enumerar las películas dedicadas a ese género. En ocasiones se trata de biografías más o menos autorizadas de deportistas; otras veces consiste en ficciones sobre los desafíos personales; hay largometrajes construidos sobre la degradación personal de los deportistas encumbrados; la proyección de la corrupción social al mundo de las competiciones no es del todo ajena el mundo del celuloide; ni tampoco la reconstrucción parcial de los grandes eventos olímpicos, entre los cuales no puedo dejar de mencionar una de las películas que más me impresionaron en la infancia: La prueba del valor (1970), de Michael Winner, ambientada en la Maratón de las Olimpiadas de Roma de 1960.
El deporte
ha generado actores, como el conocidísimo, Johnny Weissmuller, y el cine ha
extendido la carrera de algunos deportistas, como Pelé en Evasión o victoria (1981), de John Huston.
El deporte
que, como todo lo que hay en el mundo occidental, remonta su origen a la Grecia
clásica.
Y, bueno,
podríamos alargar el comentario de los párrafos anteriores hasta el infinito.
La pregunta que quizá debamos plantearnos es por qué el deporte ha interesado
tanto al cine, y puede que una respuesta adecuada es que las competiciones,
fílmicas o no, son siempre del agrado de los espectadores. Creo muy
sinceramente que serían muy pocas las personas humanas de la Humanidad que
serían capaces de afirmar honestamente que nunca jamás de los jamases han
sentido algún tipo de atracción por algún tipo de confrontación deportiva, sea
ésta de la índole que sea, puesto que las posibilidades en tal sentido son casi
infinitas, desde el patinaje artístico hasta el curling.
Pero hay
más, mucho más y es que el deporte nos enfrenta a todo un entramado de
conflictos personales cuya ignorancia sería una necedad por parte de los
cineastas. Se trata de narrar las épicas personales. De manera muy esquemática,
este tipo de películas nos presentan a la persona enfrentada a sus
circunstancias, y entonces, la epopeya suele ser positiva, o simplemente
epopeya en sentido estricto. O del ser humano atenazado por sus fantasmas, en cuyo
caso el desenlace no suele ser tan positivo. El atletismo de Carros de fuego (1981), de Hugh Hudson, o
el boxeo de Rocky (1976), de John G.
Avildsen, por mencionar sólo dos de los más conocidos largometrajes sobre el
género que estamos comentando, bastante próximos en el tiempo, además, son magníficos
ejemplos a ese respecto, como muestras de superación personal, mientras que Toro Salvaje (1980), de Martin Scorsese,
lo sería de todo lo contrario. Pero ya he dicho que no quiero despeñarme por la
pedregosa tentación de los ejemplos concretos.
Procede
ahora abordar la película que nos ocupa: Foxcatcher
(2014), de Bennet Miller. Y si empezamos por el final, sorprende que se trate
de una película con argumento, un filme en el cual las acciones cuentan, así
como suena: no en vano está nominado al Oscar al Mejor guion. Y si empezamos
por el principio, llama la atención primero que esté todo basado en hechos
reales, pero casi más que dichos hechos reales, manifiestamente peliculizables,
no hayan sido llevado antes a la pantalla, a mí al menos no me consta, pues
sucedieron al final de la década de los 80, concretamente alrededor de las
Olimpiadas de Seúl.
Foxcatcher se inicia en 1987 y nos
presenta a un ganador de la medalla de oro en lucha grecorromana en las
Olimpiadas de Los Ángeles, Mark Schultz, a su hermano Dave, que obtuvo en mismo
galardón en el mismo evento, y al hombre más rico de los EE. UU. a la sazón:
John du Pont, una persona cuya fortuna familiar se remonta a la Guerra de la
Independencia USA, y que está fascinado por ese tipo de lucha. Pero para no
acabar con las sorpresas, la película se inicia con unas imágenes documentales
sobre la caza del zorro, que no tienen lugar en el Reino Unido, sino en la
finca de la familia du Pont, que habita en una inmensa finca del estado de
Pennsylvania, siendo así que todos ellos y, por supuesto John, se consideran
personas con un patriotismo americano de más de doscientos años de antigüedad. Para mayor abundamiento dicha inmensa quinta
se llama así: Foxcatcher.
Pero en este
encadenamiento de sorpresas, nuestro campeón olímpico hace casi vida de homeless: nada que ver con otros
medallistas sacralizados hasta la náusea. Malvive, pues, entre otras cosas, dando
conferencias de valores humanos, a 35 dólares cada, en centros escolares.
Así, la
película recuerda a Rocky, que
también transcurre en Pennsylvania, concretamente Filadelfia, en cuanto a la
exaltación de las virtudes que desembocaron en la independencia de las trece
colonias norteamericanas, pero el boxeador tiene que hacerse a sí mismo,
mientras que el luchador ha conocido ya las mieles de la gloria olímpica, y se
trata de una persona real, que sigue viva en la actualidad.
Ahora bien,
¿quién ha visto un combate de lucha grecorromana? Yo personalmente mientras
asistía a la peli no tenía una idea muy clara de qué era lo estaba ocurriendo
en el área de combate. Pero sin embargo, una vez que el filme le va familiarizando
a uno con esa modalidad deportiva, se puede apreciar que ella se produce el enfrentamiento
de dos deportistas sin más armas que las propias personas. No se dispone de
ningún tipo de máquina, no artilugio como raquetas, patines o canastas. Ni
siquiera guantes de boxeo: dos seres humanos que no disponen más que ellos
mismos con su cuerpo y su inteligencia, lo que me parece una buena metáfora de
nuestras posibilidades y nuestras limitaciones.
La bandera
de los Estados Unidos presidiendo unas contiendas universales que el mundo
actual ha trasladado a las pistas deportivas y una película donde la presencia
femenina es prácticamente testimonial, eso sí, desarrollada para el magisterio
de Vanessa Redgrave. Y en ese trío de voluntades combativas masculinas, hemos
de destacar a Steve Carrell en el papel de John du Pont, nominado al Oscar al
Mejor actor protagonista, Channing Tatum y Mark Ruffalo.
Y si bien no comparto la megalomanía en el deporte, esperemos que las disputas entre las naciones se limiten a las confrontaciones deportivas.
Francisco Javier Rodríguez Barranco
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