viernes, 3 de mayo de 2019

CASABLANCA YA NO ES LO QUE ERA EN 'SOFÍA'




Pulsa aquí para tráiler en francés


Uno asiste a los festivales de cine y luego a los coloquios tras las proyecciones da cada película y comprueba que todos los actores han conocido una experiencia maravillosa, que les están muy agradecidos al director, porque es muy duro, pero con el que se aprenden muchas cosas, que los compañeros son magníficos, etcétera, y entonces le invade una angustia metafísica. “Coño, yo me he equivocado de profesión”, se dice uno a sí mismo. El ambiente de trabajo era extraordinario y esas cosas a mí me perturban. “¿Qué he hecho con mi vida?”, suele ser la siguiente cuestión. “Yo debería haber sido actor o, como mínimo, director”. Y así sucesivamente. Todo lo cual contradice de lleno lo que uno ha visto en filmes como El crepúsculo de los dioses (1950), de Billy Wilder o Frances (1982), de Graeme Clifford, y entonces reflexiona: “Estos de Hollywood son unos embusteros”, “Estos de Hollywood no tienen vergüenza”, lo cual contribuye poderosamente a aumentar su desazón.

            Luego, cuando ese festival se celebra en Tarifa, uno comprende también que esta es una ciudad llena de jipis, pero con ropa de marcas muy caras, hasta el punto de que han convertido esta ciudad en una de las más caras de la piel de toro, hasta el punto que comentan los naturales del lugar, que el Mercadona es aquí más caro que en otras ciudades de España. Y eso también me desasosiega, porque nadie está obligado, por supuesto, a ser jipi, pero ya que optas por ese movimiento, un poquito de coherencia, caramba, que lo que procede son las impedimentas astrosas y el odio al jabón. Además que los pseudojipis en Tarifa van todos con la misma estética. Pongamos los chicos: chanclas, bermudas o bañador hasta la rodilla, barba de alpinista, gafas de sol deportivas, sudadera, con o sin capucha, dependiendo de la intensidad del viento y, en ese caso, es decir, el de sin capucha, con gorra y la visera en la nuca. ¿Dónde ha quedado el esplendor de las uñas azabache o la dignidad de las ronchas costrosas? Todo eso, de verdad, para mí es muy confuso. Es como si un barcelonista de corazón se pasara la vida vestido con la camiseta del Espanyol.

Todo eso no ayuda nada para mis desajustes existenciales, porque entonces me pregunto: ¿Dónde estoy, si en una de las urbes icono de la bohemia se concentra el mayor número de restaurantes hipsterianos que he conocido en mi vida con ese toque tan cool que no pasa inadvertido a la lista de precios en establecimientos cuyos propietarios son también jipis convencidos, pijipis para abreviar? Qué sé yo. Yo soy una persona sencilla que necesita las cosas claras y si no les gusta la visera, ¿para qué se compran gorras con visera?


Y dejamos ahí la sinfonía de lamentos para adentrarnos en la película que nos ocupa, es decir, la marroquí Sofía (2018), de Meryem Benm’Barek, que goza de un buen currículum en festivales, entre ellos Cannes. Ambientada en Casablanca, lo primero que cabe decir, sin embargo, es que ya no hace falta que Sam vuelva a tocar “As Time Goes By”, puesto que ahora el amor no existe y este es uno de los ejes a través de los cuales podemos profundizar en este largometraje.

            La primera escena es una cita de un determinado artículo del Código Penal marroquí en el que se condena de un mes a un año de prisión a quienes mantengan relaciones sexuales fuera del matrimonio y una madre soltera, obviamente, es algo que cabe incardinar dentro de ese tipo punitivo. Nada que, por otro lado, una buena “mordida” no pueda solucionar, como seres civilizados que somos, por supuesto.

          La protagonista, Sofía, magníficamente interpretada en su desencanto vital por Maha Alemi, se enfrenta al problemón de parir sin marido, pero los nueve meses de embarazo ha padecido un caso de negación de su gravidez, por una somatización obvia y eso la coloca en el estadio de las víctimas. Su problema más inmediato es la búsqueda de un marido y padre de su bebé ad hoc.

          Inspirada por una historia real que la directora conoció personalmente, todo se resuelve en un ambiente de intereses creados, de obvio ambiente benaventino: todos o casi todos (el novio, desde luego, no tanto) se acomodan ágilmente a la falsedad.



Lo que en la película de Meryem es una chica que se debate entre el chico con el que quiere casarse y el violador que la dejó preñada, cuya identidad no voy a desvelar porque no voy a hacer yo todo el trabajo: ustedes también tienen que poner de su parte.

Aquí no tenemos a Ingrid Bergman debatiéndose entre dos amores, ni se atisba la posibilidad del inicio de una bella amistad. La presencia francesa se sugiere por el marido de una de las mujeres, tía de Sofía, que es de esa nacionalidad. Se menciona su nombre, Jean-Luc (no, Jean-Luc no es el violador), pero no aparece en escena en ningún momento y todo esto, claro es tan anti la Casablanca (1942), de Michael Curtiz, que ahonda en mi tormento interior: si ya no puede uno fiarse de Hollywood, según esbocé más arriba, ¿qué nos queda? Quiero salvar el dilema pensando que el largometraje estadounidense es un producto de estudio (aquí entre nosotros, seguro que ni París es París), mientras que este filme marroquí se rueda en las calles reales de Casablanca, pero no sé yo si ese razonamiento es suficiente. De momento, he visto desmoronarse mi mundo delante de mis ojos en un segundo.

Y lo que se observa en esta película, y a mí me parece muy interesante, es cómo Sofía evoluciona de víctima a victimario al conseguir mediante procedimientos espurios el bebé al chico que le gusta y para quien ella no existe. Coexistencia de víctima y verdugo que ha de recordarnos el planteamiento básico de Nader y Simin, una separación, del director iraní, Asghar Farhadi, donde todos los personajes son víctimas de algo y verdugos de alguien, pero con una diferencia esencial: en la película de Farhadi todos los personajes son víctimas y verdugos simultáneamente, mientras que en la de Meryem, Sofía empieza siendo víctima a secas para evolucionar a verdugo según transcurre la cinta, es decir, de manera sucesiva.

Esta película, desde luego, constituye una crítica social que se inscribe en un código penal irracional que consagra el sexo sin boda, pero que se extiende sobre cada uno de los personajes, cada uno de los cuales aporta su particular podredumbre particular hasta constituir un todo envilecido donde unas infamias sostienen a otras. En todos los casos menos en uno: Lena, la prima de Sofía, que mantiene una actitud ética y es oncóloga de profesión, lo que me antoja plenamente cargado de valor simbólico, pues es como si Meryem hubiera querido transmitir que ese personaje es una cura para el cáncer moral de todos los demás.

Por fin, llama mucho la atención el protagonismo absoluto de la mujer en un filme rodado en un país musulmán. Los hombre en Sofía o son sobornables por mujeres, como es el caso del juez de instrucción, o no hacen nada, aparte de lamentarse, como es el caso del padre de Sofía, o son incapaces de liberarse de la tela de araña femenina, como es el caso de Omar, tejida dicha red en pos de los intereses de concretos de cada una, complementarios unos de otros, según hemos señalado en el párrafo anterior.Incluso el bebé es niña.

De manera que dentro de ese acercamiento a la mujer que constituye una de las señas de identidad del cine africano de nuestros días, en esta película se ofrece una imagen del sexo femenino como eje de la decadencia social. 

Protagonismo total de la mujer, para lo bueno y para lo malo, que contrasta fuertemente con el vigor testosterónico de la Casablanca de Michael Curtiz: no si al final me va a gustar más la Sofía de 2018 que la película de 1942.


Francisco Javier Rodríguez Barranco

No hay comentarios:

Publicar un comentario