martes, 3 de marzo de 2020

ALGO HUELE A PODRIDO EN 'REINA DE CORAZONES'




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            Hace tiempo que el cine escandinavo reflexiona sobre la familia. Hasta donde las limitaciones de la memoria me permite vislumbrar, quizá el antecedente próximo (o relativamente próximo) más ilustre es Cara a cara (1976), de Ingmar Bergman, que luego dirigió Fanny y Alexander (1982), también con el tema de la familia como eje central, en un contexto de oscuridad luterana, si bien en este caso el realizador sueco sitúa la acción a principios del siglo XX. Producciones más recientes, ya en nuestra centuria (o casi) , han sido la danesa Celebración (1998), de Thomas Vintenberg,  En un mundo mejor (2010), de Susanne Bier, que plantea un interesantísimo contraste entre las sociedad africana y la europea septentrional, o la islandesa Buenos vecinos (2017), de Hafstein Gunnar Sigurösson, donde las malas vibraciones de dos familias diferentes son limítrofes, el sentimiento de culpa en la noruega Thelma (2017), de Joachim Trier. Pues bien, en esa línea acaba de llegar a las pantallas la también danesa Reina de corazones (2019), de May el-Toukhy. Podríamos mencionar también, sin querer ser exhaustivos, el hilo conductor de la filmografía del finés Mika Kaurismäki en filmes como Divorcio a la finlandesa (2009), que combina comedia y drama, pero vamos a centrarnos en Reina de corazones.



            Y la familia, pues eso. Es lo que hay. La familia es esa vocecita que nos acompaña durante toda la vida. Un vínculo perpetuo a algo que puede ser de cualquier manera. Hombre, sorpresas, lo que se dice sorpresas, no suele haber muchas sorpresas en la vida familiar, todo los miembros suelen comportarse con arreglo a lo esperable de cada cual, y eso, oye, parece que no, pero es muy relajante. Sin embargo, seamos sinceros: tan sólo los compañeros de trabajo son peores que la familia…, y no siempre. Pero vamos a lo que vamos.

           Nos hallamos así en el largometraje de Toukhy con una familia guay, que lleva una vida guay, en una casa guay, en un paraje guay, cuyo matrimonio ha sido bendecido por dos hijas guays, que yo creo que son mellizas. El padre, Peter (interpretado por Magnus Krepper) es un científico reputado y la madre, Anne (interpretada por Trine Dyrholm) una activista jurídica que se implica personalmente en la defensa de la causa de adolescentes violadas o malos tratos paternos, pero mira tú por dónde en ese entorno idílico aparece Gustav (interpretado por Gustav Lindh), un adolescente conflictivo hijo de Peter de una relación anterior y lo que sucede entonces, tal y como parece transmitir el cartel anunciador de la película, es una recreación contemporánea del afamado complejo de Edipo, pues no es la madre biológica quien mantiene relaciones con el hijo, sino la madrastra, es decir, Anne.



            No voy a destripar el argumento, pero sí quiero llamar la atención acerca de que en esta versión escandinava del mito griego, nada sucede por un capricho determinista del destino, sino que es la mujer quien busca con plena consciencia al menor de edad y tampoco voy a entrar en consideraciones morales, pero esta situación poco favorece la desorientación de la edad en el chico, pero menos encomiástica resulta aún en cuanto a la actitud de la madrastra dado que, recordemos, se dedica a defender a los menores de edad en los tribunales.

           De manera que la hipocresía personal es uno de los focos desde los que observar esta cinta, pero también la hipocresía social, pues Sara, amiga personal de Anne, descubre casualmente el pastel y, si bien se siente internamente horrorizada, poco o nada hace al respecto.


            Todo lo anterior, y esto me parece muy interesante, podría haber desembocado en un melodrama bobalicón o en un thriller simplista, pero entonces Reina de corazones no habría sido la película ganadora del Premio del público en el último festival de Sundance, uno de los epicentros del cine independiente mundial.


            La película, desde luego, se salva. Se asoma al abismo de la sensiblería epidérmica, pero se salva y ello es gracias a dos cuestiones desde mi punto de vista: el magnífico trabajo actoral de Trine, que se mueve con impecable soltura en el filo de la navaja de las emociones domesticadas y las sutilezas del guion de Maren Louise Käehne y el propio director May el-Toukhy, que nos ofrecen una radiografía inmisericorde, pero sin aspavientos, de la familia escandinava, porque al final se cuenta todo de manera tan normal, que a uno le parece estar asistiendo a una escena estándar de la vida cotidiana en una determinada región del mundo. De hecho, quizá la principal sorpresa argumental es que no haya tal sorpresa. No hay nada del tipo “Tachán”, he aquí la prueba irrefutable que descubre la identidad del victimario. Una grabación, un regalo indebido, un comentario, un despiste. No sé. Algo. Lo anormal del caso es que todo se desarrolla con normalidad.


            No se trata de un retrato coral e  intergeneracional del tipo La familia (1987), de Ettore Scola, ni de poner en solfa a una prole impresentable, según narra Gabriel Drak en La culpa del cordero (2012), sino de profundizar en unos determinados sentimientos que tienen de todo, menos ternura. Pero no es el drama por el drama lo que la película que estamos analizando nos ofrece, sino una sombra de humanidad o, por mejor decir, de deshumanidad. Humanoides desapasionados vestidos para la ocasión, por supuesto. Políticamente correctos. Impecables. Sin perder la compostura.

            Particularmente cáustico, habida cuenta del título del filme y de su temática, es ese pequeño detalle de la lectura recurrente de Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll, en Reina de corazones, de May el-Toukhy. Una reinterpretación bastante personal del mítico libro teóricamente infantil, muy próxima a la ironía negra.



            Familias con pies de barro en el cine escandinavo o algo huele a podrido en Dinamarca, según todos conocemos: al fin y al cabo, tampoco puede decirse que la imagen que Guillermo Chéspir, el bueno de William, nos legó en Hamlet fuera precisamente el de una familia demasiado estructurada.

Fco. Javier Rodríguez Barranco

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