Pues el caso es que
este fin de semana, sin que estuviera planeado, que nadie piense mal, dos, han
sido dos las películas sobre ancianos que he visto sucesivamente. Por orden
cronológico en cuanto a mi experiencia personal: Youth (2015), de Paolo Sorrentino (anda que éste también cuando se
puso a pensar un título la ocurrencia que tuvo), rodada en inglés (ya se ve que
Sorrentino aspiraba al Oscar Oscar, puesto que el Oscar a la Mejor película en
habla no inlgesa ya lo consiguió hace un par de años por La gran belleza, como es sobradamente conocido) y 45 años (2015), de Andrew Haigh.
Desde luego que este género de ancianidad goza de
innumerables precedentes, cuyo número es inabarcable, según indica la propia
palabra. Disponemos de una imagen muy otoñal de Katharine Hepburn y Henry Fonda En el estanque dorado (1981), de Mark
Rydell. Bueno, Woody Allen es que nació siendo viejo, pero particularmente
interesante a este respecto me parece Sila cosa funciona (2009). Deliciosa la imagen de la ancianidad en Arsénico por compasión (1944), de Frank
Capra: ternura del humor negro.
Innumerables, innumerables ejemplos, como digo. Y ya
hemos comentado en las páginas de este blog Una pastelería en Tokio (2015), de Naomi Kawase, o Mielensäpahoittaja (2014), de Dome Kauroski. Pero yo creo que con Tres veces 20 años (2011), de Julie
Gavras se inicia una nueva tendencia en el cine de personas mayores, que ya no
nos ofrecen una imagen entrañable, casi caritativa de la edad provecta. Algo
así como un contrapeso de sensatez a un mundo que se mueve demasiado
irracionalmente, sino que sitúan a los miembros de la segunda navegación (en
terminología platónica) en el epicentro del análisis fílmico.
Tampoco se trata de plantear conflictos entre generaciones
con finales que provocan caries, sino de la vejez por sí misma, con madurez, nunca
mejor dicho, sin planteamientos convencionales.
Toda la dureza de la enfermedad nos mostró Michael Hanecke
en Amor (2012), Oscar a la Mejor
película en habla no inglesa, además de un sinfín de galardones. Hemos podido
luego ver a una Diane Keaton y Morgan Freeman ancianos en Ático sin ascensor (2014), de Richard Loncraine, que además desgrana una situación de amor interracial; un Al Pacino
decrépito en Manglehorn (2014), de
David Gordon Green, aunque Al Pacino puede ofrecer mucho más. Incluso Rapahel, nuestro Rapahel, el que es aquel, se interpreta a sí mismo en Mi gran noche (2015),
de Álex de la Iglesia. Y en cuanto a los largometrajes que nos ocupan, hemos
conocido a una Charlotte Rampling en la antesala de los setenta en 45 años, o unos viejos chochos Michael
Caine y Havery Keitel en Youth. Así como
una Jane Fonda anciana en el mismo filme, y esto sí que no se lo perdono a
Sorrentino: no pienso poner ninguna foto de ella en esta reseña: lo siento
mucho, pero uno también tiene su corazoncito.
Nuestros iconos se nos arrugan, al menos en la epidermis,
pero no son ya esos frascos inagotables de sabiduría, según se nos ofrecen
tradicionalmente, y mucho en ello tuvo que ver Cicerón gracias a su libro De Senectute. No se trata ya de buscar
el consejo de los ancianos, hasta con mayúscula: el Consejo de Ancianos,
institucionalizado en muchas culturas. De hecho, Senado es una palabra cuya
etimología es la misma que senil.
Y no digo yo que los ancianos no puedan ser sabios,
también taimados en ocasiones, pero el cine de nuestros días ha dado un paso
adelante para considerar la ancianidad como lo que es: una etapa de la vida, la
última etapa, salvo que mueras joven, lo que no le deseo a nadie, la que
completa el cuarteto clásico de las edades del hombre: niñez, juventud, madurez
y ancianidad. La edad de las despedidas, el momento final, que no es ni mejor,
ni peor que los anteriores: tan sólo el último.
Pero todavía con vida, todavía con impulso y de ahí, en
mi opinión el título elegido por Sorrentino para su película, una producción
donde el director italiano sigue fiel a su búsqueda de la melancolía en el
arte, como ya señalamos al hablar de La
gran belleza, puesto que carga las tintas sobre todo en el desgaste físico
o el atardecer de las ilusiones. Grandes dosis de nostalgia, pues, para un
largometraje rodado con oficio y elegancia en las imágenes tanto como en el
acompañamiento musical. De ahí que Harvey Keitel interprete a un director de
cine y Michael Caine a un director de orquesta. Una película que se concentra
en las emociones de los amores pasados y en las frustraciones de los del
presente, como es el caso de Lena, la hija del músico, interpretado por Rachel
Weisz. El escepticismo, en definitiva.
Por otro lado, observamos también una importante presencia del agua, que es el elemento por excelencia de la pena negra: nuestras vidas son los ríos que van a dan la mar, ya se sabe: no hace falta insistir. Así como otras dos referencias que pertenecen a la simbología milenaria de la melancolía, ambos como bálsamos a los penares: la música y el erotismo, hasta el punto que, en un momento dado, se considera que Miss Universo es dios.
Si consideramos el binomio contemplación-acción, esta película se decanta del lado de la primera de esas posibilidades.
Por otro lado, observamos también una importante presencia del agua, que es el elemento por excelencia de la pena negra: nuestras vidas son los ríos que van a dan la mar, ya se sabe: no hace falta insistir. Así como otras dos referencias que pertenecen a la simbología milenaria de la melancolía, ambos como bálsamos a los penares: la música y el erotismo, hasta el punto que, en un momento dado, se considera que Miss Universo es dios.
Si consideramos el binomio contemplación-acción, esta película se decanta del lado de la primera de esas posibilidades.
En las más altas cumbres hace frío –cito de memoria-
decía Guillermo Valencia, el eterno modernista colombiano, y quizá por eso las
películas que estoy reseñando comparten otro elemento, además de la vejez: una
residencia en la montaña, en el caso de Youth,
y un remoto accidente en los Alpes suizos, que desencadena, como antecedente
remoto, el cúmulo de sentimientos que se despliegan en 45 años. Puede que se haya elegido un país tradicionalmente neutral
en el ámbito de las relaciones internacionales para situar el escenario de la
neutralidad de las vivencias en ambas producciones: el apaciguamiento, la
reflexión.
Con todo, y aunque no se trata de un argumento complejo,
algo más de acción contemplamos en el filme de Haigh, pero lo curioso es que lo
normal, al menos con arreglo a la preceptiva aristotélica, es que la potencia
se desarrolle en el acto: una semilla es un árbol en potencia, por ejemplo;
mientras que en 45 años un acto, el
accidente en los Alpes que hemos mencionado más arriba, congela los
sentimientos en potencia, que es lo que subyace en este largometraje, donde los
ancianos no son ancianos para enriquecernos con su sabiduría, sino que los
ancianos son ancianos porque no tienen veinte años, pero no porque hayan
agotado sus posibilidades vitales, que es lo quiero destacar en este artículo.
Si consideramos de nuevo el binomio contemplación-acción,
esta película mantendría un equilibrio entre ambas opciones.
Ahora bien, la cosa no iba a ser tan sencilla, al menos
no entra en mis planes mostrarla de manera tan fácil, sino que quiero cerrar
esta crónica con una cuestión: ¿por qué interesa tanto a la cinematografía
actual una problemática como la de la pérdida de la elasticidad física? ¿Será
que vivimos en la cultura del usar y tirar, por lo que los actores actuales no
ofrecen garantías de permanencia estética, algo que sí permiten los intérpretes
consagrados? ¿Será que los directores que estamos reseñando, 45 años
Sorrentino, 42 Haigh, se sienten viejos prematuros? ¿O será, qué sé yo, que los
temas de viejos ofrecen un filón de creatividad nuevo?
Francisco Javier Rodríguez Barranco
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