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En alguna ocasión anterior hemos
comentado la película Sofía (2018),
de Meryem Benm’Barek, cuyos hechos se desarrollan de Casablanca y en esta
ciudad también se sitúa la acción de Adam
(2019), de Maryam Touzani, que lleva a la pantalla una experiencia
autobiográfica y comparte con Sofía
algo más que la ciudad donde se desarrolla la acción, así como la proximidad en
el año de rodaje, pues ambas películas tratan el tema de los embarazos no
deseados en Marruecos, una cuestión que pudiéramos extender a los demás países
musulmanes. Estas dos producciones también se hallan unidas por ser marroquíes
las realizadoras.
Una vez establecido el nexo entre
en esta pareja de filmes, procede ahora considerar lo que los diferencia o, por
mejor decir, lo que individualiza Adam.
Podemos empezar por el espacio
físico de la cinta de Touzani dado que esta directora opta por centrarse en lo
más profundo de la medina baidaní, de tal modo que muchas veces el espectador
se siente transportado a un momento situado hace varios siglos: apenas la
indumentaria masculina en las escasas apariciones de hombres en este
largometraje o la de la niña Warda, de la que luego hablaremos, nos sitúan en
la actualidad. Una sensación de viaje en el tiempo que se potencia cuando
comprobamos que casi toda la trama transcurre en interiores a los que la
directora ha dotado de una inmensa plasticidad que recuerda a La lechera, de Johannes Vermeer, o
cualquiera de sus pinturas de la intimidad familiar holandesa en el siglo XVII,
pues, en efecto, son tonos terrosos los que imperan en Adam con gran protagonismo del marrón, obviamente. La cámara se
demora en mostrarnos la fabricación de dulces o las escenas de puertas para
adentro: con tanta delicadeza nos muestra la realizadora esos momentos que es
como si los propios colores nos contaran la historia.
Bueno, ¿y quién habita en esta
casa? Inicialmente dos personas: Abla, la madre, y Warda, la niña de 8 años a
la que ya hemos aludido. A ellas se une Samia, que busca un rincón para bien
parir y, quizá porque estoy redactando estas líneas en el mismísimo día de
Navidad, algo hay en esa situación que me recuerda la vivida por la Sagrada
Familia en Belén, según cuenta el Evangelio, pero sin san José en el caso de Adam.
Y ese es el triángulo en que se
inscribe una trama que parece ser alegoría de los tres ejes temporales: el
pasado doloroso personificado por Abla, un futuro esperanzador en Warda, que
estudia y hace los deberes escolares en casa, como debe hacer cualquier niña en
una sociedad que aspire a modernizarse, pero nos hallamos también con el
presente nada halagüeño que nos ofrece el personaje de Samia, portadora de
futuro, sí, pero de un futuro contaminado por un pecado terrible en el mundo
que le ha tocado vivir: un embarazo sin matrimonio. Una situación que recuerda
al harén, entendido como rincón íntimo reservado a las mujeres, sin
connotaciones sexuales, ni en sentido estricto, pues ellas pueden entrar y
salir de casa cuando quieran, pero sí que hay en esa convivencia un ambiente de
harén, reducida la presencia del hombre a lo mínimo imprescindible en labores
subalternas. Abla es quien menos pisa la calle y desde su posición en la
pastelería (un hueco cuadrado en la pared) se limita a charlar con los vecinos
que se acercan a comprar dulces y a observar.
Así, pues, dentro de ese armazón,
el personaje que más riqueza de recursos ofrece es Abla, interpretado de maravilla por Lubna
Azabal, de origen marroquí y español nacida en Bruselas y que ha consolidado
una carrera internacional en Francia, Estados Unidos e incluso en Todo pasa en Tel Aviv (Tel Aviv On Fire en el título original),
una coproducción de Luxemburgo, Francia, Bélgica e Israel, donde da vida a una
superestrella en una teleserie palestina de espías. En la película que nos
ocupa, Abla se mueve entre la dureza y la ternura, que es lo que poco a poco se
va imponiendo. Se trata de una mujer que perdió a su marido en un accidente
laboral, por lo que tuvo que ser ella por sí sola quien se hiciera cargo de su
vida y de la de su hija, y no es que la sociedad darelbaidí le imponga un
sufrimiento perpetuo, algo así como el final de su femineidad, es que ella en
su fuero interno no ha superado el duelo por la pérdida del esposo. Sin
embargo, la gravidez de Samia le devuelve las ganas de vivir y el deseo de
volver a sentirse guapa. Incluso tiene un pretendiente: Slimani, a quien, a
fuer de ser sinceros, no concede demasiada importancia.
¿Y Adam? Porque Adam es nombre
masculino y además el título de la película. Bueno, Adam, ya lo habrán
adivinado ustedes, es el nombre que se pone al recién nacido bebé. Adam, o Adán
en español propio, ocupa también una posición privilegiada en el islam, pues se
considera que fue el primer ser humano en la tierra y, por lo tanto, el primer nabi o profeta. De manera que judíos,
cristianos y musulmanes convergen en una misma persona como origen de la
humanidad e incluso en el Islam se habla de Hawa, Eva, la primera mujer, la
madre de la humanidad. Pero en esto sí difiere el Islam de las otras dos
grandes religiones monoteístas, pues para los discípulos de Mahoma el primer
hombre, Adán, es una figura de reverencia.
Sin embargo, mezclando un poco
todo eso, Touzani nos ofrece un Adam que desde su concepción acarrea el estigma
del pecado original y por ello en todo momento Samia manifiesta su voluntad de
entregarlo en adopción y evitar así que tenga que arrastrar durante toda su vida la
vergüenza por las culpas de la madre: de hecho, al principio se niega a ponerle
nombre o a darle el pecho para no encariñarse con él. De ahí que la principal
tensión dramática del filme se articula alrededor de esa cuestión: si Samia
entrega o no a su hijo en adopción y yo, desde luego, no voy a desvelarlo: les
corresponde a ustedes asistir a esta magnífica película.
Lo terrible, lo verdaderamente
terrible a mi modo de ver, y que separa totalmente dos películas que tratan el
mismo tema, Sofía y Adam, es que en la primera la amenaza
que pende sobre la protagonista, es decir, la familia, en particular, y la
sociedad, en general, se muestra explícitamente en pantalla, mientras que en Adam no se ven las personas que angustian
a Samia. Para mayor abundamiento, el guion se construye de manera que nada
sepamos de los padres de la joven o del progenitor del bebé, porque Samia se
inventa toda una suerte de artimañas para estar lejos de su familia, al menos
durante los meses en que el embarazo es evidente, lo cual en una película
cargada de simbolismo como es esta ha de tener un valor, que según creo
entender consiste en plasmar los terrores internos de la persona, almacenados
como una penosa carga genética. Es el pánico a lo que no se ve, pero sentimos
como muy real lo que amarga la existencia de los humanos. Un molde atrofiado de
vida, un muñoncito de ilusiones contaminadas,
es lo que recibimos en cada gota de leche desde que nacemos y que poco a
poco socava cualquier aspiración a la felicidad.
Fco. Javier Rodríguez Barranco