miércoles, 10 de abril de 2019

LA LÍRICA SOCIAL EN 'ELOCUENCIA DE SILENCIOS'



Elocuencia de silencios
Autor: Francisco Muñoz Soler
Año de publicación: 2019
Editorial Caligrama
126 páginas


            Cuando Gabriel Celaya epopeyizaba la ejecución del Ché Guevara en «Soldadito boliviano», es obvio que no acompañó a quien argentino y cubano en su lecho de muerte. Algo así podría decirse de Ernesto Cardenal en su «Oración por Marilyn Monroe» cuando recuerda a «la huerfanita/ violada a los 9 años/y la empleadita de tienda que a los 16 se había querido matar». No cabe discusión acerca de que este poema posee un alto carácter elegíaco, pero tampoco renuncia a la puyitas contra el imperialismo yanqui:

El templo -de mármol y oro- es el templo de su cuerpo
en el que está el Hijo del Hombre con un látigo en la mano
expulsando a los mercaderes de la 20th Century-Fox
que hicieron de Tu casa de oración una cueva de ladrones.

                Son autores que no han vivido los hechos que denuncian. Muy significativo es el caso de Pablo Neruda, que para nada padeció en carne propia lo que plasma, en el Canto general o la Residencia en la tierra y que además supo conjugar como nadie una voz libertaria con una vida aristocrática: tres hermosísimas casas poseía en Chile el vate de Isla Negra, lo que no está nada mal para un comunista que no cree en la propiedad privada.

            De alguna manera hay una cierto tono de cantar de gesta en ese tipo de poetas. Si recordamos la división de la Historia de la Literatura que fragmentó Valle-Inclán, el primer estadio consistiría en aquel en que el poeta se pone de rodillas ante su héroe y loa sus hazañas. El héroe de la poesía social arriba esbozada sería el proletariado, bastante evidente en Viento del pueblo, de Miguel Hernández:

No soy de un pueblo de bueyes,
que soy de un pueblo que embargan
yacimientos de leones,
desfiladeros de águilas
y cordilleras de toros
con el orgullo en el asta.

                Miguel Hernández sí padeció lo que denunciaba, pero está claro que su tono no es lírico. Dentro de la partición canónica de los géneros literarios en lírica, épica y dramática, lo suyo sería la épica.

            Es por ello que llama la atención un poemario como Elocuencia de silencios, de Francisco Muñoz Soler, donde el poeta proyecta su yo lírico en la circunstancia social que conoce, como en el poema «Mujer mara»:

                        Tengo fija en mi mente su mirada, con un odio que rasga la vida.
                        La muerte esculpida en su
                        joven rostro.


            Francisco Muñoz recorre algunos de los lugares más inseguros del planeta y dirige hacia ellos sus ojos compasivos, su voluntad solidaria, su deseo de cambio. Nuestro poeta sí conoce en primera persona las injusticias sociales que denuncia, pero no empaña su voz lírica. Es el planto de un hombre ante la miseria circundante y es la fusión empática con los más desfavorecidos, lo que dota a sus versos de sinceridad y hondura facilitando que actualicemos en nuestras mentes de lectores las escenas más dolorosas, porque el poeta se convierte aquí en uno más de los miserables que glosa. Si recordamos una vez la división valleinclanesca, nos hallaríamos en el siguiente estadio, es decir, el de los escritores que ya no están de rodillas, sino que miran directamente a los ojos de sus personajes. El autor ahora está de pie y se enfrenta directamente a unos hechos cuyos actores también están de pie. Cara a cara.



            Publicado en edición bilingüe español-inglés, nos hallamos en Elocuencia de silencios con un poemario dividido en cinco partes, de las que la primera es «Una forma de ser y estar en el mundo», donde Muñoz borra la frontera entre vida y poesía. Poesía para la vida. Poesía por la vida. Aspiración al conocimiento de la esencia humana como miembro de ella:

                                   A VECES LOS POETAS,
                                   desde sus incertidumbres
                                   tienen la tentación de comprender
                                   la condición humana

            Belleza y humanismo reclama nuestro poeta a su actividad creativa y desde luego que es algo a lo que no renuncia en sus versos: calor humano dignificado por las emanaciones del alma.

            «En la lucha por la dignidad no hay derrotas», como un manifiesto irrenunciable, es la segunda parte de la obra que nos ocupa. Apelación, pues, a la dignidad individual, aquella que nos impulsa a ser quienes somos, sin más límites que nuestras propias fronteras individuales. Los silencios que más y más fuerte hablan, como en el caso de «La mujer de Lot», quien se convirtió en estatua de sal:

                                   por defender sus sueños
                                   un minúsculo eterno,
                                   porque será su vivencia,
                                   y eso ni dios ni la muerte
                                   se lo podrán arrebatar.

            Pulsión humana por encima de cualquier otra consideración, con todo lo que eso implica, aunque eso signifique desafiar a lo más alto de la corte celestial.

            Si es que, además, nos pongamos como nos pongamos, la dignidad es lo más nuestro. Un patrimonio irrenunciable, porque las tumbas de quienes murieron en olor de dignidad se alzarán siempre hirsutas en sus arrogantes silencios.

            «Una tierra donde las auroras arrojan canciones mudas» constituye el cuerpo central de Elocuencia de silencios y es al que pertenece el poema «Mujer mara», cuyos versos iniciales citamos más arriba. Es aquí donde comprobamos que, aunque la vida depende de la marca del reloj que llevas, la pasión lírica iluminará nuestro porvenir: al fin y al cabo «los pueblos deben afrontar el futuro/ haciendo la paz consigo mismos» (versos finales de «Enfrentarse al espanto y la vergüenza»). El poeta es uno más ante los dolientes y gime con ellos concediendo a su silencio un valor trascendental.

            Llegamos así a «Mi ánima tiene el molde de su luz», penúltima sección del libro que nos ocupa, y ahora el poeta se erige en el eje de su universo particular, un mundo donde los deseos imposibles se mezclan con la nostalgia de aquellas interminables tardes de verano que abarcaban toda la eternidad imaginable, también la Navidad como el final de un otoño donde la caducidad se pavonea obscena. Pero ello es así porque «Mi alma tiene el molde/del horizonte de sus auroras». El poeta, pues, como la medida de todas las cosas.

           Cierra el poemario «Sentir cada día como un regalo», puesto que es aquí donde Muñoz adquiere conciencia de su propia fragilidad, no en vano ha conocido el espanto de una cruel enfermedad, por eso decide vivir cada día como si fuera el último, según el credo de Vinicius de Moraes, inmortalizado por Maria Creuza en «Tomara»: «la cosa más divina que hay en el mundo es vivir cada segundo como nunca más». Ésa es la actitud de Muñoz: una canto de esperanza desde sus «experiencias en el otro espacio» para urdir «un conjunto divino». Todo ello incluso bajo la conciencia de la propia caducidad:


                                   ligero la ruta del silencio camino
                                   hacia el espacio sin tiempo.

            No hay angustia en esta poesía ni, por supuesto, rencor de esa inmensa canallada a la que denominamos tiempo, sino aceptación serena de la propia fugacidad y acumulación de recuerdos como los mejores puntales de una vida necesaria. Paz en el alma.

            Intensidad lírica, por lo tanto, traspasada por la coyuntura social más acuciante. Un alma lírica, por lo tanto, la de Francisco Muñoz Soler que apela a la solidaridad de todas las almas.

Francisco Javier Rodríguez Barranco

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