martes, 13 de febrero de 2018

NUNCA HE SIDO LA MUSA DE NADIE: LA CIUDAD COMO SÍNTOMA



PRÓLOGO DE LOLA CLAVERO

Nunca he sido la musa de nadie
Francisco Javier Rodríguez Barranco
Ediciones Azimut
Año 2017
176 páginas
15 euros

Ciriaco es un hermano de alma de los antihéroes que alumbró la novela del siglo XX; comparte con ellos la angustia y el estupor de vivir en una sociedad disparatada; en un espacio y un tiempo que no le pertenecen, más aún cuando le sorprende la llegada de otro siglo todavía más inestable que el propio siglo XX, el siglo XXI, donde se encuentra como un elefante en una cacharrería.

Asiste ajeno, por ejemplo, a la invasión de las nuevas tecnologías, ordenadores y móviles, que exigen la comunicación constante y urgente entre los seres humanos, no obstante, cada vez menos comunicados, y amenazan con distraerle de su eterno estado contemplativo. 

Su reino no es de este mundo, ni siquiera de esa ciudad que, como símbolo del cambio global, advierte de una amenazante transformación con sus obras interminables y el consecuente peligro que corren los críticos, los inadaptados, todos aquellos que no admitan el imperio de su nuevo Régimen que aplasta con sus intereses económicos pedestres el aliento lírico que se desperdiga como modo de rebeldía en grafitis por la ciudad.

 Ciriaco Medina ha sido un lobo estepario como el Harry Haller de Hermann Hesse y también el mismo Holden Caulfield de El guardián entre el centeno, un observador melancólico que creía poder refugiarse en su propia acedia, pero ahora sabe que como Josef K. podría ser la víctima propiciatoria de El proceso. La sociedad quiere personas normales y él es culpable de ser diferente. Esa diferencia es ya suficiente materia de peso para la condena.

Y el aviso de su propio final, su particular «hoja roja» llegará con la muerte súbita e inexplicable de su único amigo, Miguel Ejido, un indigente con presuntos delirios paranoides que barrunta una desgracia y unos ejecutores; «ellos».

Nadie lo cree y, sin embargo, Ciriaco sí, porque «ellos» tal vez no tienen un rostro y, no obstante, son la representación del poder que no tiene nombre y, pese a todo,  infalible y sin dejar nunca huellas.

Ciriaco, como Miguel, también es un desertor del sistema. Durante muchos años, renunciando a sus sueños de juventud,  ha conducido un autobús de la EMT sin mayores horizontes que un recorrido diario que le lleva de regreso indefectiblemente al punto de partida. Como para Leopold Bloom su travesía no fue más que perderse en el laberinto interior y circular de su ciudad, pero la prejubilación lo aparta de la obediente rutina y lo empuja a desempolvar su curiosidad soterrada para desentrañar los misterios que la ciudad esconde y ha pasado a ser un ciudadano incómodo, porque ha dado ese paso riesgoso con el que nos convertimos en El extranjero al atrevernos a mirar desde fuera y a saber más de lo que se permite.

Estudiante tardío de criminología e inspector pseudo-oficial, vive su pseudo oficio sin pasión ni placer pues ya por la fatalidad de su  fecha natalicia que conlleva su propio nombre ha nacido para el dolor. Ciriaco, bautizado como uno de los Mártires de Málaga y educado bajo las premisas judeocristianas, huye de la felicidad y cualquier momento de gozo lo hace sentir culpable. Busca aficiones rutinarias y solitarias como el coleccionismo de sellos y huye de cualquier festejo para organizarse excursiones a lugares anodinos que le permitan penar sin compañía, sin contemplaciones voluptuosas de la naturaleza y, en cierto modo, gozar con su poética del fracaso y se regodea en el fango críptico de sus consabidas sentencias: «Me considero un fraude de mí mismo», «Sólo me reconozco en mis errores».

Como contrapunto a Ciriaco, encontraremos el elemento positivo; Mercedes. Su vida está marcada también por el fracaso, aunque su fracaso se debe a causas externas. Ha sido víctima del maltrato machista de su padre y de su novio, pero conserva la esperanza como ese último bien que queda en el fondo de la caja de Pandora.

Mercedes necesita desesperadamente el afecto y no le importa mendigarlo, ya sea en los brazos de un novio hortera y adúltero –Darío– o en la ilusión de que Ciriaco la perciba por fin como mujer. Incluso procura buscar las circunstancias propicias para internarse en un hospital con tal de recibir las atenciones y el cariño que tanto le faltan.

Pero Mercedes, fuera de ese ámbito, está condenada a la indiferencia. Su novio, Darío, le hace el amor sin mirarla a los ojos y nunca la escucha cuando le habla y su amigo Ciriaco es incapaz de recordar su nombre y la llama indefectiblemente María Mercedes. Es consciente de no ser la musa de nadie, pero sabe que la alegría viene en momentos pequeñitos y con eso se va conformando.

En una estructura circular, la novela comienza con una cena entre Ciriaco y Mercedes y vuelve a ella al final de las páginas. Entre otras cosas, la situación servirá para refrendar la tesis de la imposibilidad de la pareja, que Javier Rodríguez Barranco ya había aventurado en su libro de relatos Los brazos de Venus.

Los personajes protagonistas de esta cena, que es el marco de la trama narrativa, cada cual en la burbuja de su propio fracaso existencial, en vez de dialogar sobreponen monólogos; monólogos explícitos y también interiores. Ciriaco sufre por lo que nunca hizo y por lo que cree que nunca más podrá hacer y Mercedes, aunque dolida por un pasado de agravios, aún cifra su esperanza en la compañía que pueden hacerse dos soledades reunidas –la suya y la de Ciriaco– y  se desespera por el poco talento que tiene su amigo para vivir el presente.

Pero el círculo, que podría cerrarse al final con la frustración inevitable, huye de la perfección como huye de la muerte y emplaza el desenlace a la ilusión de un futuro, cuando Ciriaco se decide por fin a emprender una aventura. Esta odisea significa la negación de una felicidad cómoda, pero resignada con Mercedes, aunque también la definitiva ruptura con su biografía circular en  la ciudad que como una planta carnívora amenaza con engullirlo.

Ciriaco comprende que esa ciudad, con cuyo nombre viene marcado hasta el apellido (Medina), ya no es la suya y lo expulsa, como a otros marginales, cuando empieza a comprender sus enigmas.

Su investigación en torno a la muerte de Miguel Ejido, el mendigo visionario, le hará sumergirse en una inquietante realidad paralela, la mendicidad; un submundo que también trató Juan Manuel de Prada en una novela muy reveladora para mí, La vida invisible, pero que Barranco con la mirada de Ciriaco, su alter ego, en mi opinión, aborda desde una perspectiva nueva, conforme a la temperatura de unos tiempos crueles, donde campa la aporofobia; el odio abierto a quien afea un sistema de supuesto progreso.
Ciriaco encontrará en esta incursión valleinclanesca, un inventario de criaturas preciosas que combinan la lucidez con el delirio. Asuntos muy compatibles si se deduce que una cosa es consecuencia de la otra. Entre todos ellos se nos destaca el nombre de Eulogio Fajardo con su discurso bien hablado como su nombre indica, pese a que la fragilidad de su memoria cambie de nombre a los lugares y a las personas. Se trata de un mendigo que pide limosna a la puerta del cine Alameda, pero, sobre todo, pregunta la hora. Su obsesión por el paso del tiempo adquiere los tintes del memorable tempvs fvgit horaciano también en el tono epistolar de sus misivas a Fabiano, que son, en mi opinión, uno de los fragmentos más poéticos y valiosos de esta novela. Quien sea admirador de la ínclita novela Juegos de la edad tardía, de Luis Landero, encontrará ahí un encanto irresistible, si bien en ellos impera el clasicismo en el mejor sentido de la palabra –aunque, ciertamente, no encuentro que en los clásicos pueda haber otro sentido si no es el mejor.

Resulta significativo que los demás mendigos interrogados por Ciriaco no tengan nombre, aunque sean reconocibles en la geografía cotidiana de nuestra ciudad malagueña. Criaturas con genio muy vivaz e ideas originales en materias de inventos, donde siempre hemos sido notables. Nuestra ciudad es la de muchos picassos puestos del revés.

Hay fronteras poco precisas entre el genio y el majarón, precisamente porque ambas cualidades son fruto de lo mismo.

En plan Unamuno, habría que preguntarse, si antes que mundializar Málaga, no habría que malagueñizar el mundo.

Ciriaco se lo ha propuesto y, aunque se vaya por un tiempo, volverá para reintentarlo.

Esta novela de Barranco nos anticipa el mejor de los sabores; el sabor de la esperanza.



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