Tarifa, 29 de abril de
2023
Este
año se cumple el 20º aniversario del Festival de Cine Africano de Tarifa
(FCAT), que ahora lo es de Tarifa-Tánger y que pasó varios años en Córdoba.
Con
tal motivo, hoy se ha celebrado una ceremonia para conmemorar la efeméride,
donde, aparte de la palabra de los políticos, bastante predecibles, por cierto,
han destacado las de Mané Cisneros, alma
mater del certamen, quien ha recordado cómo comenzó todo: un día de 2003
paseaba por la playa de Los lances cuando vio que algo brillaba en la arena;
continuó caminando y vio cómo disfrutaban de un día de viento los windsurfistas
habituales con aspecto de ser del norte de Europa; le siguió llamando la
atención el brillo en la arena y comprobó que se trataba de la mantita de
aluminio dorado con la Guardia Civil tapa los cadáveres de los náufragos. Mané
entonces comprendió la diferencia entre los sueños de los adonis nibelungos que
disfrutaban con su deporte favorito y las ilusiones frustradas de quienes
venían de nuestro continente del sur, de quienes tan poco sabemos y a quienes
es justo dar voz. Y al día siguiente Mané se dirigió al ayuntamiento para
plantearle la posibilidad de un festival de cine africano al alcalde y este la
dirigió al concejal de cultura, probablemente para quitársela de encima, pero
la cosa cuajó y hemos llegado a la edición número veinte, pandemia incluida.
Como
puede inferirse, pues, desde su misma concepción el Festival de Cine Africano
de Tarifa ha sido, es e intuimos que seguirá siendo mucho más que un mero
certamen fílmico.
Tras
ese acto conmemorativo se ha proyectado la película Los silencios del palacio (1994), de la directora tunecina Moufida
Tlatli, que jalona una de las secciones principales del FCAT en su vigésimo
aniversario: el recuerdo de grandes títulos del cine africano en “Es al final
de la vieja cuerda que se teje la nueva”, que sirve también de homenaje a
grandes cineastas del continente vecino, siendo así que Tlatli fue la primera
mujer en el mundo árabe en rodar un largometraje completo, precisamente Los silencios del palacio.
El
telón de fondo de esa película, con una gran
plasticidad fotográfica y protagonismo de la mujer en diferentes edades, rodada
en un 99% dentro de una lujosísima mansión, o palacio, de los príncipes
tunecinos colaboracionistas del colonialismo francés, es la independencia de
Túnez, pero de manera mucho más explícita se apela a la independencia social de
la mujer en un mundo todavía demasiado feudal.
¿Y
el hombre? Tal y como hemos sugerido, su papel queda en un segundo plano y más
valía que no apareciera para nada, pues, o bien es un aristócrata abusador de mujeres,
o bien, como en el caso de Lofti, encarna el espíritu de la independencia
política de Túnez, que tan decepcionante resultó para el género femenino. Ese
país alcanzó la independencia en 1956 y más de medio siglo después, en
diciembre de 2010, daría comienzo en él la Primavera Árabe, donde tan
importante papel jugaron las mujeres tunecinas.
Se
trata de un filme con un gran componente intimista y una gran intensidad
social, que llega a las mujeres a través de la radio, donde se enteran por la
radio de las diferentes huelgas generales convocadas para forzar la
independencia, pues hay una gran sensación de claustrofobia dentro de unas condiciones
de vida que tienen mucho de feudales y donde la lujosa mansión, el palacio, es
la materialización del Túnez colonial.
Otra
de las películas que se han visto hoy en el FCAT ha sido Coconut Head Generation (2023), de Alain Kassanda, que literalmente
sería ‘la generación de la cabeza de coco’ y con mayor propiedad, ‘la
generación testaruda’. Se trata de un documental ambientado en Nigeria,
concretamente en la Universidad de Ibadán, de ese director congoleño que
pretende reivindicar el papel de una generación, los actuales veinteañeros, a
quienes habitualmente se les acusa de indolencia tecnificada, pero que
protagonizaron en Nigeria las revueltas estudiantiles de 2021.
El
rodaje se inició en 2019 y se prolongó hasta nuestros días, por lo que, en
palabras del propio Kassanda, él y su cámara se convirtieron en parte de la
vida habitual de la Universidad de Ibadán, por lo que todo el mundo se habituó
a ello y él pudo rodar con total libertad lo que le interesaba rodar.
¿Y
qué le interesaba rodar? Bueno, ya hemos señalado en alguna ocasión anterior
que los documentales africanos no son divulgativos, sino demostrativos, es
decir, que no buscan ampliar enciclopédicamente nuestros conocimientos, sino
mostrar determinados fragmentos de la sociedad tal cual es, lo cual en el caso
actual se ciñe al mundo universitario en Nigeria, eligiendo para ello la más
antigua y prestigiosa institución docente del país del golfo de Biafra, también
conocido como bahía de Biafra o golfo de Bonny, inaugurada nada más y nada
menos por el imperio británico en 1947.
Para
lograr ese fin, Kassanda se fija en un cineclub que él mismo fundó en esa
universidad y cuyo nombre traducido al español sería Serie de Cine de los
Jueves, donde se eligen y se proyectan películas que permitan un debate
posterior, por lo que se programan exclusivamente filmes de naturaleza social
como una muestra de la implicación mutua entre cine y sociedad tan
característica de los largometrajes africanos.
Pero
una vez más tropezamos con los, digamos, ligeros desajustes de la
independencia, pues uno de los asistentes a esos debates afirma lo siguiente,
que cito de memoria: “Inglaterra nos dio la independencia, pero Inglaterra no
nos enseñó a ser independientes”. Independencia fallida, una vez más, pero
ahora en la lengua de Shakespeare.
Por
fin, un detalle que ha llamado mi atención es que Kassanda elige en
determinados momentos una banda sonora y muestra imágenes sin diálogos, pero de
poderosa elocuencia. Entre los temas seleccionados se hallan el jazz y el afrobeat, que, como todo el mundo sabe nació de la inspiración del
músico nigeriano Fela Kuti.
La
última película que quiero comentar en este artículo, aunque cronológicamente
ha sido la primera de la tarde, es la bisauguineana Udju Azul di Yonta (1992), de Flora Gomes, más propiamente en
portugués Os olhos azuis de Yonta, y que
puede traducirse al español como ‘los ojos azules de Yonta’, también dentro de
la sección retrospectiva “Es al final de la vieja cuerda que se teje la nueva”.
Y
mucho hay del sentido del paso del tiempo en este largometraje ya desde la
primera imagen, pues vemos a unos niños jugando con unos neumáticos en cada uno
de los cuales han pintado un año, empezando desde el de la independencia de
Guinea Bisáu en 1973. Hay otras referencias temporales, como por ejemplo, en la
escuela donde asistimos a una lección en la que se destacan los diferentes años
en los que han ocurrido hitos nacionales tras la retirada de Portugal del país
o un gigantesco reloj, que es un cinturón que Vicente (luego hablaremos de él)
regala a Yonta, la protagonista.
Este
filme pudiera considerarse inspirado por el teatro español del Siglo de Oro, o
por la trama de Cyrano de Bergerac (1897),
de Edmond Ronstad, y, por supuesto, por el poder epistolar de Las amistades peligrosas (1782), de Pierre
Choderlos de Laclos, pues el débil hilo argumental de Udju Azul di Yonta gira en torno a una carta de amor que esta joven
recibe, pero ignora quién la envía.
Sin
embargo, más que construir una película amorosa, esta obra de Flores pretende
ser una reflexión acerca de la degradación de las ilusiones que dieron pie a la
guerra por la independencia. ¿Qué tenemos en Guinea Bisáu en el momento en que
suceden los hechos, es decir, 1992, veinte años después de la guerra por la independencia?
Pues un panorama social deplorable, donde todo el que puede emigra a Europa,
incluido Portugal la antigua metrópoli o el vecino Senegal; un pescado que se
pudre porque no hay electricidad en las cámaras frigoríficas; sida; desahucios:
en un momento dado, una mujer recién embargada monta con sus muebles una casa
sin paredes en la calle; la carencia también de luz eléctrica en las casas; los
trabajos penosos y mal retribuidos; y un descomunal amor por el dinero que ha arraigado
entre unos pocos privilegiados. En pocas palabras, un presente desolador frente
a un pasado donde se intuía que todo sería de otra manera.
Un
contraste entre pasado y presente que se personifica en dos antiguos luchadores
por la independencia: Nando, cuya cara ha padecido las inclemencias de la
guerra y quien permanece fiel a los ideales que inspiraron la independencia, y
Vicente, que combatió junto a él, pero parece cómodamente instalado en un
modelo social alienante y vejatorio.
Muy
curioso es también que uno de los neumáticos con el que juegan los niños, según
mencionábamos pocos párrafos más arriba, ha sido rotulado con el año 2000,
cuando la acción transcurre a principios de la década de los noventa, quizá
como plegaria hacia un futuro mejor. Como muy curiosas son también las
referencias a Bolama, dentro de la isla homónima, capital de Guinea Bisáu
durante el período colonial portugués y de donde procede Pedro, el protagonista
masculino, que es el autor de la carta a Yonta, frente a Bisáu, capital de la
neorepública en el África occidental, que es donde los bisauguineanos se han
degradado cívica y humanamente, es decir, la dicotomía pasado-presente se
desplaza al contraste Bolama-Bisáu. Es la eterna lucha entre la realidad y los
sueños.
Pero
mucho más interesante se me antoja el detalle de que el anónimo enamorado de
Yonta celebre los ojos azules de la joven, dado que no son así, sino del tono
oscuro que cabe esperar en las mujeres africanas, pero aquí las referencias al
color del cielo o del mar, además de su innegable virtualidad lírica, se
refiere a un ideal de pureza que no se corresponde con la realidad personal ni
social, puesto que, digámoslo claro, sí que hay en este filme momentos de
fuerte vigor africano, sobre todo en las celebraciones colectivas que se
muestran en la pantalla, pero los hombres se han convertido en buitres y esta
ave carroñera también aparece en escena.
Si
recordamos la célebre cita de Plauto cuando en Asinaria
afirma “Lupus est homo homini”, es decir, ‘el hombre es un lobo para el
hombre’, podemos parafrasearla diciendo que en Udju Azul di Yonta “Vulturis est homo homini”, ‘el hombre es un
buitre para el hombre’ y, por ello, las limpias y esperanzadoras, llenas de
vida, aguas de un río azul se han convertido en las absurdas, encadenadas e
inertes aguas de una piscina.
De
manera que, tres países africanos diferentes, Túnez, Nigeria y Guinea Bisáu,
bajo tres potencias coloniales europeas diferentes, Francia, Inglaterra y
Portugal, en tres lenguas diferentes, francés, inglés y portugués, y un
denominador común: la decepcionante descolonización.
Y
de ahí que, si repetimos el método de la paráfrasis y recordamos lo que decía
Churchill, “Inglaterra es un país que puede perder todas las batallas, pero al
final acaba ganando la guerra”, podemos afirmar que África es un continente que
puede ganar todas las guerras, pero al final acaba perdiendo la independencia.
Francisco Javier Rodríguez Barranco