sábado, 26 de diciembre de 2020

PASADO, PRESENTE Y FUTURO EN 'ADAM'


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             En alguna ocasión anterior hemos comentado la película Sofía (2018), de Meryem Benm’Barek, cuyos hechos se desarrollan de Casablanca y en esta ciudad también se sitúa la acción de Adam (2019), de Maryam Touzani, que lleva a la pantalla una experiencia autobiográfica y comparte con Sofía algo más que la ciudad donde se desarrolla la acción, así como la proximidad en el año de rodaje, pues ambas películas tratan el tema de los embarazos no deseados en Marruecos, una cuestión que pudiéramos extender a los demás países musulmanes. Estas dos producciones también se hallan unidas por ser marroquíes las realizadoras.

Una vez establecido el nexo entre en esta pareja de filmes, procede ahora considerar lo que los diferencia o, por mejor decir, lo que individualiza Adam.


Podemos empezar por el espacio físico de la cinta de Touzani dado que esta directora opta por centrarse en lo más profundo de la medina baidaní, de tal modo que muchas veces el espectador se siente transportado a un momento situado hace varios siglos: apenas la indumentaria masculina en las escasas apariciones de hombres en este largometraje o la de la niña Warda, de la que luego hablaremos, nos sitúan en la actualidad. Una sensación de viaje en el tiempo que se potencia cuando comprobamos que casi toda la trama transcurre en interiores a los que la directora ha dotado de una inmensa plasticidad que recuerda a La lechera, de Johannes Vermeer, o cualquiera de sus pinturas de la intimidad familiar holandesa en el siglo XVII, pues, en efecto, son tonos terrosos los que imperan en Adam con gran protagonismo del marrón, obviamente. La cámara se demora en mostrarnos la fabricación de dulces o las escenas de puertas para adentro: con tanta delicadeza nos muestra la realizadora esos momentos que es como si los propios colores nos contaran la historia.


           Bueno, ¿y quién habita en esta casa? Inicialmente dos personas: Abla, la madre, y Warda, la niña de 8 años a la que ya hemos aludido. A ellas se une Samia, que busca un rincón para bien parir y, quizá porque estoy redactando estas líneas en el mismísimo día de Navidad, algo hay en esa situación que me recuerda la vivida por la Sagrada Familia en Belén, según cuenta el Evangelio, pero sin san José en el caso de Adam.


Y ese es el triángulo en que se inscribe una trama que parece ser alegoría de los tres ejes temporales: el pasado doloroso personificado por Abla, un futuro esperanzador en Warda, que estudia y hace los deberes escolares en casa, como debe hacer cualquier niña en una sociedad que aspire a modernizarse, pero nos hallamos también con el presente nada halagüeño que nos ofrece el personaje de Samia, portadora de futuro, sí, pero de un futuro contaminado por un pecado terrible en el mundo que le ha tocado vivir: un embarazo sin matrimonio. Una situación que recuerda al harén, entendido como rincón íntimo reservado a las mujeres, sin connotaciones sexuales, ni en sentido estricto, pues ellas pueden entrar y salir de casa cuando quieran, pero sí que hay en esa convivencia un ambiente de harén, reducida la presencia del hombre a lo mínimo imprescindible en labores subalternas. Abla es quien menos pisa la calle y desde su posición en la pastelería (un hueco cuadrado en la pared) se limita a charlar con los vecinos que se acercan a comprar dulces y a observar.


      Así, pues, dentro de ese armazón, el personaje que más riqueza de recursos ofrece es  Abla, interpretado de maravilla por Lubna Azabal, de origen marroquí y español nacida en Bruselas y que ha consolidado una carrera internacional en Francia, Estados Unidos e incluso en Todo pasa en Tel Aviv (Tel Aviv On Fire en el título original), una coproducción de Luxemburgo, Francia, Bélgica e Israel, donde da vida a una superestrella en una teleserie palestina de espías. En la película que nos ocupa, Abla se mueve entre la dureza y la ternura, que es lo que poco a poco se va imponiendo. Se trata de una mujer que perdió a su marido en un accidente laboral, por lo que tuvo que ser ella por sí sola quien se hiciera cargo de su vida y de la de su hija, y no es que la sociedad darelbaidí le imponga un sufrimiento perpetuo, algo así como el final de su femineidad, es que ella en su fuero interno no ha superado el duelo por la pérdida del esposo. Sin embargo, la gravidez de Samia le devuelve las ganas de vivir y el deseo de volver a sentirse guapa. Incluso tiene un pretendiente: Slimani, a quien, a fuer de ser sinceros, no concede demasiada importancia.


¿Y Adam? Porque Adam es nombre masculino y además el título de la película. Bueno, Adam, ya lo habrán adivinado ustedes, es el nombre que se pone al recién nacido bebé. Adam, o Adán en español propio, ocupa también una posición privilegiada en el islam, pues se considera que fue el primer ser humano en la tierra y, por lo tanto, el primer nabi o profeta. De manera que judíos, cristianos y musulmanes convergen en una misma persona como origen de la humanidad e incluso en el Islam se habla de Hawa, Eva, la primera mujer, la madre de la humanidad. Pero en esto sí difiere el Islam de las otras dos grandes religiones monoteístas, pues para los discípulos de Mahoma el primer hombre, Adán, es una figura de reverencia.

Sin embargo, mezclando un poco todo eso, Touzani nos ofrece un Adam que desde su concepción acarrea el estigma del pecado original y por ello en todo momento Samia manifiesta su voluntad de entregarlo en adopción y evitar así que  tenga que arrastrar durante toda su vida la vergüenza por las culpas de la madre: de hecho, al principio se niega a ponerle nombre o a darle el pecho para no encariñarse con él. De ahí que la principal tensión dramática del filme se articula alrededor de esa cuestión: si Samia entrega o no a su hijo en adopción y yo, desde luego, no voy a desvelarlo: les corresponde a ustedes asistir a esta magnífica película.



Lo terrible, lo verdaderamente terrible a mi modo de ver, y que separa totalmente dos películas que tratan el mismo tema, Sofía y Adam, es que en la primera la amenaza que pende sobre la protagonista, es decir, la familia, en particular, y la sociedad, en general, se muestra explícitamente en pantalla, mientras que en Adam no se ven las personas que angustian a Samia. Para mayor abundamiento, el guion se construye de manera que nada sepamos de los padres de la joven o del progenitor del bebé, porque Samia se inventa toda una suerte de artimañas para estar lejos de su familia, al menos durante los meses en que el embarazo es evidente, lo cual en una película cargada de simbolismo como es esta ha de tener un valor, que según creo entender consiste en plasmar los terrores internos de la persona, almacenados como una penosa carga genética. Es el pánico a lo que no se ve, pero sentimos como muy real lo que amarga la existencia de los humanos. Un molde atrofiado de vida, un muñoncito de ilusiones contaminadas,  es lo que recibimos en cada gota de leche desde que nacemos y que poco a poco socava cualquier aspiración a la felicidad.

Fco. Javier Rodríguez Barranco

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