Tráiler oficial
Nada menos que catorce nominaciones
a los Oscars, madre mía, que yo creo que es algo y aunque sólo sea por eso ya
merece la pena dedicar unos párrafos a La La Land (2016), de Damien Chazelle, protagonizada por Ryan Gosling, en el
papel de Sebastian y Emma Stone, en el de Mia, quienes, por supuesto, son
candidatos a la preciada estatuilla en las categorías de mejores intérpretes
protagonistas. Un filme concebido para mayor gloria de la meca del cine y eso
que la fábrica de sueños dejó de ser lo que era cuando apenas estaba naciendo,
dado que en 1932 la actriz Peg Entwistles se suicidó lanzándose al vacío desde
la letra H en el cartel gigante de Hollywood.
Aparentemente ajena a ello y arropada
por un gran aparato musical, donde la personalidad de Johnny Legend es
fundamental, lo primero que cabe preguntarse es si verdaderamente La La Land puede incorporarse al género
musical, puesto que si por musical entendemos aquellos largometrajes en que la
acción no es nada más que una mera excusa para incorporar canciones o bailes,
de los que todos tenemos mucho títulos en la cabeza, iniciando la saga en la
primera película a la que se incorporan voces, aunque sólo sea para las
canciones, es decir, El cantor de jazz
(1927), de Alan Crosland, en La La Land asistimos
al fenómeno contrario: una sucesión de canciones y bailes que acompañan a un
argumento que discurre como buenamente puede: una especie de montaje
audiovisual para envolver una trama de escasa profundidad: la decisión, por
ejemplo, sobre la elección de nombre para un hipotético club de jazz se impone como tema esencial.
Muy meritorio me parece el número
musical en un atasco de la autovía que inicia la película. Muy lamentable, me
parece, sin embargo, que ese arranque del filme quede ahí como una especie de
danza interrupta, res nullius, una coreografía postiza,
porque ni el atasco, ni un tan elaborado número musical, ni siquiera la
autopista tienen luego desarrollo en la película.
La
La Land consiste en las aspiraciones de Mia por ser actriz y las de
Sebastian por consagrarse como músico, inquietudes netamente hollywoodienses,
como es de sobra conocido, donde ni Emma Stone ni Ryan Gosling ejecutan los
mejores papeles de sus respectivas carreras: sinceramente creo que se ha sacado
muy poco partido de las enormes cualidades expresivas de Emma y de la
proverbial versatilidad de Ryan. Si es que, además, ni una ni otro son grandes
bailarines ni mucho menos cantantes. Ni sus números musicales satisfacen las
expectativas generadas en la primera escena, donde ellos no aparecen.
Y que sí, que ya sé que La La Land
es el nombre familiar con que se conoce a Los Ángeles en Norteamérica, pero
ahora viene el momento spoiler porque
fonéticamente se parece mucho a Casablanca, que es el título de una de las
películas más conocidas de la historia del cine.
No obsta la simplicidad del
argumento para que la película de Chazelle padezca un error de guion garrafal,
que además es el punto de inflexión en el filme. Pongámonos en situación:
Sebastian ha degradado su amor al jazz para enrolarse en una banda de pop
cañero, económicamente muy rentable, mientras que Mia tiene que pagar de su propio
peculio el alquiler de un teatro para representar un monólogo escrito por ella,
a cuyo debut apenas asisten diez personas y los comentarios que la chica
escucha cuando cae el telón no pueden ser más demoledores.
Comoquiera que Sebastian ha tenido
bolo con su banda, llega tarde a la función, lo que constituye la última gota
que derrama el vaso de Mia, quien decide irse a vivir con sus padres,
desilusionada de su vida de pareja y de camarera con deseos de ser artista. Hasta ahí todo correcto, pero es muy
poco creíble que en la escena siguiente veamos a Sebastian tocando el piano en
plan música ambiental para una boda, lo que transmite implícitamente la idea de
que ha pasado mucho tiempo: no se pasa de una banda de pop cañero, contrato
incluido, a amenizar bodas en plan formalito de la noche a la mañana.
Pues
bien, cuando Sebastian regresa a casa, que es todavía el domicilio de pareja en
el que ya sólo vive él, recibe la llamada de una persona con responsabilidad en
una empresa de castings, a quien ha
fascinado la actuación de Mia en su malhadado monólogo, lo que permite inferir
que dicha llamada ocurre al día siguiente, pero una cosa, el paso del tiempo, y
su contraria, la inmediatez, no pueden ser ciertos simultáneamente, sobre todo
porque, tal y como comenté más arriba, ese momento marca el punto de inflexión
de la película: si antes fue Sebastian quien prostituyó sus convicciones
musicales para ganarse la vida con interpretaciones que detesta, a partir de
ahí decide reconciliarse consigo mismo; y si antes de la, digamos, providencial
llamada del casting, Mia se mantenía
fiel a sus principios estéticos, a partir de ese momento, se incorpora al establishment, lo cual nos permite
encaminar nuestro razonamiento hacia la cuestión de los innumerables guiños de La La Land a filmes míticos.
Mucho se ha escrito sobre esa
cuestión en todo tipo de publicaciones relacionadas con el cine (revistas y
blogs), y que no hace falta repetir, pero hay dos referencias legendarias que
no se han mencionado todavía o, al menos, no las he leído yo, que soyu un ser
imperfecto, y una de ellas es The Way We Were, Tal como éramos (1973), de
Sidney Pollack, cuyo título en esta ocasión sí fue traducido correctamente,
magníficamente protagonizada por Robert Redford y Barbra Streisand, que
interpreta la conocida canción de este largometraje, con la diferencia de que
en la película de Pollack es el chico quien abandona sus ideales, mientras que
la chica mantiene las suyas.
Pero sin duda las coordenadas
canónicas anteriores en que se inscribe La
La Land son las de Casablanca(1942), de Michael Curtiz. Enumeremos brevemente las similitudes, una de las
cuales, la fonética del título, ya ha sido mencionada:
—«Ésta
es la ventana desde la que se rodó la escena de los nazis entrando en Paris en Casablanca» —cito
de memoria, de muy mala memoria y traducido al español—, ilustra Mia a
Sebastian en los primeros compases de La
La Land.
—Las
referencias a París, que siempre nos quedará en Casablanca, son constantes en La
La Land, mediante fotografías, escenas, dibujos o conversaciones.
—Un
piano toca Sam en Casablanca, y el
mismo instrumento acomete Sebastian en La
La Land. Si es que tan sólo falta decir: «Tócala
otra vez, Seb».
—Un
gigantesco póster de Ingrid Bergman preside la habitación de soltera de Mia.
—Rick’s
se llama el club que Rick monta en Casablanca,
Seb’s se llama el que funda en La La Land,
que ya sé que no son idénticos, pero parecen animados del mismo espíritu: dos
monosílabos con vocal media inserta entre consonantes.
—Y,
por fin, Ilsa, el personaje interpretado por Ingrid Bergman, se debate entre
dos hombres, uno centrado psicológicamente y el otro no tanto, y lo mismo
sucederá a Mia. Para mayor abundamiento, en Casablanca
el guion ofrecía varias posibilidades para acabar la acción hasta el punto de
que Ingrid Bergman no sabía realmente con qué hombre se iría, lo cual no se
decidió hasta los últimos momentos del rodaje, siendo así que en La La Land se ofrecen dos finales
alternativos, uno con cada amor posible.
De manera que, Roma no pagaba
traidores, según sabemos de la conquista de España, pero Hollywood sí agradece
lealtades, por lo que no me sorprendería lo más mínimo que esta película fuera
la gran triunfadora en la entrega de los Oscars de 2017.
Nada que ver, por lo tanto, con All That Jazz (1979), de Bob Fosse, donde
el espectador se replantea las grandes cuestiones vitales, pero, bueno, uno
sale de La La Land con lagrimillas de
emoción y eso siempre es bueno. Simpática, amable: en eso, desde luego, no se
parece a Casablanca, donde el drama
interno de los personajes es mucho más profundo.
Francisco Javier Rodríguez Barranco
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