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Uno
asiste a los festivales de cine y luego a los coloquios tras las proyecciones
da cada película y comprueba que todos los actores han conocido una experiencia
maravillosa, que les están muy agradecidos al director, porque es muy duro,
pero con el que se aprenden muchas cosas, que los compañeros son magníficos,
etcétera, y entonces le invade una angustia metafísica. “Coño, yo me he
equivocado de profesión”, se dice uno a sí mismo. El ambiente de trabajo era extraordinario
y esas cosas a mí me perturban. “¿Qué he hecho con mi vida?”, suele ser la
siguiente cuestión. “Yo debería haber sido actor o, como mínimo, director”. Y
así sucesivamente. Todo lo cual contradice de lleno lo que uno ha visto en
filmes como El crepúsculo de los dioses (1950),
de Billy Wilder o Frances (1982), de
Graeme Clifford, y entonces reflexiona: “Estos de Hollywood son unos
embusteros”, “Estos de Hollywood no tienen vergüenza”, lo cual contribuye
poderosamente a aumentar su desazón.
Luego, cuando ese festival se celebra en Tarifa, uno
comprende también que esta es una ciudad llena de jipis, pero con ropa de
marcas muy caras, hasta el punto de que han convertido esta ciudad en una de
las más caras de la piel de toro, hasta el punto que comentan los naturales del
lugar, que el Mercadona es aquí más caro que en otras ciudades de España. Y eso
también me desasosiega, porque nadie está obligado, por supuesto, a ser jipi,
pero ya que optas por ese movimiento, un poquito de coherencia, caramba, que lo
que procede son las impedimentas astrosas y el odio al jabón. Además que los pseudojipis
en Tarifa van todos con la misma estética. Pongamos los chicos: chanclas,
bermudas o bañador hasta la rodilla, barba de alpinista, gafas de sol deportivas,
sudadera, con o sin capucha, dependiendo de la intensidad del viento y, en ese
caso, es decir, el de sin capucha, con gorra y la visera en la nuca. ¿Dónde ha
quedado el esplendor de las uñas azabache o la dignidad de las ronchas
costrosas? Todo eso, de verdad, para mí es muy confuso. Es como si un barcelonista
de corazón se pasara la vida vestido con la camiseta del Espanyol.
Todo
eso no ayuda nada para mis desajustes existenciales, porque entonces me
pregunto: ¿Dónde estoy, si en una de las urbes icono de la bohemia se concentra
el mayor número de restaurantes hipsterianos que he conocido en mi vida con ese
toque tan cool que no pasa
inadvertido a la lista de precios en establecimientos cuyos propietarios son
también jipis convencidos, pijipis para abreviar? Qué sé yo. Yo soy una persona
sencilla que necesita las cosas claras y si no les gusta la visera, ¿para qué
se compran gorras con visera?
Y dejamos ahí la sinfonía de lamentos para adentrarnos en
la película que nos ocupa, es decir, la marroquí Sofía (2018), de Meryem Benm’Barek, que goza de un buen currículum
en festivales, entre ellos Cannes. Ambientada en Casablanca, lo primero que cabe
decir, sin embargo, es que ya no hace falta que Sam vuelva a tocar “As Time Goes By”, puesto que ahora el amor no existe y este es uno de los ejes a través
de los cuales podemos profundizar en este largometraje.
La primera escena es una cita de un determinado artículo
del Código Penal marroquí en el que se condena de un mes a un año de prisión a
quienes mantengan relaciones sexuales fuera del matrimonio y una madre soltera,
obviamente, es algo que cabe incardinar dentro de ese tipo punitivo. Nada que,
por otro lado, una buena “mordida” no pueda solucionar, como seres civilizados
que somos, por supuesto.
La protagonista, Sofía, magníficamente interpretada en su
desencanto vital por Maha Alemi, se enfrenta al problemón de parir sin marido,
pero los nueve meses de embarazo ha padecido un caso de negación de su
gravidez, por una somatización obvia y eso la coloca en el estadio de las
víctimas. Su problema más inmediato es la búsqueda de un marido y padre de su
bebé ad hoc.
Inspirada por una historia real que la directora conoció
personalmente, todo se resuelve en un ambiente de intereses creados, de obvio
ambiente benaventino: todos o casi todos (el novio, desde luego, no tanto) se
acomodan ágilmente a la falsedad.
Lo
que en la película de Meryem es una chica que se debate entre el chico con el
que quiere casarse y el violador que la dejó preñada, cuya identidad no voy a
desvelar porque no voy a hacer yo todo el trabajo: ustedes también tienen que
poner de su parte.
Aquí
no tenemos a Ingrid Bergman debatiéndose entre dos amores, ni se atisba la
posibilidad del inicio de una bella amistad. La presencia francesa se sugiere
por el marido de una de las mujeres, tía de Sofía, que es de esa nacionalidad.
Se menciona su nombre, Jean-Luc (no, Jean-Luc no es el violador), pero no
aparece en escena en ningún momento y todo esto, claro es tan anti la Casablanca (1942), de Michael Curtiz,
que ahonda en mi tormento interior: si ya no puede uno fiarse de Hollywood,
según esbocé más arriba, ¿qué nos queda? Quiero salvar el dilema pensando que
el largometraje estadounidense es un producto de estudio (aquí entre nosotros,
seguro que ni París es París), mientras que este filme marroquí se rueda en las
calles reales de Casablanca, pero no sé yo si ese razonamiento es suficiente.
De momento, he visto desmoronarse mi mundo delante de mis ojos en un segundo.
Y lo
que se observa en esta película, y a mí me parece muy interesante, es cómo
Sofía evoluciona de víctima a victimario al conseguir mediante procedimientos
espurios el bebé al chico que le gusta y para quien ella no existe.
Coexistencia de víctima y verdugo que ha de recordarnos el planteamiento básico
de Nader y Simin, una separación, del
director iraní, Asghar Farhadi, donde todos los personajes son víctimas de algo
y verdugos de alguien, pero con una diferencia esencial: en la película de Farhadi
todos los personajes son víctimas y verdugos simultáneamente, mientras que en
la de Meryem, Sofía empieza siendo víctima a secas para evolucionar a verdugo según
transcurre la cinta, es decir, de manera sucesiva.
Esta
película, desde luego, constituye una crítica social que se inscribe en un
código penal irracional que consagra el sexo sin boda, pero que se extiende
sobre cada uno de los personajes, cada uno de los cuales aporta su particular
podredumbre particular hasta constituir un todo envilecido donde unas infamias
sostienen a otras. En todos los casos menos en uno: Lena, la prima de Sofía,
que mantiene una actitud ética y es oncóloga de profesión, lo que me antoja
plenamente cargado de valor simbólico, pues es como si Meryem hubiera querido
transmitir que ese personaje es una cura para el cáncer moral de todos los
demás.
Por
fin, llama mucho la atención el protagonismo absoluto de la mujer en un filme
rodado en un país musulmán. Los hombre en Sofía
o son sobornables por mujeres, como es el caso del juez de instrucción, o no
hacen nada, aparte de lamentarse, como es el caso del padre de Sofía, o son
incapaces de liberarse de la tela de araña femenina, como es el caso de Omar,
tejida dicha red en pos de los intereses de concretos de cada una, complementarios
unos de otros, según hemos señalado en el párrafo anterior.Incluso el bebé es niña.
De manera que dentro de ese acercamiento a la mujer que constituye una de las señas de identidad del cine africano de nuestros días, en esta película se ofrece una imagen del sexo femenino como eje de la decadencia social.
De manera que dentro de ese acercamiento a la mujer que constituye una de las señas de identidad del cine africano de nuestros días, en esta película se ofrece una imagen del sexo femenino como eje de la decadencia social.
Protagonismo
total de la mujer, para lo bueno y para lo malo, que contrasta fuertemente con el vigor testosterónico de la Casablanca de Michael Curtiz: no si al
final me va a gustar más la Sofía de
2018 que la película de 1942.
Francisco Javier Rodríguez Barranco