Nos hallamos así ante Colisión
(2016), la segunda película de Marc Fàbregas y cabe preguntarse lo que comparte
y lo que la diferencia de Cuinant
(2014). Una diferencia es muy evidente: Cuinant
se rodó en catalán y Colisión en
español, pero es mucho más sugestivo si seguimos el juego propuesto a través de
argumentos meramente fílmicos.
Observamos, por ejemplo, que de los dos actores de Cuinant repite Chus Pereiro,
deliciosamente parecida a Isabelle Huppert en lo físico y en lo artístico. Otra
característica en común es el enorme peso de las conversaciones: de hecho,
ambas películas se articulan sobre los diálogos. La palabra es, sin duda, la
herramienta más poderosa de Fàbregas en lo que a la construcción del argumento
se refiere. La palabra es lo que intenta dar sentido a las relaciones de pareja,
algo en lo que, si han leído ya mi humilde reseña de Cuinant, uno no tiene demasiada fe. La palabra sitúa las cosas para
el espectador. La palabra nos habla del pasado y del presente de los
protagonistas y nos sugiere el futuro. Coinciden ambos filmes, asimismo, en las
unidades de tiempo, lugar y acción, pues la trama dura lo que dura una hora y
pico en la vida de cuatro personas reales en contextos muy concretos en base a
unos hechos de todo punto verosímiles. El espacio es muy pequeño en ambas
películas: la cocina de un apartamento en la primera y los dos asientos
delanteros de sendos coches en la segunda.
En cuanto a lo que separa ambas películas, pues, ustedes
me van a perdonar una vez más, pero yo creo que lo que en apariencia las separa
es lo que más las une convirtiéndolas en dos caras de una misma moneda: Cuinant se rodó en color dentro de unas
paredes muy blancas, mientras que Colisión
se grabó en pseudo blanco y negro en un contexto totalmente oscuro, pues es de
noche y noche cerrada en una carretera secundaria; el contexto en Cuinant es estático, es decir, una
cocina, mientras que en Colisión es
móvil, pues consiste en dos coches en movimiento; en Cuinant son dos los personajes y en Colisión, cuatro, como no podía ser de otra manera cuando se habla
de dobles parejas. Pero, ¿no nos parece todo eso, insisto, como muy
complementario? Una dualidad formal que traza una misma idea de fondo. Se
trata, en definitiva, de un modo muy intimista de hacer cine que a mí
personalmente me resulta muy atractivo.
Y como ahora son dos las películas de Fábregas que hemos
visto, ya podemos ir trazando las coordenadas en que se mueve este director.
Una característica esencial en cuanto a la exposición ya la hemos mencionado:
la palabra como eje argumental, lo que no habrá sido fácil para los actores,
pues apoyarse en la expresión corporal queda reducido a lo mínimo
imprescindible. ¿Y qué es lo que expresa Fábregas mediante esa palabra
soberbia? Responder a esa pregunta nos sitúa de lleno en el ámbito de las
inquietudes estéticas del cineasta, que no son otras, a mi entender, que un
esfuerzo por profundizar en algo para lo que, a falta de un término mejor,
denominaremos el alma humana.
La palabra, y no las acciones, en estos dos filmes de
Fábregas sirve para trazar perfiles psicológicos: gracias a ella cada personaje
se muestra tal cual es, una apuesta que puede parecer simple desde el punto de
vista técnico (y del vestuario), pues no exige grandes alardes de efectos
especiales, pero muy arriesgada a la hora de llevarla a cabo: los actores en
las cintas de Fábregas son como trapecistas que saltan sin red. Todo queda a la
eficacia de sus parlamentos y cuando digo todo me refiero a los momentos tensos
y distendidos, serios y humorísticos, veraces y engañosos. Y eso no es fácil:
la sutileza, como su propio nombre indica, es evanescente y hay que lograrla
mediante el correcto uso de los medios: los actores no pueden quedarse cortos,
pero tampoco pueden extralimitarse.
Cuando Gregory Peck recibió el Oscar al mejor actor
protagonista por Matar a un ruiseñor
(1962), de Robert Mulligan, muchos se sorprendieron que no le hubieran
concedido el galardón a Peter O’toole por Lawrencede Arabia (1962), de David Lean. Sin embargo, hubo quien, a mi entender dio
en la tecla: la Academia había valorado la dificultad interpretativa de un
abogado equilibrado, vestido en un traje de lino blanco. Es indudable que
O’toole hizo un grandísimo trabajo, pero la contención y el equilibrio que
impuso Peck a su personaje están reservados a muy pocos. No, no es fácil saltar
sin red.
La última reflexión que quiero realizar se refiere al
azar como el gran factótum de las vidas humanas, algo sobre lo que reflexionó
durante toda su carrera Érich Rohmer, según es de sobra conocido. El azar es el
que une a cada pareja clandestina en Colisión,
pero el espectador no asiste a ello, sino que es un pasado del que se nos habla
durante el filme y ambas casualidades comparten una característica: lo
subterráneo y con ello me refiero a lo profundo, lo oculto, pues una pareja inicia
su relación en un entierro y la otra en el metro. Sobre esos azares, que sí lo
son en sentido estricto, la película arranca con los azares planeados, valga
una vez más el oxímoron, por las relaciones furtivas: una supuesta prostituta
poligonera en un caso y un ataque fingido en la calle, en el otro, todo ello
como parte de sus respectivas fantasías eróticas. Pero al azar le ocurre lo que
al cauce seco de los arroyos sobre los que se construyen viviendas, que las
aguas tarde o temprano quieren recuperar lo que es suyo, de tal manera que el
azar, el verdadero azar y no el ideado por los personajes es el que al final
acaba imponiendo su ley. Y hasta ahí puedo decir, pues me propuse no hacer spoiler al inicio de esta reseña.
Fco. Javier Rodríguez Barranco