Aunque no puede considerarse en sentido propio la primera
película sonora, sí que El cantante de jazz (1927), de Alan Crosland, con Al Jolson en el papel protagonista,
significó el punto de inflexión definitivo para separar el cine mudo del cine
sonoro y un gran éxito de taquilla para su productora, la Warner Bros. De ahí
que la década de los treinta conociera el desarrollo definitivo de esa técnica y
por ese motivo, así como por la inexistencia del doblaje, un importante elenco
de dramaturgos, entre los que destaca Enrique Jardiel Poncela, y actores de
habla hispana se desplazaran a Hollywood para poder rodar en español: hacían
falta guionistas y actores con esa lengua nativa.
Dentro de ese contexto se rodó en 1934 en los estudios de
la Fox Angelina o el honor de un brigadier, con guion de Jardiel, extraída, evidentemente, de su obra
teatral, pero a lo que el escritor añadió algunos diálogos, que han sido
publicados por su nieto Enrique Gallud Jadiel dentro del libro El cine de Jardiel Poncela (Málaga, Ediciones
Azimut, 2015), que constituye la primera edición de esos textos.
La película fue dirigida por Louis King y protagonizada
por Rosita Díaz, que pocos años después tuvo que exilarse definitivamente de
España por ser nuera del Presidente de la República Juan Negrín, y José Crespo,
quien conoció una vida de 96 años que abarca casi la totalidad de la centuria
pasada.
Muchas son las maneras de acercarse al filme que nos
ocupa, de las que me quedaré con dos: el absurdo sobre el código calderoniano
del honor, representado por piezas como El médico de su honra o El alcalde de Zalamea, y la dicotomía esencial
entre el hombre de acción y el hombre contemplativo.
En cuanto a lo ridículo de perder la honra en cama ajena, referido sobre
todo a El médico de su honra, ya
Valle-Inclán había emborronado los perfiles grotescos de la situación en Los cuernos de don Friolera.La cuestión básica es la misma
que la planteada por Calderón y la escuela que le sigue[1]:
¿cómo recupera el honor un marido engañado? Y si en el sistema de valores que
éstos defienden ello sólo es posible por la inmolación de los infractores, o
como mínimo de la casada adúltera, lo que sensatamente cabe preguntarse es:
¿hasta qué punto el adulterio de la esposa empaña el buen nombre del marido,
suponiendo que éste posea tal buen nombre?
¿Cómo una brutalidad del calibre de
una venganza a sangre y fuego puede entenderse como la catarsis imprescindible?
Y ahí sí que don Ramón aplica sin piedad el escalpelo esperpéntico. Recordemos
sólo los siguientes detalles: el marido burlado es el teniente Astete, cuya
moralidad en el control del contrabando del Cuerpo de Carabineros queda
bastante en entredicho; jamona, repolluda y gachona son las gracias que adornan
la beldad de la sin par Loreta, la dama casquivana, señora de Astete, mujer
fatal que se muestra en todo momento como alguien bastante vulgar: cual Helena
de Troya, por ella se moverían guerras en la telebasura de la España actual; y
quien completa el trío es un barbero rapa-cadáveres: nada que ver con la
arrogancia de un don Juan. Por eso, el marido burlado se lamenta: «¡Este mundo
es una solfa! ¿Qué culpa tiene el marido de que la mujer le salga rana? ¡Y no
basta una honrosa separación! ¡Friolera! ¡Si bastase!... La galería no se
conforma con eso».
La
obra de Jardiel se parece más a El
alcalde de Zalamea, por cuanto el supuesto honor perdido es el del padre de
la doncella, pero el planteamiento es bastante cómico. Por ello, si tuviéramos
que establecer alguna diferencia entre las piezas de Valle y de Jardiel,
diríamos que en la obra de aquél la solemnidad de la muerte se ofrece como un
juego ridículo de títeres, donde la grandeza de los momentos sublimes se recoge
bajo las alas del canijismo, arropado todo ello por una sombra de amargura,
mientras que en el teatro y guion cinematográfico de Jardiel, la tragedia no
pierde el bueno humor (valga la paradoja) y la comicidad del absurdo se impone
soberana.
De
alguna manera la diferencia en los planteamientos entre Valle-Inclán y Jardiel
sobre esa cuestión es la misma que separa los oscuros pesares de la Generación
del 98 y el juvenil dinamismo de la del 27.
La dualidad
entre hombre contemplativo y hombre de acción se da en los dos amores de
Angelina: Rodolfo, el poeta, y Germán, el seductor; muy clara en un momento
central de la película donde ambos, ignorando que el otro está haciendo lo
mismo, acuden con sendas escaleras a los balcones de Angelina, que es una
monada y no se entera de nada, antecedente, sin duda, del tópico hollywoodiano
de la rubia tonta, y mientras Rodolfo se entretiene lubricando los endecasílabos
de un soneto, Germán sube a los aposentos de la joven y no cuento más para no
desvelar la trama.
Lo
más importante es que la imagen del hombre contemplativo ha sido milenariamente
considerada como una especie de primer motor inmóvil que anima la creación de
Occidente, desde las visones de Homero, hasta las pesadillas de Poe, o los
deseos adánicos de Moro y Swift; pero sólo así se comprende el aliento que
vertebra la producción en esta zona del mundo. De lo que se trata es de
acercarse al impulso último, generador de la tensión creativa, de esa
subespecie de seres humanos a los que, de manera convencional, denominamos artistas.
En
esos hombres, manteniendo un símil clásico, predomina la bilis negra, o el
humor melancólico, pero eso no ha sido reputado por unanimidad un valor positivo,
sino que sobre todo en la Edad Media, y con particular claridad Santa
Hildegarda de Bingen en siglo XII establecía un contraste radical entre el
temperamento sanguíneo que, según ella, se refiere a personas templadas y
alegres, que cumplen todos sus deberes felizmente y con mesura, y la persona
melancólica que es un tipo descrito con horrible claridad como un sádico
arrastrado por un deseo infernal: uno que enloquece si no puede saciar su
concupiscencia, y odiando simultáneamente a las mujeres que ama, las mataría
con sus abrazos "lobunos" si pudiera.
De
manera que, contemplación vs. acción constituye uno de los grandes debates de
la Humanidad desde la antigüedad grecolatina hasta nuestros días y lo que
Jardiel acomete en su texto es el flanco hilarante de la situación, permitiendo
un enfoque renovador de un tema tan clásico como la cultura misma.
Francisco Javier Rodríguez Barranco
[1] Recordemos, por ejemplo, el
amargo conflicto en que se mueve Don García en Del rey abajo, ninguno,
de Rojas Zorrilla, cuando ha de optar entre la lealtad a la corona y el restablecimiento
de su honor, que lo cree ultrajado por el monarca, contra quien no puede mover
armas. Dice así en un punto del largo y elevado monólogo que cierra la Jornada
Segunda, donde Blanca es la mujer del protagonista:
que las pasiones de un rey
no se sujetan al freno
ni a la razón, ¡muera Blanca!
(Saca el puñal)
Pues es causa de mis riesgos
y deshonor, y elijamos,
corazón, del mal lo menos.
(vv. 1647-1652)
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