Durante la presentación de Lola Oporto (Málaga, Ediciones del Genal, 2018), de José Antonio
Sau, alguien preguntó al autor que cómo se le había ocurrido ambientar la
novela en Málaga, con la idea implícita de que nuestra ciudad no reúne la épica
necesaria que se le supone a otras ciudades iconos del género negro, como Nueva
York, Los Ángeles, Madrid o Barcelona. Y lo primero que cabe objetar a esa
inquietud del preguntante es que, por desgracia, Málaga y provincia ocupan
últimamente demasiado espacio en la crónica de sucesos nacionales. Pero sobre
todo subyace la idea de la poca valoración de los malagueños hacia su ciudad,
una urbe en la que en un radio de cien metros cabe ubicar cinco culturas: la
fenicia (depósitos de garum en la calle Alcazabilla), la romana (Teatro Romano
en la misma calle), la musulmana (Alcazaba), la judía (entorno del Museo Picasso)
y la cristiana (catedral en calle Císter). Podríamos incluso añadir una sexta:
la bizantina, pues en tiempos de Justinano, Málaga fue la capital de la
provincia Bética.
De verdad que muchas veces uno se pregunta qué imagen
tienen los malagueños de Málaga y desde luego que las autoridades municipales
hacen muy poco por recuperar el patrimonio histórico de la ciudad, pues, por
ejemplo, en la archidegradada plaza de Mitjana
se situó en su día y durante muchas décadas la academia de don Narciso
Díaz-Escovar. El ayuntamiento ha abandonado el centro histórico de Málaga a su
suerte y así nos va.
El sol, con ser el gran aliado de la ciudad, es también
su mayor enemigo, pues, como los árboles situados delante del bosque, nos
impide profundizar en el enorme calado cultural de la Ciudad del Paraíso.
¿Cuántos malagueños conocen las figuras de José Moreno Villa o Ángeles
Rubio-Argüelles? En cuanto a esta última remito al documentado trabajo de Rosa
Mª Palomo Tobío Ángeles Rubio-Argüelles:
perfil humano y artístico. Baste tan sólo decir que figuras tan conocidas
como Sender, Fiorella Faltoyano, María Barranco, Tito Valverde o el mismísimo
Antonio Banderas echaron los dientes en la escena gracias al mecenazgo de
Ángeles Rubio-Argüelles y su Teatro ARA.
Perdida entre grandes convulsiones (Navidad, Semana Santa
y Feria, principalmente) llegó tarde a la explosión turística, pero cuando por
fin le alcanzó la onda expansiva, las maletas con ruedines sustituyeron a los
cantes de verdiales. Necesitaríamos un estudio sociológico en condiciones para
comprender cómo una ciudad de barrio se ha convertido en esta saturnalia que
devora a sus habitantes. Sin embargo, créanme ustedes, en Málaga hay mimbres
más que de sobra para hacer muy buenos cestos.
La ciudad, pues, como uno de los principales
protagonistas de Lola Oporto, pero
vamos a los de carne y hueso, porque cuando en la culta y refinada Argentina de
la primera mitad del siglo XX la intelectualidad porteña se inclinaba por lo
francés, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares apostaron decididamente por lo
británico y reivindicaron nombres como H. G. Wells, Chesterton, Agatha Christie
o Thomas de Quincey. Por ello, Borges y Bioy alumbraron una colección de
novelas policiales a la que denominaron El Séptimo Círculo, en recuerdo del
círculo de los violentos en la Divina
Comedia, de Dante.
Aquello sirvió para dignificar el género, pero como
recuerda Bioy: "En El
Séptimo Círculo publicamos excelentes novelas acaso condenadas al olvido por
pertenecer al género policial. Un género de mucha venta, pero no siempre bien
mirado por la gente seria"[1].
Aunque ambos
literatos argentinos declararon su preferencia por la escuela británica de
novela negra sobre la americana (entiéndase USA), pues consideraban a la primera
más sutil, más intelectual, donde resolver un caso es un desafío a la
inteligencia, mientras que al otro lado del Atlántico se prefiere la sangre, el
alcohol, las drogas y el sexo. En tal sentido, Borges y Bioy apostaban por una
novela negra que desarrolle perfiles conceptuales, homicidios algebraicos.
Sin embargo, nadie puede negar que la escuela americana
(entiéndase USA) delinea perfiles humanos.
En cierta ocasión leí (lamento no precisar más la cita)
que los buenos en las novelas de Chandler o Hammett son malos que se han
aburrido de serlo. Hay un alto componente existencial en esa narrativa que los
autores argentinos arriba mencionados no supieron o no quisieron ver, lo que
llama especialmente la atención en un caso como el de Borges, que fue un
pesimista irredento (Bioy era mucho más optimista y lo fue hasta el último
momento de su vida, que le llegó en la total penuria): ya se ve que el amor conceptual
de Jorge Luis era superior a su pena vital.
Pues bien, ése es exactamente el contexto en que se mueve
la novela que ahora nos ocupa, cuyos personajes principales se mueven en dos
coordenadas psicológicas de manual: Lola Oporto es la obsesiva compulsiva,
Emilio Lupiáñez, el maníaco depresivo. Llama también la atención el periodista
Gerardo, un pelín hijo de puta, aquí entre nosotros, cuya figura se va
redimiendo según progresa la narración, pero con una tarjeta de presentación
manifiestamente mejorable.
Veamos algunas citas, por orden de aparición:
Es
otro capullo más [afirma Gerardo de Emilio], reventado pro una vida que
presagiaba un fracaso desde el principio (p. 127).
Luego
[Lola] pensó en el fracaso y se preguntó si era posible levantarse una y otra
vez tras ser noqueado (p. 140).
[referido
a Emilio] fue tomando cuerpo en su mente una deforme idea remota sobre la culpa
(p. 209).
[referido
a Lola] las rumiaciones venían acompañadas de una tremenda tristeza que casi le
quitaba las ganas de vivir (p. 222).
Siendo
así que rumiar es lo primero que nos quitan los psicólogos cuando acudimos a
una terapia. Según los discípulos de Sigmund, el pensamiento debe servir para
llegar a conclusiones y no para estar batiendo siempre las mismas penas.
Digamos que rumiar es a la autoestima lo que fumar para los pulmones.
Y la
culpa. Culpa, culpa. Un enorme sentimiento de culpa transpira en las páginas de
esta novela, cuando la culpa es una de las principales zonas erróneas, según el
conocido texto de Dyer. La culpa judeocristiana con la que venimos al mundo y
la culpa que vamos acumulando en cada uno de nuestros actos.
Pues
bien, eso es lo que interesa a Sau en Lola
Oporto, donde las verdaderas investigaciones son las que tienen lugar en la
mente de los protagonistas. Asistimos así al descenso al infierno mental del
asesino y al análisis de su posición en el mundo de la detective, con trauma
paterno incluido para mayor regocijo de los devotos de la escuela conductista
de psicología.
Por supuesto que hay un sustrato policial debajo de todo
esto. ¿Alguien conoce alguna novela policial sin que haya alguna investigación
de uno u otro tipo? Pero no permitamos que, como los árboles contra el bosque o
el sol contra Málaga, lo policial nos impida ver el verdadero alcance de este
libro que aspira a sumergirse en lo más ponzoñoso del alma humana: el desprecio
por uno mismo y el sentimiento autodestructivo.
¿Que quién es el asesino? No querrán ustedes que haga un
spoiler, ¿verdad? Pero les voy a dar
una pista: tan sólo tienen que ir a la primera línea de la novela para saberlo.
Ya les adelanté que lo importante en esta obra es trazar el perfil humano de
los protagonistas: dos seres que se buscan mutuamente: el maníaco depresivo y
el obsesivo compulsivo. Crónica de un asesinato anunciado.
Fco. Javier Rodríguez Barranco
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