Tarifa, 29 de mayo de 2024
Considerada
oficialmente como un documental, creo que es más apropiado calificarla como
ficción documental con personajes reales que se interpretan a sí mismos. Al
menos esa fue la impresión que me quedó a mí, pues creo que algunas escenas han
recibido un tratamiento argumental para mejor narrar la historia que se
pretende contar.
Le
fardeau (2023), de Elvis Sabin Ngaibino, es una cinta de República
Centroafricana que aborda un tema tan devastador como el SIDA en África y ha
sido incluida en la sección oficial a concurso del Festival de Cine Africano de
Tarifa-Tánger (FCAT) de este año, es decir, la número 21 del certamen. El
título se ha distribuido en francés, quizá porque no ha tenido distribución en
España y significa ‘la carga’, lo cual ya nos da una idea de cuál es la
orientación social de la película.
Desde el punto de vista meramente fílmico hay varias cosas dignas de señalarse, como la ausencia total de banda sonora, aunque sí se dan canciones, que no son un telón de fondo a las escenas, sino los propios cánticos espirituales de los personajes en las celebraciones religiosas que se dan en la pantalla y que no son pocas, puesto que este filme pretende incidir en la vieja dicotomía entre ciencia y religión.
Asistimos así a las vivencias de un
matrimonio seropositivo compuesto por Rodrigue y Reine y sus desesperados
esfuerzos por deshacerse de la enfermedad, contraída primero por el marido y
lego por la mujer, aunque afortunadamente ninguno de los tres hijos se ha
contagiado. Por ello, cuando la ciencia es insuficiente, la pareja recurre a
todo tipo de experiencias místicas, incluso a la brujería. Lamentablemente, los milagros no existen,
pero si así fuera, no existirían para África. Eso es lo que afirma una ley no
escrita en la Tierra, de innegable precisión. Si las sociedades del así
denominado Primer Mundo no han conseguido erradicar tan despreciable lacra
después de medio siglo de convivencia con el SIDA, ya pueden ustedes imaginarse
cómo es la situación en los países en vía de desarrollo, sobre todo en África,
donde, según las investigaciones científicas empezó todo.
Otro aspecto interesante es que la
película se sitúa en medio de la historia. Tan solo se dice, aunque muy de
pasada, que primero se contagió él y luego ella, pero, en realidad el objetivo
de esta película no es trazar la historia clínica de esta pareja, sino situar
la acción en un determinado punto en que ambos padecen el virus y cómo es su
día a día para superar el mal, la carga. Tampoco se llega a un desenlace, sobre
todo porque Rodrigue y Reine, que son primos del director, están todavía en
este mundo. Queda eso a la imaginación del lector, aunque no hace falta ser
demasiado perspicaz para inferir cómo acabará todo en una sociedad donde ya la
mera existencia es un milagro, incluso sin enfermedades.
Lo que interesa, pues a Elvis Sabin Ngaibino
es el punto en que sus familiares se hallan, intentando que no se olvide una
tragedia en nuestro continente vecino, que ha perdido actualidad opacada por
todos los demás males que se ciernen sobre África, pero sigue plenamente
vigente. Durante los últimos años nos han estremecido otros males, como el ELA
o el COVID, e incluso en los países desarrollados se han conseguido retrovirales
que han convertido el SIDA, hasta donde yo sé, de enfermedad mortal en crónica,
pero la situación no ha mejorado en exceso entre la población africana, donde
sigue siendo el pan nuestro de cada día. Al menos, nadie en su sano juicio
podrá culpar a África de haber sido el origen del COVID.
Cabe señalar también que la película evita el
tono altisonante de las escenas desgarradas, incluso vemos a los hijos de la
pareja comportarse como niños, y ello es así porque la técnica fílmica apuesta
por el minimalismo: pequeñas pinceladas para que el espectador comprenda el
drama, pero sin deshacerse en lamentos. Así, por ejemplo, vemos a Reine aplicando
una pomada a las pantorrillas de su marido y ese detalle ínfimo sirve para que,
sentaditos en nuestras butacas, comprendamos que la enfermedad se está
extendiendo por el aparato locomotor del hombre, lo que se confirma pocas
escenas más adelante cuando le vemos en silla de ruedas.
Tampoco pretende victimizar a nadie ni
deshacerse en denuestos contra el mundo occidental que podría hacer mucho más
de lo que hace para, al menos, aliviar la situación, pero se queda quitecito.
No se trata de buscar culpables ni de acusar a nadie de nada, sino simplemente
mostrar las cosas tal y como son y la desesperación que lleva a este matrimonio
a buscar algún remedio en la religión. Se sugiere, por ejemplo, eso sí la
injusticia social de que Reine no pueda ejercer de pastora espiritual, porque
tiene el SIDA, pero sobre todo poque es mujer, mas no hay juicios de valor.
Ni se observa un rechazo social hacia los
enfermos, puesto que estos participan con total normalidad, hasta donde les
permiten sus fuerzas, en las actividades de la comunidad.
El anhelo de Elvis Sabin Ngaibino es,
insisto, dar visibilidad a un drama que no por viejo (cincuenta años de SIDA es
una cifra son obscena, sobre todo si la comparamos con los menos de cuatro que
ha durado la pandemia por coronavirus) es menos actual.
En cuanto al estado de la cuestión en nuestros
días, según cifras oficiales de la Organización Mundial de la Salud (OMS), se calcula
que, a nivel planetario, están infectadas por el VIH o viven con el virus 33,3
millones de personas, de las cuales 22,5 millones se encuentran en el África
Subsahariana. Por si eso fuera poco, se estima que de los 2,5 millones de niños
de todo el mundo que viven con el VIH, 2,3 millones habitan en el África
Subsahariana. Creo que esos simples datos son ya de por sí los suficientemente
elocuentes. Y si queremos profundizar mínimamente en el drama, también según
los datos de la OMS, los niños huérfanos
son separados de la escuela o no se les matricula debido a las limitaciones
financieras de las familias afectadas, y tienen que asumir responsabilidades de
cabeza de familia o proveedor del hogar, que es el futuro que aguarda a los
hijos de Rodrigue y Reine.
Francisco
Javier Rodríguez Barranco
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